Domingo, 18 de marzo de 2007 | Hoy
NOTA DE TAPA
Pocos días después del golpe del 24 de marzo de 1976, miembros de las Fuerzas Armadas secuestraron a Marta Sierra de su casa. Nunca nadie volvió a saber de ella. Treinta años después, su hijo mayor encuentra todas las vías institucionales para hallar información sobre su madre obturadas o agotadas. Y así emprende la investigación por su cuenta, entrevistando a amigos, antiguos colegas de trabajo en el INTA y compañeros de militancia en la JP, en busca de pistas que le permitan entender la red de hechos, causas, compromisos, afectos, silencios y hasta traiciones que conformaban la vida de su madre por aquellos años. El resultado es M, un contundente documental recién estrenado en el Festival de Cine de Mar del Plata, que consigue ser a la vez un conmovedor testimonio personal y una nueva mirada generacional sobre la militancia de los años ’70: la de los hijos que se permiten cuestionar aquellos años.
Por Mariano Kairuz
“Donde dije que estaba enojado y que todos tendríamos que estar enojados, debería haber dicho indignados”, corrige Nicolás Prividera, unos días antes del estreno de su primera película, M, en la competencia latinoamericana del Festival de Mar del Plata. “Es que el enojo es individual; la indignación es colectiva”, aclara, poniendo énfasis sobre una preocupación que, insiste, recorre toda su película: una tensión entre la memoria personal y la reconstrucción de la memoria social, un intento de rearmar –a partir de una biografía incompleta, como muchas– el rompecabezas de la historia política y social argentina contemporánea.
Prividera tenía seis años cuando su madre, Marta Sierra, fue secuestrada en su hogar apenas cinco días después del golpe del 24 de marzo del ’76. Nunca más volvió a tener noticias de su paradero. M es el documental en primera persona en el que Prividera registra la investigación por la que intentó responder por su cuenta algunos de los interrogantes para los que, veinte años después del retorno democrático, todavía no encontraba ninguna respuesta institucional. Tal como muestra en los primeros minutos de la película, el fracaso de la vía institucional es rotundo: la falta de datos en la Conadep, el CELS y la Secretaría de Derechos Humanos es absoluta, así como la imposibilidad de entrecruzar los múltiples testimonios de sobrevivientes recogidos a lo largo de los años –una tarea teóricamente sencilla para un Estado, pero imposible para una persona– lo deja sin pistas.
Decidido a reconstruir de todos modos lo sucedido (los hechos, pero también la red de causas, amistades, compromisos, afectos, silencios y hasta traiciones que tejían lo que era la vida de Marta Sierra por esos años), Prividera comienza a rastrear a los antiguos compañeros de su madre del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA), donde trabajaba al momento de su desaparición. Algunos de ellos eran también sus compañeros de militancia política. Sus testimonios son contradictorios, incompletos, a veces esquivos; de su confrontación va surgiendo un retrato fragmentario de la militancia política de los años ‘70. Y más: a partir del enigma, de ese agujero negro que es el caso Sierra, se van multiplicando las preguntas sobre el peronismo y sobre Montoneros; pero fundamentalmente sobre la percepción social que existía de la militancia treinta años atrás y lo que queda de aquella percepción hoy.
M es un documental en primera persona que prescinde de la voz en off –con la que hubiera corrido el riesgo de volverse declamatorio o sobreexplicativo–, aunque recurre a carteles que rescatan algunas frases significativas encontradas por el camino de su investigación (pronunciadas muchas veces por sus entrevistados) de un modo que remiten al cine de Pino Solanas y en especial a una película clave en aquellos años: La hora de los hornos.
M como cine personal y político: “Para empezar, yo no quería hacer un proyecto solitario”, dice Prividera. “El tránsito al proyecto colectivo que es el cine tenía que ver para mí con que esa historia no era sólo mía, y que tenía sentido investigarla y romperse el alma sólo si tenía un destino público. No quería una película para ver a solas el domingo en mi casa, como una home movie. Tenía que encontrar la conexión entre la historia personal y una historia social. Y el proyecto mismo de la película era una metáfora de esto: ver si encontraba gente a la que realmente le interesara”.
