Domingo, 18 de marzo de 2007 | Hoy
MúSICA > EL REGRESO DE MARíA ROSA YORIO
Era apenas una adolescente de 16 años cuando vio tocar a Charly García, se enamoró y entró en la escena del rock nacional. Mujer y voz pionera, el desconcierto que causaba su presencia motivó que, por ejemplo, su nombre no quedara incluido en la enumeración que explicaba el nombre de Porsuigieco, banda de la que formó parte. Después integró la banda de Nito Mestre, Los Desconocidos de Siempre, y tuvo éxito en los ’80, con su etapa más pop, de pub en pub. Ahora regresa después de una década de perfil bajo, y aquí recuerda las pequeñas delicias de la vida conyugal con Charly, habla de su hijo Migue y repasa aquellos años iniciáticos en los que fue una figura central.
Por Martín Pérez
El estudio de Phonalex era enorme, como la mayoría de los estudios de antes. Pero al lado, según recuerda María Rosa Yorio, había una habitación pequeña. Allí fue donde la cantante tuvo que esperar a que llegase su turno de pararse frente al micrófono, mientras cada uno de sus compañeros de grupo le daba algún consejo. Porque la cantante, en realidad, aún no lo era en el sentido discográfico de la palabra. Aquella era su primera grabación: el tema “Quiero ver, quiero ser, quiero entrar”, compuesto por Charly García e incluido en el único disco –Porsuigieco– de esa suerte de extraño supergrupo que integraban Porchetto, Sui Generis y León. Tan afuera estaba María Rosa de la escena rocker de entonces, tan iniciático era su lugar, que era la única de los fotografiados en tapa cuyo nombre no formaba parte de la enumeración que, a fin de cuentas, explicaba ese neologismo que hacía las veces de nombre de la banda. “Pero esa niña, que meses antes todavía estaba en el colegio, parece que tenía idea acerca de cómo tenían que ser las cosas, como el tiempo interno de una canción, la afinación y la expresión”, recuerda Yorio más de treinta años más tarde. “Creo que, dentro de nuestra ingenuidad, todos teníamos esa idea. Pero éramos tan jóvenes... ¡Era una inconciencia total, intuición pura!”
Alguna vez María Rosa Yorio explicó que la existencia de semejante proyecto se debió a la generosidad de García, que quería formar un grupo acústico con todos sus amigos. Empezaron haciendo un show en el Auditorio Kraft, y después a alguien se le ocurrió grabar un disco y presentarlo con una gira que incluyó micro propio, al que subieron novias, amigos y hasta un perro. Dentro de aquella lógica familiera, aquella casi adolescente María Rosa era apenas –y nada menos que– la mujer de Charly. Después formó parte de Los Desconocidos de Siempre, la banda que armó Nito Mestre luego de la separación de Sui Generis. Y más tarde comenzó una carrera solista que tuvo sus altibajos, pero que la ubicó –dentro de una escena preeminentemente masculina– en el lugar de única posible continuidad femenina entre aquella pionera que fue Gabriela en los albores del rock nacional, y las cantantes que aparecieron con el pop de la década del ’80.
A pesar de haber nacido en Temperley, Yorio se define como ciento por ciento porteña. Sentada en el amplio living de un luminoso departamento en un piso 18, desde donde es imposible no quedarse mirando el río, María Rosa recuerda que su infancia transcurrió en lo que ella llama Retiro, entre cuadras que hoy ya no existen, porque fueron demolidas para terminar de ampliar la 9 de Julio. Hija de un padre jubilado amante de la música clásica, y una madre maestra, asegura que de chica cantaba mucho, le gustaba ser el alma de la fiesta. “Esa cantante que entretiene al público con su show”, explica. Y agrega, como si hiciese falta: “Esa era yo”. Entre aquella animadora espontánea de fiestas familiares y esta cantante que acaba de armar una banda propia para –según se preocupa por aclarar– volver a cantar en su ciudad, hay más de tres décadas de recuerdos, anécdotas e historias musicales. Que se disparan, por supuesto, a partir de aquella noche en que dos pituquitas de Barrio Norte fueron a curiosear lo que sucedía en un aguantadero como era el Teatro ABC en aquella época, y se quedaron deslumbradas –y deslumbraron– con los dos chicos que tocaban desde el escenario. “Me llevó una compañera de secundaria, que había ido a verlos y me contó que incluso se había fumado un porro. ¡Toda una aventura! Aquella noche se volvieron locos con nosotras, que éramos chiquitas pero estábamos hermosas”, recuerda María Rosa, que por entonces acusaba apenas 16 años. “Y yo, obviamente, me enamoré locamente de ese pianista y cantante, cuyas canciones con aires clásicos me hicieron reencontrar con la música que escuchaba de chica, y sus letras hablaban de amor, de sacarse la ropa y de liberarse.”
