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Domingo, 18 de marzo de 2007

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Hoy: cuatro dramas

 Por Diego Fischerman

“A las piedras hacía llorar”

La primera ópera de Osvaldo Golijov, con Margarita Xirgu y Federico García Lorca como personajes, es una demostración notable del uso musical de la voz con fines teatrales.

La palabra cantada es más poderosa que la palabra. Y la ópera se basa en esa presunción. La idea de que alguien que canta su muerte será más conmovedor que alguien que simplemente se muere podría resultar absurda. Y, sin embargo, funciona. Desde el Orfeo de Monteverdi, donde el protagonista debía convencer, con sus artificios vocales, al mismo tiempo a Caronte y al público, esa fascinación se mantiene incólume. Ya nada es como era. Y, no obstante, aun alejándose del modelo tradicional de arias y escenas de conjunto, incluyendo una laptop y guitarras flamencas entre los instrumentos de la orquesta y manejándose con un eclecticismo extremo, como en el caso de la magistral Ainadamar de Osvaldo Golijov —ganadora de dos premios Grammy—, sigue poniendo en juego aquel viejo encantamiento.

“¡Ay, qué día tan triste en Granada,/ que a las piedras hacía llorar,/ al ver que Marianita se muere/ en cadalso por no declarar!”, cantan las voces de las niñas en el comienzo. “Toda una vida así;/ sola, entre bambalinas/ en otro teatro, esperando ser/ Mariana Pineda otra vez”, se oye a la extraordinaria soprano Dawn Upshaw, representando a Margarita Xirgu que observa desde las bambalinas del Teatro Solís de Montevideo. Vuelven las voces de las niñas y Margarita dice: “Federico, mi niño,/ ¡qué dolor en el vientre!/ Lo quise como a un hijo.../ El es hoy tan real/ como el día en que tomé su mano/ de recién nacido y de hombre a la vez”. Y las niñas, nuevamente, cantan el comienzo de Mariana Pineda: “¡Ay, qué día más triste en Granada...” La muerte, claro, ya no es la de Mariana. En ese comienzo, en poco más de un minuto, Golijov plantea los ejes de su ópera en tres imágenes subtitulada “fuente de lágrimas”. Pero, sobre todo, articula su fenomenal manejo de la escritura vocal y de sus posibilidades expresivas, que llega al paroxismo en el conmovedor conjunto de Margarita, las niñas y las voces de la fuente, en el final “Yo soy la libertad”.

Osvaldo Golijov: Ainadamar,
Deutsche Grammophon

“Estaba la madre, doliente”

El texto más triste de la liturgia, con su música más triste y en la versión más perfecta jamás cantada.

Giovanni Battista Pergolesi es conocido, sobre todo, por dos obras. Una, La serva padrona (la sierva patrona) funda la comicidad en la ópera. La otra, el Stabat Mater que terminó en 1736, pocos días antes de morir, a los 26 años, es la versión más triste posible del texto más dramático de la liturgia cristiana, aquel que habla ni más ni menos que de una madre llorando al lado del cadáver torturado de su hijo. “Stabat mater dolorosa, juxta crucem lacrimosa, dum pendebat Filius”, cantan las dos voces, yendo siempre desde la disonancia a la consonancia, comenzando siempre en una tensión de expresividad casi insoportable, acompañadas por un mínimo grupo de cuerdas y por el bajo continuo. La obra se hizo famosa rápidamente. Johann Sebastian Bach le rindió homenaje citándola en el motete Tilge, Höchster, meine Sünden. Y, todavía en 1810, era lo suficientemente popular como para que Giovanni Paisiello estrenara una nueva versión en la Catedral de Nápoles, con el agregado de instrumentos de viento.

Cantada originariamente por voces masculinas —posiblemente un niño y un castrado—, parte del desafío para los intérpretes actuales pasa por la decisión acerca de quiénes deben cantarla. No hay niños que tengan el nivel de aquellos solistas de iglesia que allí eran educados y allí vivían —y que, además, se dedicaban sólo a cantar en ese estilo—. Y tampoco hay castrados. En cuanto a la voz más aguda no hay demasiadas dudas. Sólo puede ser cantada por una soprano y, preferentemente, por una que sea capaz de hacerlo con poco vibrato. En relación con la voz más grave, en ocasiones se opta por un contratenor (un hombre que canta en falsete), lo que, según algunos, podría aproximarse al color masculino de la voz del castrado. Una versión notable, con Barbara Bonney y Andreas Scholl, explora esta posibilidad. Pero la que dirige Rinaldo Alessandrini, con Gemma Bertagnolli y la contralto Sara Mingardo —en un CD que incluye también el Stabat Mater de Alessandro Scarlatti—, logra, además de rigor estilístico, una teatralidad inigualable.

