Domingo, 29 de mayo de 2005 | Hoy
AUTOMOVILISMO > LAS MEJORES ANéCDOTAS
Tramposos, compadritos, supersticiosos, indecisos, suertudos... todo tipo de campeones y ases del volante desfilan por Fierro líquido (Ed. El Arco), el flamante libro en el que Pablo Vignone reúne cien grandes anécdotas del automovilismo, desde los tiempos de los Ford T y el viejo TC hasta Schumacher y el Rally. A continuación, algunas de las mejores.
Por Pablo Vignone
Si el automovilismo es el segundo deporte en popularidad en la Argentina, esa condición se debe en gran medida al arraigo generado en el público, transmitido de generación en generación, durante la época dorada del Turismo Carretera, en los ‘40 y en los ‘50. Esa incorporación del mito TC a la cultura popular fue posible en gran medida gracias a la radio, un medio extraordinario para relatar las hazañas de los ases, narraciones no siempre ajustadas al estricto marco de la precisión, primorosamente dotadas de la ingenuidad de la época (como cuando don Pedro Fiore, el mismo periodista que acuñó el mote de “El Aguilucho” para Oscar Gálvez, dijo lo más campante “Los promedios caen, amigos, porque los coches viajan más despacio...”). Pero sostenido el discurso con relatos que, durante horas y horas y casi siempre sin demasiada información, hacían volar la imaginación de tantos fanáticos, hasta fundar el mito que perdura hasta hoy.
El gran fundador fue don Luis Elías Sojit. Idolatrado como denostado, tanto por su verba incorregible como por los logros técnicos de sus transmisiones, circulan de Luis Elías decenas de anécdotas, la mayoría muy difundidas. Que Sojit hablaba mucho lo prueba el siguiente diálogo:
–Me hubieras dado a transmitir el polo a mí –le dijo Sojit a don Francisco Borgonovo, excepcional dirigente deportivo de los ‘50–. Yo le hubiera dado vida...
–Sí, ya sé –contestó Borgonovo–. Vos habrías hecho hablar a los caballos...
Si sus historias son más o menos conocidas, ésta, que contó alguna vez Alfredo Parga, no lo es tanto. Sojit comandaba la transmisión desde estudios centrales, y en el avión que seguía el Gran Premio de 1947 desde el aire estaba instalado su hermano, Manuel Sojit, más conocido como “Corner”. Este relataba bien el boxeo, pero no era tan ducho en automovilismo y estaba haciendo una pálida descripción de lo que veía mientras surcaba el cielo del Chaco. Luis Elías, para ponerle más énfasis a la transmisión, lo cortó en seco:
–Pero dígame, Corner, usted no puede describirnos las riquezas del lugar, por ejemplo, ¿hay algodón?
–Sí, Luis Elías –contestó el relator–, algodón debe haber porque justo estamos sobrevolando una farmacia...
Julio de 1951. Juan Manuel Fangio era candidato lógico a ganar el Mundial, pero en los dos años y medio que llevaba corriendo en Europa jamás había pisado Nurburgring, el sinuoso y mortífero circuito alemán de más de 22 kilómetros de extensión, cuya cantidad de curvas (¿174?, ¿176?) aún se discute en foros internacionales.
Así que el Chueco llegó al temido circuito un día y medio antes del primer entrenamiento oficial. En aquella época, dos hoteles frecuentaban los pilotos cuando corrían en el Nurburgring: el Sport Hotel, detrás de las tribunas, y el Eifeler Hof, en Adenau, el pueblito más cercano a los boxes. Fangio sabía muy bien lo que quería.
–Buenas noches, quisiera una habitación aquí –pidió, con ayuda de un intérprete. Frente al circuito, el argentino dispondría de un día entero para reconocer el trazado.
Muy cordialmente, se le explicó que el equipo Alfa Romeo, para el que Fangio corría, había reservado cuartos para todos sus pilotos en el Eifeler Hof, y que lo más lógico sería que el balcarceño se trasladara hasta Adenau.
A lo que Fangio, lacónicamente, contestó:
–Yo manejo para la Alfa Romeo, pero no duermo para la Alfa Romeo. Me quedo aquí.Y se quedó. Punteaba el Grand Prix de Alemania cuando lo traicionó la caja en una detención en boxes.