“El germen del proyecto en sí arranca a fines de 2003”, cuenta. “Empezamos a hablar con mi hermano (que tenía apenas dos meses cuando se llevaron a su madre) sobre la posibilidad de iniciar una acción legal. El y yo habíamos crecido con una historia en cierto modo ya cerrada: durante los años de la dictadura se hicieron todas las denuncias habidas y por hacer: hábeas corpus, denuncias internacionales, y luego otra cuando apareció la Conadep. Y como en todas las familias, en cierto modo se cerró el tema, porque ya se hacía imposible mantenerlo abierto, sin respuesta. Mi padre, mi abuela y mi tía hicieron sus investigaciones, e hicieron su cierre. Nosotros sentimos que también teníamos que retomar esa veta judicial por nuestra cuenta. Habíamos dado todos los pasos que pudimos dar, con relación a su momento y a nuestra edad: pasamos brevemente por H.I.J.O.S., fuimos a Antropólogos Forenses a dejar muestras de sangre. Sólo faltaba dar el paso judicial, que iniciamos cuando todavía estaban vigentes las leyes de obediencia debida. Pero incluso hoy las acciones judiciales no dejan de ser testimoniales: es muy difícil llegar a una resolución exhaustiva de cada caso particular; mi caso es una causa satelital de una megacausa, que es la del Primer Cuerpo del Ejército. En las megacausas se toman una serie de casos de referencia y se los juzga como sumatoria de asesinatos. En ese contexto, sentimos que nuestro caso quedaría relegado. Yo había intentado investigar un poco más, tratando de romper las historias que ya conocía, de encontrar otras historias. Como nunca supimos dónde estuvo detenida nuestra madre, la cadena siempre se cortaba hacia adelante. En el camino de la película seguí tratando de avanzar en esa dirección, pero no lo conseguí; aunque lo que apareció fue la historia retroactiva: no lo que pasó después del secuestro pero sí qué había llevado al secuestro, una historia que también había quedado en las sombras, porque mi familia no tenía relación con los compañeros de trabajo de mi madre, y muchos se habían ido del país.”
Algo se activó en Prividera al leer una nota de Cristian Alarcón publicada en Página/12 sobre el ministro de Agricultura de Videla, Jorge Zorreguieta, y los secuestros del INTA. Fue ahí que Prividera encontró por primera vez el nombre de su madre publicado en los medios. Lo mencionaba Jorge Noverazco, un ex compañero de trabajo y de militancia de Sierra en INTA Castelar. “Fue la primera vez que pasaba fuera del círculo familiar”, cuenta Prividera. “Tuve un primer acercamiento con esta persona; volví al INTA por primera vez en 25 años. Fue muy fuerte la experiencia de hablar con el tipo, y de algún modo volví a poner esto en el cajón: sentí que tenía que hacer un paréntesis para darle otro envión definitivo. En la nota había cosas por las que no le pregunté, y partes de esa historia que yo sentía que tenía que encarar de otro modo, tratando de llevar un registro de eso. Pero al tiempo me entero de que esta persona muere. Era joven, pero había quedado mal, con problemas cardíacos, y yo me había quedado sin preguntarle un montón de cosas. Sentí la necesidad de ir a buscar las historias, pero también de llevar un registro, porque la gente no sólo se olvida; la gente también se muere. La biología pesa, por la desmemoria y por la muerte, y esto fue una gran decepción y un gran motor: no tenía que esperar más, este cajón que había dejado abierto era un lugar adonde volver, una historia a seguir desenvolviendo, una esperanza de encontrar algo más. Era algo que venía postergando porque sabía que una vez que lo abrís definitivamente, tenés que hacerte cargo de que ya no queda nada por hacer.”
¿Fue en ese momento que tu investigación se transformó en una película?
