PáGINA 3
El color del dinero
Por Alan Pauls
Warhol vive. A quince años de su muerte –una coproducción entre un postoperatorio desafortunado y una enfermera coreana particularmente distraída llamada Min Chou–, el Rey del Pop, más en forma que nunca, se dedica a eclipsar a sus colegas vivos con una carrera póstuma que ni sus groupies más incondicionales se habrían atrevido a profetizar. En junio del año pasado, Sillita Eléctrica, una pequeña (55 por 70 cm) obra rosada de la serie “Desastre”, de 1964, batió todas las marcas de la sede londinense de Sotheby’s al venderse ante una multitud estupefacta en 2,3 millones de dólares (el precio de base estipulado en el catálogo oscilaba entre los 430 y los 575 mil dólares). En noviembre, otra Silla, en este caso amarilla, alcanzó la misma cotización en un remate en Nueva York y demostró que el éxito obtenido por su hermana de serie, antes que un espejismo excepcional, era la ratificación del furor alcista que los entendidos hacían debutar en 1998, con la venta de la Marilyn Naranja en 17,3 millones de dólares.
De acuerdo con Tyler Maroney, de la revista Art Press, los precios de Warhol han subido más que los de cualquier otro artista, vivo o muerto. La dealer Susan Sheenan sostiene que los mismos dibujos de la serie Zapato (circa 50) por los que hace tres años consiguió entre cinco y doce mil dólares hoy le reportarían entre 75 y 125 mil; en noviembre, Sotheby’s Nueva York vendió un retrato polaroid blanco y negro de Dennis Hopper en tres mil quinientos dólares, pero hay piezas de la serie –suerte de Hall of Fame que, de Truman Capote a Muhammad Ali, inmortalizó a un vasto arco de celebridades– que ya rozan los nueve mil, indiferentes al deterioro material que las afecta. Pero el boom Warhol no se reduce a esta vertiginosa cabalgata inflacionaria. Según Thomas Sokolowski, director del Museo Warhol de Pittsburgh, desde la muerte del artista el mundo no demostraba tanto interés en su obra. Una prueba es el enjambre de exposiciones que ahora zumban sobre el planeta: una retrospectiva organizada por el Museo Warhol y el Departamento de Estado norteamericano que deambula por el Este europeo, una muestra de fotos en Zurich, otra de la serie Zapato en la Susan Sheehan Gallery de Nueva York, la revisión de la obra de los años 80 que la Galería Gagosian prepara para los próximos meses, más las casi cuatro decenas de exhibiciones y préstamos de los que se ocupó el Museo Warhol a lo largo del año pasado. Y hay más: toda la filmografía de Warhol está en proceso de restauración, la revista October –una de las publicaciones de teoría y crítica cultural más sólidas de la izquierda académica norteamericana– le dedicó su número de noviembre, Phaidon Press está a punto de publicar el primero de los seis tomos de su catálogo razonado. Y, entre junio y agosto de este año, saldrá a la venta una estampilla con un autorretrato de 1964 y, a modo de epígrafe, una de sus declaraciones de principios más famosas: “Si quieren saberlo todo sobre Andy Warhol, simplemente observen la superficie de mis cuadros y de mis películas y mi propia superficie. Ahí me encontrarán. Ahí estoy. Atrás no hay nada”.
Cifras, cifras, cifras. Más allá del efecto multiplicador que la muerte de un artista célebre suele ejercer sobre su obra, ¿no es la economía el lenguaje en el que Warhol ya en vida nadaba como pez en el agua? Pat Hackett, que fue su asistente, su escriba y el editor de sus Diarios, dice que Warhol, tacaño célebre, militante de la inexpresividad, era en verdad un artista de la exageración. Siempre exageraba las cantidades. Multiplicaba las cifras, las medidas, las alturas. Un comprimido de Halcion eran tres; diez copias de un original cien; tres amantes veinte; dos botellas diez. La única razón de ser de una cifra era su posibilidad de incremento. “18” era el número que usaba para dar idea de multiplicidad o de abundancia. Decía, por ejemplo: “Esta noche tengo 18 fiestas”. La cantidad era su elemento y su material, su horizonte y, acaso, su pasión, la única por la que estaba dispuesto a dejarse consumir. De ahí su famosa confesión: “Quiero ser una máquina”, que reúne en un solo ideal la vocación prolífica, el aniquilamiento de la intención y el delirio de una serialización sin límites. Pintor, artista conceptual, fotógrafo, cineasta, performer, escritor, Warhol confesó más de una vez que su ambición era emular, y en lo posible destronar, la pasmosa exuberancia artística de Picasso. “Quiero hacer más arte que Picasso”, decía. Y para hacer más, Warhol hizo lo único que Picasso no sabía hacer: hacer menos, restar. Desvitalizó el arte, desmanualizó la pintura, desinspiró la práctica creativa. Al artista picassiano, ese fauno pulsional, lleno de personalidad y de estilo, opuso su propio modelo de artista: el neutro, el sedado, el insípido: el artista-pura-superficie.
Warhol saldó, también, la deuda que había dejado impaga otro fanático de las cifras, Salvador Dalí. Que Breton lo llamara Avida Dollars no hace sino confirmar su fracaso: Dalí –un tacaño no menos famoso que Warhol– sólo llegó a hacer dinero con el arte; Warhol, en cambio, hizo arte con el dinero: elevó la lógica monetaria –emisión, cantidad, reproducción, inflación– a la categoría de principio artístico. No en vano los Diarios, que registran día a día once años (1976-1987) de la vida del artista, nacieron como un registro contable, un inventario descarnado de sus gastos personales, desde los más onerosos (“Entradas para ver Mame con Jon y Cornelia: $120”) hasta los más insignificantes (las monedas de 10 centavos que usaba para hablar por teléfono público), pensado originalmente no para sí, ni para Pat Hackett –que transcribía y dactilografiaba todos los días el parte financiero–, ni para la posteridad, sino para los únicos lectores que consideraba a la altura de su genio anónimo, automático y maquinal: los sabuesos del fisco.