Nunca tan sorprendente un caso como el del escocés Jim Clark, dos veces campeón del mundo en 1963 y 1965. Extremadamente determinado en su vida profesional, pasaba todo el día comiéndose las uñas y en su vida cotidiana era terriblemente indeciso.
“Vivíamos en un departamento en Londres al que llamábamos La Embajada Escocesa –rememoró una vez Jackie Stewart los entrañables ‘60–, y cuando armábamos un programa para cenar afuera y después ir al cine, Jimmy era tan indeciso respecto de qué restaurante elegir, que siempre llegábamos tarde a la película. Lo peor fue una vez que viajábamos en un coche alquilado rumbo a Sebring, para las 12 Horas. Llegamos a un cruce ferroviario. Jimmy paró. No se veía nada en cinco millas a la redonda. No venía nadie, ni se veía nada. Pero Jimmy preguntó: ‘¿Qué hacemos? ¿Cruzamos?’.”
Por esa época, retornando a Escocia, había tenido un accidente: había seguido de largo en una bifurcación y estrellado su auto contra los árboles en el medio. El seguro se encargó. A los pocos meses, cuando el incidente se repitió, la similitud llamó la atención. Le preguntaron qué había pasado. Clark se sonrojó como un niño atrapado en una travesura. “Iba tan relajado que cuando llegué a la bifurcación no pude decidir si tenía que doblar hacia la izquierda o hacia la derecha. Cuando lo decidí, estaba en medio de los árboles.”
Dos veces.
Si todavía hoy, ya entrado el siglo XXI, continúa pareciéndonos una fantástica odisea viajar en auto a Caracas, ¿qué no sería en 1948 cuando el Automóvil Club Argentino decidió que ir hasta Nueva York era excesivo (además de políticamente incorrecto) y hachó el recorrido conduciendo su carrera “solamente” hacia la capital venezolana? La Buenos Aires-Caracas no es sólo la carrera más famosa del TC sino también su prueba de autenticidad, el sello de la insignificancia de los hombres y máquinas frente al desafío, y de su extrema grandeza al concretarlo.
De “la Caracas” se conocen casi todas las historias; sin embargo, quedan algunas menos públicas, como la de Salvador Ataguile, que para reunir el dinero necesario para competir hipotecó su panadería de Guaymallén, en Mendoza, o la que sigue: A Américo Giménez, piloto del Ford nº 60, le costaba mucho avanzar en la carrera, reparaban cómo podían al final de cada etapa, con enorme esfuerzo, antes de buscarse un lugar dónde dormir... A Lima, en la sexta etapa, había más de mil kilómetros de un tirón... El Automóvil Club peruano había dispuesto unos puestos de reabastecimiento a mitad de camino, y a uno de ellos llegó el Forcito de Giménez, con sus agotados tripulantes, que habían salido al camino a las 8 de la mañana.
–¡Nafta, por favor! –pidió el piloto.
–¿Nafta? No tenemos...
–¿Cómo que no tienen? –Giménez perdió la compostura, después de manejar muchas horas, sintiendo que tanto esfuerzo se disolvía inútilmente– ¡Cómo no van a tener nafta, la puta!
Su acompañante, Luis Tollerutti, se había bajado también y, quizás menos agotado que el piloto, tuvo un rapto de lucidez.
–Nafta no, pero, ¿gasolina?, ¿tienen gasolina?
–Sí –replicaron sonrientes los asistentes–. De esa tenemos toda la que pida...
Seguramente que no ha habido en el automovilismo un rey de la mala suerte como Chris Amon. Piloto finísimo y muy veloz, el neocelandés, sin embargo, jamás pudo ganar una carrera por el Campeonato del Mundo de Fórmula 1. Jamás. Siempre le sucedía algo insólito cuando estaba a punto de hacerlo: faltando dos vueltas para ganar un Grand Prix de Italia, en Monza, quiso limpiarse la visera del casco con tanta mala suerte que se la arrancó... terminó cuarto con los ojos congestionados por el polvo y viento.