–Decidí acompañar la investigación judicial con todo lo que hiciera falta, y tenía que prepararme para, en el caso de no encontrar nada otra vez, por lo menos tener un registro de esa imposibilidad. Paralelamente, ese año vi por primera vez Los rubios, la película de Albertina Carri. En su momento me generó un gran impacto; con los años la vi muchas veces más, y me fui peleando cada vez más con la película. Pero, más allá de mis diferencias políticas con la visión de Carri, lo que aparecía centralmente en Los rubios era la posibilidad de armar una historia con restos; aunque sea la historia de la dificultad de articular una historia.
¿En qué te distanciaste de Los rubios?
–Los rubios rompió en parte el prejuicio de que es un tema del que se ha dicho todo, cierta percepción social de que hay un exceso de circulación de historias, de que ya sabemos todo y que, entonces, ¿para qué seguir insistiendo? Los rubios introdujo una novedad en el tratamiento: mostró que ese hartazgo que había generado el cine sobre la dictadura no se debía a que ya estuviera todo dicho sino a que lo que se venía diciendo había terminado por convertirse en un discurso fosilizado. Los rubios inquietó ese discurso. El problema es que ese cuestionamiento no deja de tener sus propios problemas, a pesar del consenso crítico que tuvo la película en su momento. En un texto que publicó en la revista Punto de Vista, titulado “La apariencia celebrada”, Martín Kohan le hizo una crítica que a mí me parece muy certera: lo que dice Kohan, o al menos ésa es mi lectura, es que de algún modo a Carri no le interesa la Historia. Formalmente construye una película donde no hay una narratividad, no hay historia que contar. Y tal vez no la haya, pero no existe tampoco un esfuerzo de su parte por intentar articular una historia. Y si Albertina no intenta articular esa historia es porque ya la tiene, porque sus padres eran militantes conocidos, y ella creció en un medio en el que esta historia siempre estuvo a mano. En su película aparecen testimonios que ella ha escuchado mil veces, y el hartazgo que muestra es comprensible; es un casete que ella intenta romper. Y el modo que encuentra de romperlo es no prestarle atención. En mi caso particular yo no tenía estos testimonios; era lo que tenía que reconstruir y mi postura tenía que ser otra. El caso de mi madre es el de muchos de los llamados “perejiles”, los militantes de base, mucho más ambiguos e ignorados en todo sentido, pública y privadamente. Son historias mucho menos claras. Creo que mi película les presta una escucha a los testimonios. Lo que no significa que comparta sus puntos de vista sino que con estos testimonios fragmentarios intenta reconstruir la historia, articular una narración.
A pesar de las diferencias señaladas por Prividera, una decisión narrativa básica une a su película con la de Carri: la de contarla en primera persona. En un gesto que tomó prestado de Yo no sé que me han hecho tus ojos, de Sergio Wolf, Prividera aparece muchas veces vestido de impermeable. El recurso tuvo que ver, dice, menos con una referencia al cine noir –que sin embargo existe, aclara– que con un propósito más funcional de neutralizar algunas dificultades de producción; proveer desde el vestuario una cierta continuidad a una investigación que se extendería durante más de un año. “Yo era consciente de que últimamente es una moda poner el cuerpo en el documental”, dice el director. “Al empezar, traté de ver todo lo que se había hecho, cómo aparece el cuerpo en cada película sobre el tema. ¿Es necesario que aparezca? Hay un exceso de subjetividad que a veces está justificado, y a veces no. Y hay un exceso de la voz en off ligado a eso. En un momento planifiqué el uso del off, pero después me di cuenta de que tenía que eliminarla por completo; que la película se tenía que entender narrativamente sin ella, porque es algo ligado a un punto de vista demasiado cerrado. Así como no hay música porque la música siempre te dice lo que tenés que sentir, creo que la voz en off te dice lo que tenés que pensar. Y yo no tenía que decirle al espectador qué pensar, bajar línea sobre los personajes, sino permitir que cada cual fuera armando su propio rompecabezas. Pero yo tenía que estar, porque lo que me contaran los entrevistados me lo iban a estar contando a mí. No a cualquiera sino al hijo de una desaparecida a quien habían conocido, y yo tenía que estar ahí e interactuar. Y porque si se investiga la ausencia de alguien, la presencia del cuerpo de uno está en el lugar de esa ausencia. Algunos de esos compañeros de mi madre ni siquiera me estaban hablando a mí sino que uno es como un médium: te abrazan como si te conocieran, aunque no te ven desde que tenías cinco años; están abrazando esa ausencia.”
