PLASTICA
Breve historia ilustrada del pánico
Detrás de Douglas Vinci, el personaje radial que solía acompañar a Lalo Mir y a Bobby Flores -.en estos días se lo puede escuchar en “Animal de radio”, todas las tardes a las 19 por la Rock & Pop-., se esconde el artista plástico Carlos Masoch (1953), un nativo de Villa Crespo acostumbrado a combinar la muerte y el juego desde los tiempos de su infancia, cuando las carrozas fúnebres que iban a la Chacarita interrumpían los fulbitos callejeros. El bar y galería Beckett, de Palermo Viejo, presenta una exposición inquietante de este fenómeno de doble faz.
Por Fabián Lebenglik
Obsesionado con una niñez y adolescencia kafkianas en Villa Crespo, el club Atlanta y Chacarita, cuando Masoch jugaba al fútbol con sus amigos continuamente la muerte interrumpía el juego, porque debían suspender el partido para darle paso a un cortejo fúnebre que trasladaba lentamente al muerto y a sus deudos hasta el cementerio.
Ese clima de suspensión expectante, de inmovilidad ante lo inevitable, es el que domina la pintura crepuscular, intencionadamente anacrónica de Masoch. Su gusto por la pintura flamenca y renacentista lo vuelve un pintor retro. Y ese gusto por las formas consagradas y la historia del arte funciona como la puesta en escena de una mirada retrospectiva y autobiográfica. Esa búsqueda de la forma que, como escribía Gombrowicz, todo lo amolda, todo lo pervierte, todo lo trastrueca, todo lo fuerza. Los personajes de las pinturas de Masoch son invariablemente fóbicos, patológicamente tímidos, y siempre se ocultan detrás de algún objeto emblemático. Ese pánico figura un mundo cercano a la adolescencia, fijando ese territorio indefinido que no es nada pero puede ser todo. Rostros y cabezas aparecen casi siempre obturados por una columna de humo o vapor, pero también por otros elementos que, por absurdos, se vuelven simbólicos: un acordeón o un velero de juguete (que en la vela tiene inscripto el número 76, esa mala cosecha de la historia argentina).
El placer del encierro
Como contrapartida de la persona del artista -.Masoch es movedizo, inquieto, ansioso, algo así como un personaje trágico forzado a actuar en un paso de comedia-., sus cuadros evocan la más completa inmovilidad, la interrupción absoluta, enmarcada en espacios austeros y despojados, siempre teatrales. Hay una constante obsesión por la pintura como una práctica inevitablemente autorreferencial, como una cita perpetua de la consabida historia del arte, pero al mismo tiempo como escenario de la historia argentina, en especial de esa historia escolar que nos contaron como una fábula adaptada por el Reader’s Digest. Allí también se juega la historia personal, la autobiografía en clave, la historia social, la familiar. Esa superposición de historias simultáneas se condensa en rara estática en la pintura de Masoch. Todo está evocado en un contexto que el pintor presenta como teatral, con escenarios y telones, decorados y escenografías. A veces porque estos elementos están directamente pintados en el cuadro, a veces porque coloca en la escena elementos del teatro clásico.
Esa teatralidad es también la del encierro. Todo sucede entre paredes en la obra de Masoch. Sus pinturas -.no sólo las de esta exposición-. oscilan siempre entre la claustrofobia y la agorafobia. Son asociaciones de pánicos varios que se combinan con secretos placeres. El placer/temor al encierro, a los lugares abiertos, a la sexualidad y a las multitudes. Los personajes, más que vestidos, están uniformados con prendas que mezclan la estética del pijama con el atuendo carcelario. Y viven su pánico en público: son escarnecidos porque padecen sus fobias inconfesables ante la mirada de otros y eso también provoca una resaca placentera.
Todos los humos el humo
Un personaje sostiene una pequeña fogata en sus manos, sentado sobre un cubo circense, mientras el humo le tapa la cara y de fondo se ve un bosque, pero no un bosque “auténtico”, sino una tela pintada con los motivos del bosque. Los bosques frondosos de las pinturas de Masoch son inaccesibles, bien porque son telones pintados, pinturas dentro de pinturas; bien porque son tramas profundas y misteriosas que están a espaldas de los personajes. En cuanto a la recurrente edad escolar, remite a la regimentación, al mundo de la norma y la ley, del saber compendiadoen un manual. En este sentido, la pintura de Masoch es también un manual de psicología básica sobre las fobias y temores que se inician en la adolescencia: personajes obsesionados por la culpa, la vergüenza, el oprobio, sufren teatralmente, solitarios, ante una audiencia.
Alternativa o simultáneamente hay un repertorio de elementos simbólicos que se repiten desde siempre en la obra de Masoch. Y ese repertorio de elementos, por su repetición y protagonismo, se vuelven determinantes.
En esta nueva serie, el humo es central. Sea de volcanes, de fogatas, de incendios, un humo denso siempre atraviesa el centro de la tela, como vestigio de una combustión en pequeña escala. ¿Señales de humo? No cabe duda de que los cuadros de Masoch son también cuadros de situación: con personajes paralizados, iconos y monumentos de la historia como el Cabildo, que siempre reaparece como souvenir escolar y como representación paródica de una historia trunca. Pero el Cabildo es un monumento mutilado, así como la historia argentina sería para Masoch el relato de una mutilación o la evocación de una llama votiva y perpetua, de la que emana un humo enceguecedor que obtura e inmoviliza.
Un paso más acá del presente
Esta exposición se abre con un conjunto de obras redondas, pequeñas: tres retratos infantiles que se tapan los ojos, los oídos y la boca. Los sentidos obstruidos transforman a estos personajes en testigos inermes, ciegos, sordos y mudos. Es indudable, como recuerda Jorge Fondebrider en uno de los textos de presentación de la muestra, que la pintura de Masoch homenajea a la de Delvaux, Magritte y Balthus: el Delvaux cuyos personajes estaban en estado de ensoñación, eran pintados en escenarios incongruentes e intemporales; el Balthus de interiores claustrofóbicos donde el foco estaba puesto en la ambigüedad de la adolescencia; el Magritte de la obsesión por una cotidianidad enrarecida e inapropiada, y por el tema de la pintura dentro de la pintura. En los tres pintores, con distintas gradaciones, asoma también el peso del erotismo, que en el caso de Masoch está presente de un modo muy encubierto y oblicuo: por sustitución, por ausencia, por negación.
Pero buscando referentes más acá, en estas pampas, la pintura de Masoch exhibe aires de familia con las acuarelas de Fermín Eguía, tanto con sus retorcidos interiores como con los paisajes del Tigre, tan serenos como perversos. Hay una genealogía argentina del tardosurrealismo, del anacronismo de ciertas traducciones y metamorfosis de la historia de la pintura europea. Desde un surrealismo metafísico hasta un realismo fantástico y perverso, la inmovilidad de las pinturas de Masoch remite a una vida interrumpida e interferida por el sueño, el recuerdo, la pesadilla y el presente ominoso. La parálisis de sus personajes es parsimoniosa hasta la exasperación: esos jóvenes vestidos en pijama o en traje de presos expresan una quietud aterrorizada ante el presente y parecen reproducir el abúlico laconismo de Bartleby, porque preferirían no hacer lo que hay que hacer. Y mantenerse en esa quietud densa, de pura expectativa y pura suspensión.
Obras recientes de Carlos Masoch, en Beckett, El Salvador 4968, todos los días, de 10 a 20, hasta el 12 de abril.