Domingo, 29 de mayo de 2005 | Hoy
PáGINA 3
Yo diría que Sartre, pese a la indiscutible fuerza de su pensamiento, su talento y su personalidad, sigue siendo el hombre que hizo descarrilar el existencialismo y lo sacó de circulación. Esto puede deberse en parte a la distancia que mantuvo respecto del pensamiento de Heidegger, que pasó toda su vida activa trabajando afanosamente en socavar los puntos de apoyo de la filosofía, precisamente allí, en la grieta entre el Ser y el Devenir. Me animaría incluso a sugerir que lo que Heidegger buscaba era una conexión viable entre lo humano y lo divino que no enardeciera demasiado irreparablemente a los mandarines alemanes en vigencia en la era poshitleriana, que no tenían ningún apuro por perdonarle su pasado y difícilmente iban a estimular su propensión a lo irracional.
Pero Sartre se sentía cómodo en el ateísmo, aun cuando carecía de fundamentos donde plantar sus pies filosóficos. Al diablo con eso: no los necesitaba. Estaba preparado para sobrevivir en el aire. Estaba dispuesto a decir: Somos franceses, pensamos, podemos vivir con el absurdo sin pedir a cambio ninguna recompensa. Y eso se debe a que somos lo suficientemente nobles para vivir con el vacío y lo suficientemente fuertes para elegir un camino por el cual estamos incluso dispuestos a morir. Y todo eso lo haremos desafiando abiertamente el hecho de que, en efecto, no tenemos dónde estar parados. No buscamos un Más Allá.
Era una actitud; era una postura orgullosa, como vivir con el propio pensamiento en un espacio sin forma, pero privaba al existencialismo de la posibilidad de emprender exploraciones más interesantes. Porque el ateísmo, en materia de filosofía, es una empresa estéril. (¡Pensemos sólo en el positivismo lógico!) El ateísmo puede contender con la ética (como Sartre supo hacerlo alguna vez con máxima brillantez), pero en materia de metafísica termina en un callejón sin salida. A un filósofo, después de todo, le resulta casi imposible explorar cómo es que estamos aquí sin acariciar alguna idea de lo que puede haber sido una fuerza previa. Si la existencia nació ex nihilo, lo que se sofoca es la especulación cósmica. En el caso de Sartre, la cosa es peor: la existencia nació sin dar pista alguna que indique si estamos aquí con un fin bueno o si no hay razón alguna que nos justifique.
Y al mismo tiempo, Sartre tenía un endemoniado talento filosófico. Podía funcionar con precisión en los niveles más altos de cada una de las estructuras lógicas que desplegaba. ¡Si al menos no hubiera sido existencialista!
Porque un existencialista que no cree en algún tipo de Otro es como un ingeniero que diseña un automóvil que no requiere conductor ni acepta pasajeros. Para que el existencialismo florezca (para que se desarrolle a través de una serie de nuevos filósofos que construyan a partir de premisas anteriores), necesita un Dios que no se confíe en el fin más de lo que nos confiamos nosotros; un Dios que sea un artista, no un legislador; un Dios que padezca las incertidumbres de la existencia; un Dios que viva sin ninguna de las garantías preestablecidas que presiden como un íncubo la teología formal y su flatulenta afirmación de un Ser que es Todo Bondad y Todopoderoso. ¡Todo Bondad y Todopoderoso: qué oxímoron gargantesco! Un Dios así, sin duda, dejaría desamparado a cualquier teólogo que quisiera explicar un terremoto. Ante la ira de un tsunami, lo único que sería capaz de hacer es tirarse un pedo. La idea de un Dios existencial, un Creador que en términos artísticos, quizás hizo lo mejor que pudo, pero pecó acaso de negligente a la hora de diseñar las placas tectónicas, ese Dios no está dentro de su horizonte.
Sartre era ajeno a la posibilidad de que el existencialismo prosperara si aceptaba que tenemos un Dios, en efecto, y que cualesquiera sean sus dimensiones cósmicas (no importa cuán grande o pequeño aceptemos que sea), ese Dios encarna algunas de nuestras fallas, nuestras ambiciones, nuestros talentos y nuestra melancolía. Porque el fin no está escrito. Y si lo está, no hay lugar para el existencialismo. Pero fundemos nuestras creencias en el hecho de nuestra existencia y no nos costará demasiado aceptar que no somos sólo individuos sino acaso parte vital de un fenómeno más amplio que va en busca de alguna visión de la vida más sutil que la que se desprende de nuestra condición humana actual. Se podrá argumentar que no hay razón para que esta idea no esté más cerca del ser real de nuestras vidas de lo que lo está cualquier cosa que puedan ofrecernos los teólogos oximorónicos. Ciertamente es mucho más razonable que la idea de Sartre según la cual, pese a su deseo apasionado de una sociedad mejor, estamos aquí independientemente de que lo queramos o no, y que tenemos que arreglárnosla lo mejor posible con esa nada endémica instalada sobre la eterna falta de fundamento. Sartre era realmente un escritor de dimensiones mayores, pero también era un verdugo filosófico. Guillotinó al existencialismo justo cuando más necesitábamos oír su grito, el alarido bárbaro que nos dice que hay algo en común entre Dios y todos nosotros. Como Dios, somos artistas imperfectos que hacemos lo mejor que podemos. Podemos tener éxito o fracasar, exactamente igual que Dios. Ésa es la tonada implícita, si no latente, del existencialismo. Haríamos bien en volver a vivir con los Griegos, volver a vivir con la esperanza de que el fin permanece abierto, pero que la tragedia humana tal vez sea nuestro fin.
Las grandes esperanzas no tienen fundamento real a menos que uno esté dispuesto a hacer frente al destino que quizá también esté en camino. Esos son los polos de nuestra existencia, y lo fueron desde el primer instante del Big Bang. Puede que algo inmenso esté removiéndose ahora, pero para conocerlo, haremos mejor en alentar la esperanza de que la vida no nos suministrará las respuestas que tanto necesitamos, pero nos ofrecerá el privilegio de mejorar nuestras preguntas. No será el absolutismo moral sino el relativismo teológico lo que haremos bien en explorar si tenemos verdadera necesidad de un Dios con el cual podamos comprometer nuestras vidas.
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