Un colchón de dos plazas, un equipo de música y dos auriculares, uno para María Rosa y otro para Charly. Eso era todo lo que tenía la joven pareja en su habitación de la pensión de Aráoz y Soler, donde primero se refugiaron cuando se fueron a vivir juntos. “Nos tirábamos en el colchón y escuchábamos Artaud, El lado oscuro de la luna o Fragile, de Yes”, recuerda Yorio, que también precisa que cuando lo conoció, antes de que empezase el noviazgo, Charly recién había salido de la colimba. “La vieja lo había mandado a trabajar, pobrecito”, cuenta. “Así que Charly trabajaba para la Municipalidad: hacía inspecciones en restaurantes.” Por entonces también era sesionista en los estudios Phonalex, tocando el piano junto a cualquier banda de rock que grabase allí. “Charly siempre fue muy moralista, y por entonces tenía otra novia. Yo era la chica para salir. Que a veces significaba sólo ir a la plaza juntos. Porque a pesar de que éramos de clase media, por lo general no teníamos ni para tomarnos un colectivo”, explica. “Hasta que un día quedamos en encontrarnos en un bar y lo dejé plantado. Me acuerdo de que me quedé leyendo a Voltaire. Pero al final me acordé de él y me fui hasta el bar, y le dije que no podía seguir así.” Al comienzo de su relación, María Rosa y Charly siguieron viviendo en la casa de sus respectivos padres, pero después terminaron juntos en aquella pensión, escuchando música cada uno con sus auriculares. “Para mí fue maravilloso, porque yo nunca había escuchado realmente rock”, confiesa Yorio.
Según recuerda María Rosa, los primeros seis meses en la pensión fueron muy duros, ya que no tenían un peso. Pero después Sui Generis empezó a trabajar bien, y empezó a haber plata. “Teníamos una caja, y guardábamos los billetes ahí. Por entonces no existían los contadores, ni nada”, intenta explicar María Rosa; pero cuando se le recuerda que todas las crónicas periodísticas indican que Charly sigue guardando aún hoy el dinero de esa manera, larga una carcajada. “Sí, es verdad”, concede. “Siempre fue muy nihilista alrededor de ese tema.”
Aunque lo más común suele ser idealizar los primeros tiempos felices de cualquier pareja, María Rosa asegura que no piensa así. “Con Charly siempre tuvimos la moneda de oro que fue conocernos, y siempre estuve de la mano de él en muchos momentos importantes de mi vida. La vida era muy cruda y no nos dimos cuenta de que podíamos haber tenido esa cosa perfecta... ¡pero es que éramos tan jóvenes! Me acuerdo de que fuimos incluso de la mano a separarnos.” Junto a Charly, María Rosa atravesó toda la época de Sui Generis, Porsuigieco e incluso los comienzos de La Máquina de Hacer Pájaros. Después nació Miguel, el hijo de ambos, y la pareja –según precisa María Rosa– sufrió mucho la orfandad tanto de sus familias como de la sociedad. “Después de Porsuigieco me fui a Brasil a trabajar como cantante en el Sheraton de Río”, recuerda. Pero la huida no duró mucho, ya que Sui Generis se separó y María Rosa recibió una carta en la que se enteró de que Nito estaba armando su banda, Los Desconocidos de Siempre. “Me llamaron entre los dos para decirme que vuelva”, revela, y explica que para ella sumarse a la banda de Nito significó un salto cualitativo de su trabajo en Porsuigieco. “Ya no era sólo poner la voz sino trabajar durante un año arreglando un repertorio”, aclara. “Me acuerdo de que me costó bastante, porque todavía tenía cierta timidez adolescente. Y además las mujeres no éramos compañeras: las demás te miraban con cara de odio.”