Pergolesi: Stabat Mater.
Rinaldo Alessandrini. Opus 111

“Un cacho de pan”

Una letra al borde del ridículo. Y una voz, la de Gardel, que logra cargarla de significado.

“... Sus pibes no lloran por llorar,/ ni piden masitas,/ ni chiches, ni dulces... ¡Señor!.../ Sus pibes se mueren de frío/ y lloran, hambrientos de pan.../ La abuela se queja de dolor,/ doliente reproche que ofende a su hombría./ También su mujer,/ escuálida y flaca,/ con una mirada/ toda la tragedia le ha dado a entender.” La descripción no ahorra truculencia pero se reserva, sin embargo, un final extraordinario. Celedonio Flores, el letrista, suspende allí toda grandilocuencia y, después de decir que el hombre ha decidido salir a robar, cuenta, con ritmo cinematográfico: “¡Un vidrio, unos gritos! ¡Auxilio!... ¡Carreras!.../ Un hombre que llora y un cacho de pan...”. El tango, llamado “Pan”, fue compuesto en 1932 y grabado en Barcelona por Carlos Gardel, a mediados de esa década, con el acompañamiento de Juan Cruz Mateo en piano y Andrés Solsona en violín.

Prohibido por la última dictadura militar y censurado en parte por Roberto Goyeneche —o por el arreglador, Horacio Salgán—, que lo grabaron en los ‘50 omitiendo lo de “escuálida y flaca”, podría pensarse que “Pan” no resiste el gesto mesurado de Goyeneche y Salgán; que ellos no logran dar el tono y que intentan ser austeros donde la poesía no lo permite. No hay, en realidad, otra versión posible que la de Gardel, tan cerca del ritmo de la ópera italiana, yendo del recitativo al aria, deteniéndose en cada palabra, manejando el efecto de las pausas y detenimientos con una intuición que sólo podía dar la cercanía con el lenguaje del melodrama. Cualquier intento de moderación destruye la tragedia. Cualquier tentación de exagerarla la lleva al ridículo. Sólo Gardel podía ser exacto. El no intentaba hacer verosímil el texto. Simplemente, lo creía y lo cantaba.

Carlos Gardel: 100 por Carlos Gardel.
4 CD. EMI

“No estoy loca”

El público fue a ver si era cierto que Edith Piaf moriría en escena. Pero ella cantó en el Olympia y no murió —todavía— y estrenó una canción en la que una mujer reía y gritaba en el manicomio.

La música marca el ritmo del reloj. Pero no son horas las que pasan. “Harán tres años,/ tres años que está internada/ sí, internada con los locos/ con los locos...”, dice el texto de Michel Vaucaire, autor también de la letra de la famosa “Non, je ne regrette rien”. La canción se cantó una única vez. Y es que, posiblemente, no pueda volver a ser cantada. La estrenó Edith Piaf en el teatro Olympia de París en 1961. Se decía que estaba por morir; que ya no cantaría nunca más. Y gran parte del público que llenó el teatro fue a ver si cumplía la profecía de morir sobre un escenario. La canción con la que terminó se llamaba “Los blusas blancas”. Sólo ella podía cantarla así. O, mejor, sólo ella podía cantarla.

Quien había puesto música a la letra de Vaucaire era Marguerite Monnot, una ex alumna de Nadia Boulanger, compositora de la comedia musical Irma la dulce y del éxito “Milord” que murió casi al mismo tiempo que Piaf subía al escenario del Olympia por última vez. En el fondo de la canción hay un principio operístico. Las estrofas se refieren al presente y remedan una suerte de recitativo. El estribillo toma el lugar del aria; es un vals en el que se recuerda el pasado. El tránsito es delicado, apenas perceptible en el comienzo. La blusa blanca que también le han puesto a ella se convierte en “un pequeño vestido blanco,/ un pequeño vestido blanco sobre las flores” y en el sol sobre las flores y en la mano de su amado. Pero el presente vuelve, con el acompañamiento monótono del reloj, y una variación. “Harán ocho años/ ocho años que está internada...” dirá en la última estrofa, antes de explotar en el grito “no estoy loca”, y en las risas –tan parecidas al llanto– con las que Piaf alterna un texto cada vez más inconexo: “...mon amour...toujours... mon amour...”

Edith Piaf: A l’Olympia 1961. EMI

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