¿Qué pasa con la primera persona en las otras películas de hijos de desaparecidos?
–En cada una es diferente: en (h) historias cotidianas (2000), Andrés Habegger cuenta las historias de otros y decide no ponerse en la película. En Papá Iván, María Inés Roqué (hija del montonero Juan Julio Roqué, asesinado por los militares en 1977) habla de su padre; su cuerpo aparece de modo lateral, en escenas de transición, pero no cuando enfrenta a los entrevistados. Y el de Los rubios es el famoso caso del desdoblamiento de Albertina en la actriz Analía Couceyro.
Que tenía un antecedente en Juan, como si nada hubiera sucedido (la película de Carlos Echeverría sobre el único desaparecido de Bariloche).
–Para mí ésa es la gran película de la dictadura. La tuve mucho en la cabeza: Echeverría hizo una construcción walshiana; hay un investigador que hace otro desdoblamiento, menos ficcional, porque el actor participa en las entrevistas.
Hay otra filiación cinéfila evidente en M: El Ciudadano, de Orson Welles. “Es una referencia inevitable cuando uno rastrea la vida de alguien o trata de investigar cierto misterio. Inevitablemente aparecen los relatos contrapuestos”, explica el director. En M, los testimonios de quienes conocieron a su madre, trabajaron y/o militaron junto a ella, se cruzan a veces en abierta contradicción, creando un rompecabezas que no permite terminar de dilucidar en qué nivel intervenía su madre en Montoneros, y qué tan abiertamente se conocía su activismo político entre quienes la trataban de manera cotidiana. Las contradicciones, que a veces quedan comentadas a través de un silencio que se prolonga en medio de una entrevista, y otras veces son directamente subrayadas por el montaje, abren uno de los interrogantes principales de esta investigación: el de la memoria. “Hay distintos tipos de olvido: así como no hay una sola forma de recordar, no hay una sola forma de olvidar”, reflexiona Prividera. “Hay olvidos voluntarios, por así decirlo, pero no creo que haya ningún olvido en la película que constituya directamente una mentira. Sí creo que muchos han hecho un gran trabajo por olvidar, como es necesario olvidar una experiencia traumática. Hay un derecho al olvido, pero creo que puede ejercerse una vez que hemos recordado todo lo que era necesario recordar para poder seguir adelante con nuestra vida. Yo trato de no juzgar estos olvidos en la película; que cada uno los interprete a su manera. Es algo sobre lo que yo no puedo dar una respuesta, simplemente hago aparecer el problema. Lo que hay que ver es quién olvida y qué, y en qué contexto. Y cómo recuerda el que recuerda.”
A medida que avanza el relato de la investigación, es posible ir encontrando los múltiples sentidos que confluyen en el título. En principio, su carácter enigmático: una letra sola, que lleva a pensar en algo que falta, en ausencia. Y una inicial: la de mamá, la de Marta, la de otras palabras de fuertes resonancias en el contexto de esta historia (memoria, muerte) y, fundamentalmente, la de la agrupación con la cual estuvo vinculada, no se sabe exactamente con qué nivel de participación, Sierra. Así se lee en un e-mail que Prividera pone en pantalla en la película, y así lo confirma su director: “M es Montoneros. Era uno de los modos en que se llamaba a la organización, así como al ERP se le decía La R, o se hablaba de La Orga, de los Monto”.