Después de atravesar lo que quedaba de los ’70 junto a Los Desconocidos de Siempre, Yorio entró en los ’80 con un disco solista iniciático, con el que empezó a hacerse un nombre propio. “Me acuerdo de que una crítica me hizo bosta, y yo creí todo lo que me dijo y dejé de escuchar mi material”, cuenta. “Pero no me fue mal. Además, en aquella primera banda tenía al Mono Fontana, y también a una jovencita María Gabriela Epumer, mucho antes de Viuda e Hijas. Como yo recién empezaba mi carrera solista, y María Gabriela era su alumna y también su novia, el Mono nos trataba con mano de hierro”, recuerda con una sonrisa. La certeza de que no estaba en el mal camino la tuvo cuando recibió un llamado del productor Oscar López para que comenzase a planear su segundo disco. “Me fui hasta Liniers a conocer a un músico que tenía un tema para mí”, explica María Rosa. El músico en cuestión se llamaba Miguel Mateos, aún no era conocido y terminó produciéndole todo un disco, Mandando todo a Singapur. A partir de ahí comienza la Yorio new wave. Con el disco siguiente, Por la vida, llegó un nuevo hit: “Haciendo el amor en la cocina”. “Empecé a trabajar mucho después de aquel segundo disco”, recuerda. “Era la época de los pubs, y había bastante descontrol. Fue otra guerra que tuvimos que atravesar, después de la de los milicos. ¡Y todo sin el manual!”
Aquel tercer disco solista de María Rosa Yorio terminaba con una canción dedicada a su hijo, titulada simplemente “Miguelito”. Poco más de dos décadas más tarde de aquel tema, Miguelito es Migue, con un proyecto solista propio. “Siempre lo veía metido en la computación, pero cuando se compró un piano y se puso a tocar temas de James Taylor y Stevie Wonder, yo le dije que se metiera a hacer música, y él respondía siempre que no. Pero se fue mezclando con sus amigos, como Lucas Martí, y terminó siguiendo a su cofradía. Siempre fue muy fiel a sus amigos. Y ahí está, con un disco solista hermosísimo”, dice la madre. “La noche de la presentación en el Teatro Coliseo fue de muchos nervios”, agrega, siempre dispuesta a hablar de su hijo. Pero cuando se le menciona el tema de las disputas musicales que mantuvo Charly con Migue, intenta decir lo menos posible. “Pareciera un asunto bastante mitológico, ¿no? Parece un cuento griego. Su mamá lo ayuda, y su padre se pelea.”
La historia cuenta que luego de su época de popularidad durante los ’80, María Rosa fue lentamente saliendo de escena. “Durante los ’90 hubo situaciones, fobias, ataques de pánico”, confiesa. “Además cambió la situación del negocio de la música, y yo nunca me sentí demasiado cómoda.” Pero, asegura, nunca dejó de hacer cosas. Supo armar un dúo con el guitarrista Rodolfo Gorosito, su compañero en Los Desconocidos de Siempre, para tocar aquí y allá. Y comenzó a dar clases, a pintar, a estudiar. Aunque haya dejado de estar en el candelero, María Rosa explica que sigue haciendo cosas, y cuenta que –por ejemplo– lo último que hizo fue presentarse con su guitarra en una fiesta electrónica nómade en Rosario. “Los chicos me invitaron, y fue algo hermoso. Suelo hacer esa clase de cosas”, aclara. Su nueva obsesión, sin embargo, es la de volver a cantar en su ciudad. Tiene banda nueva, con la que debutó en los escenarios del ciclo Verano porteño. Tocan lo que ella llama sus clásicos: “Entra”, “Iba acabándose el vino” o “Con los ojos cerrados”. “No es por ego ni por ganar plata que lo estoy haciendo”, aclara. “Pero creo que tengo, humildemente, una manera de cantar propia, que quiero mostrar. Porque hace tiempo que me di cuenta de que, pase lo que pase, nunca voy a dejar de cantar.”
María Rosa Yorio toca el viernes 30 de marzo en el Centro Cultural Caras y Caretas, Venezuela 330.
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