Esa única letra puede remitir también a un clásico del cine alemán, la película homónima de Fritz Lang, a veces subtitulada “El vampiro negro” y que, estrenada originalmente en 1931, fue objeto de más de una lectura que la señaló como un presagio de la oscuridad por venir en la realidad sociopolítica alemana de esos años. “Tal vez sea a lo último que refiera la M de mi película –dice Prividera–, pero sí creo que es la gran película del período alemán de Lang. Por un lado es su primera película coral, no hay un protagonista. Su protagonista es la ciudad, o la comunidad: en ese sentido es también la película más brechtiana de Lang, porque el monstruo termina siendo mucho menos el asesino serial que interpreta Peter Lorre, que esa comunidad que finalmente sale a lincharlo. La paradoja brechtiana es que uno casi termina sintiendo pena por ese asesino de niñas. Lo que dice Lang es que el monstruo está presente en todos. Etimológicamente es aquello que se sale de lo normal, pero en realidad el monstruo es el tipo más normal del mundo, o lo que esconde la aparente normalidad. Lo que puede esconder el Estado, o una organización armada. De lo que se trata no es de señalar un monstruo para quedarse tranquilo, sabiendo que uno está afuera de esa monstruosidad, sino que el monstruo es el estado de una sociedad en un momento determinado. El mal es permeable a todos, no hay que poner el monstruo en nadie en particular.”
¿No creés que por decir esto te pueden acusar de estar apelando a la teoría de los dos demonios?
–Yo creo que la teoría de los dos demonios terminó siendo un fantasma que evita un debate, y hay que salir de eso. Obviamente, el Estado terrorista no se puede igualar a ningún otro proceso de violencia, pero eso no puede obturar la necesidad de revisar la historia y el recurso de la violencia, o el modo en que lo político se lo comió todo y cómo luego lo militar se devoró lo político; la discusión sobre cómo se militarizaron las organizaciones, incluido el uso de uniformes, grados y jerarquías en Montoneros. No creo que una película pueda cambiar nada; pero en el mejor de los casos sí abrir el debate. Hay muchas preguntas que sólo están planteadas como preguntas de café, y que es necesario que se planteen públicamente. Hay muchos discursos de la izquierda que son bastante reaccionarios. No hay que obturar la crítica: alguien que tomó el riesgo de poner el cuerpo en aquella época, con más razón tiene que asumir ahora el riesgo de la crítica. Marx dice: “El arma de la crítica no puede sustituir a la crítica de las armas”. La frase fue tomada demasiado literalmente en los ‘70, y habría que volver a invertirla: las armas nunca pueden sustituir a la crítica.
Tu película expone, en especial en algunas escenas hacia el final, la incapacidad de muchos ex militantes por elaborar un discurso que ponga en perspectiva su propia militancia de los años ’70.
–No voy a generalizar ni establecer una tipología del ex militante, pero hay militantes que repiten el discurso de aquellos años de un modo fosilizado. Hay una forma discursiva que repite los ‘70; están los que reniegan de la historia y no pueden dar cuenta de aquello que fueron, y hay otros que tienen una incapacidad para revisar esa historia. Y están aquellos militantes que, sin renegar de su historia, pueden tener una mirada crítica y hacerse cargo de todo lo que pasó en este tiempo, tiempo que tuvieron para reflexionar sobre su historia en función también de lo que fue pasando después. Pero, en general, cada uno verá lo que quiera ver, según una postura previa; por eso hay muchos debates que no son reales: porque se defienden posiciones y no ideas. Y no estoy hablando de la izquierda y la derecha sino de posturas encontradas dentro del mismo campo progresista. Pero así como uno no puede reprocharles a los sobrevivientes haber sobrevivido –ni interrogar a los muertos, porque no pueden responder–, sí se les puede reclamar a los que quedaron que revisen su propia historia críticamente. Sé que algunos nos reclamarán a nosotros por criticar el proyecto de otra generación sin articular un proyecto propio. Sé que es un reclamo que le pueden hacer a mi película, pero también creo que es una primera parte: primero es necesario hacer una revisión; hay un debate que todavía no se ha terminado de dar, cosas que no están habladas.
Tu hermano aparece al principio en la película; pero eventualmente va retirándose...
–Mantuve la participación de mi hermano para mostrar que no todos los familiares de desaparecidos tienen la misma postura, ni siquiera dos personas que tienen más o menos la misma historia. Como él mismo lo indica, la película es mía, pero sí compartimos la presentación judicial.
¿Y el resto de tu familia? Viendo la película es imposible no pensar en la ausencia de tu padre.
–Mi familia tenía una visión muy conservadora de la militancia en los ‘70. Tengo la impresión de que mi madre, como muchos en su generación, se rebeló de modo visceral contra el autoritarismo en el que habían crecido, encarnado familiarmente en el antiperonismo de sus padres. El peronismo, que funcionaba para los hijos de obreros como “mito de la edad dorada”, para los hijos de la clase media o alta era el “hecho maldito” con que jugaban a asustar a sus burgueses progenitores con irreverencia plebeya. Ninguno, ni padres ni hijos, entendió bien de qué iba el peronismo, y ese malentendido histórico está en la raíz, aunque no sea la causa, de la tragedia de los ’70. Mi madre llegó a la política tarde, de la mano de ese peronismo reciclado, cosa que generaba también tensión en su propia familia, ya que mi padre no militaba, no sólo porque no simpatizara con el peronismo (era unos años mayor que ella, que tampoco era ya tan joven, y había llegado a vivir el segundo gobierno de Perón como estudiante universitario) sino porque tampoco creía que el peronismo pudiera ser “revolucionario”. Otra de las discusiones de esa época, en las que mi padre sí participaba, como tantos, desde las mesas de café.
Uno de los entrevistados sugiere que quizá tu madre fue entregada por el marido de su hermana.
–En lo personal yo no creo que haya sido así, pero mi tío murió hace mucho, no se puede hablar con él. Y de todas maneras, en una de ésas es algo que no debería haber quedado en la película, porque quería evitar que la investigación pareciera la búsqueda de un culpable. Porque M habla de la culpa colectiva. El asesino, como en M de Lang, es la sociedad. Buscar a un culpable es un modo de lavarse las manos. No porque no haya culpables; por supuesto que hay distintos niveles de responsabilidad. Pero lo que importa es la idea de la culpa colectiva.
En un texto escrito recientemente para la presentación de su película, Prividera insiste en la importancia de que su punto de vista “trascendiera la pura subjetividad doliente”. Pero, ¿en dónde queda el dolor personal después de M? “En su libro del año pasado, Otros mundos (un ensayo sobre el nuevo cine argentino), Gonzalo Aguilar defiende a Carri contra el artículo de Kohan. Dice que las películas de los hijos de desaparecidos son un intento de hacer un duelo, y que Carri lo logra, porque consigue un grupo de pertenencia para filmar películas. Puedo estar de acuerdo en que las películas pueden ser un intento más de lograr un duelo, pero no creo que Carri haya logrado una resolución cinematográfica. Y es por eso que en mi película un cartel indica Epílogos y no un epílogo: porque hay un intento de cierre, pero no creo que poner una placa con los nombres de los desaparecidos, ni en el INTA, como se ve en la película, ni en ninguna parte, sea cerrar nada. Sí es cierto que hay algo de duelo, que es por definición algo simbólico, público, y que tiene que ver, frente a la imposibilidad de tener una tumba, con tener algo que represente la tumba. Tiene un valor porque se propone como objeto público, devuelve el lugar personal a una instancia de debate público, a la necesidad de hablar de un tema. Es algo que hay en los hijos, con relación a otras generaciones, y a las propias familias de los desaparecidos que echaron un manto, que adoptaron el silencio tras el terror. Los chicos que crecieron en ese contexto tomaron el mandato contrario; los H.I.J.O.S. dieron como respuesta a ese silencio todo lo contrario, la necesidad de hablar. Cada uno hace su duelo como puede. Se hace una especie de duelo sustituto, vicario, al intentar saber más, seguir revolviendo este cajón, dejarlo abierto para que siempre quede algo por descubrir, por investigar. Puede que hacer M sea mi duelo simbólico más importante. Siento que sé mucho más que cuando empecé a hacerla. Pero ahora resta que la película llegue al público, ver si sirve para ayudar a activar el debate. Si puede funcionar como objeto, separado de mí.”
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