Tanta era la mala suerte que Amon terminó por creérsela. Cuando llegó a Mónaco para disputar el GP de 1970, su corazón se heló: los organizadores le habían adjudicado el número 18. El mismo que llevaba, tres años antes, el italiano Lorenzo Bandini, su coequiper de 1967 en Ferrari, cuando tuvo el accidente mortal en la chicana. Pataleó; se lo cambiaron por el 28. Cuando supo que tenía alojamiento en el hotel Balmoral, recordó con pesar que allí se había alojado Bandini. Se cambió. En la clasificación logró el segundo puesto de largada. Desde allí había largado Bandini. En la carrera, iba luchando con Jack Brabham por el segundo lugar... el segundo lugar que Bandini ocupaba cuando tuvo el accidente fatal.Un brazo de la suspensión trasera del March nº 28 se rompió en la vuelta 61, cumplidas tres cuartas partes de la carrera. ¿Y qué proclamó el piloto?
–Me siento aliviado...
Amon nunca festejó sus abandonos. Ese sí.
Porsche dominaba el Mundial de Sport Prototipo de 1970, y antes de correr la Targa Florio, uno de sus directivos, Ferdinand Piech –sobrino del Dr. Ferry Porsche– dio una pequeña cena privada tras un día de ensayos. Vic Elford, uno de sus pilotos, estaba ausente. Y no llegaba. Apareció portando en la mano un brazo de
suspensión de su Porsche.
–¿Eso es lo que se rompió, Herr Elford? –preguntó Piech con malicia– ¿O es lo que
quedó del coche?
“Esta me pasó por profesional. Yo era piloto de Ford en el TC 2000 y tenía que hacer una prueba en La Plata. ¿La verdad? Me sentía mal, descompuesto, pero me parecía una falta de respeto no ir al ensayo. Llegué, me vestí, me senté en el coche, puse primera, salí de boxes, puse segunda, y allí me di cuenta de que no iba a aguantar.”
“Mientras decidía qué hacer, si dar la vuelta o volverme, pasó la primera curva, pero a mitad de la vuelta me cagué todo, literalmente.”
“Había subido al coche con un buzo blanco, pero cuando bajé sólo era blanco de la cintura para arriba. Hacia abajo, era chocolate. Ese día, los mecánicos trabajaron más limpiando la mierda de la butaca que en la puesta a punto. Todo por un exceso de profesionalismo...”
(Textual de Ernesto “Tito” Bessone, campeón de TC y TC 2000.)
Angelito Rienzi había sido el primero en presentar, en carrera, el motor Ford F-100, montado en su cupecita ‘46 que pesaba “apenas” 1200 kilos. En el debut, en la Vuelta de Carlos Casares del 25 de julio de 1965, logró un honroso quinto lugar. Pero en Chacabuco el motor se rompió y en Salto se soltó una manguera de aceite.
“Ya estaba listo para largar en Pehuajó, la siguiente carrera –recuerda Rienzi–, cuando vino un señor, se asomó por la ventanilla y me pidió si le podía mostrar el motor. Lo mandé a pasear: estaba tenso pensando en la largada, pero insistió tanto que aflojé. Bajé de la cupé y le abrí el capot.”
El paisano se arrodilló, se persignó y le habló al motor:
–No te vayas a romper en ésta –le dijo.
“Y entonces me dio la mano, se despidió y se fue.”
Vuelta de Pehuajó, 15 de agosto de 1965, primero Rienzi... A la semana, en Rojas... ¡primero Rienzi!
Después de todo el sacrificio que le tomó llegar a la Fórmula 1, Gastón Mazzacane casi se queda de a pie antes de arribar siquiera a la primera carrera. “Minardi me mandaba a Australia una semana antes –rememora el platense–. El micro salía de la sede del equipo, en Faenza, rumbo al aeropuerto de Bologna, a las 7 de la mañana del domingo previo. Eran como 30 los que viajaban en la avanzada, cada uno tenía su ticket y no había un coordinador. Me quedé dormido: vivía en un departamento y me desperté a las 7.10. ‘No llego’, pensé desesperado. Salí corriendo hacia la fábrica, pero el micro ya se había ido. A nadie le importaba un carajo si yo estaba arriba o no.”
¡Qué momento! El piloto se sentía “mal, porque pensaba que si perdía ese avión, iba a quedar como el pelotudo más grande del mundo. Sabía que el vuelo iba de Bologna a Milán, en donde se combinaba hacia Singapur y Melbourne. Si me apuraba, con el auto y por la Autostrada del Sole, podía llegar a la combinación.”Así que Mazzacane, piloto de Fórmula 1 en cierne, aceleró su BMW M3 “a 250 km/h por la autopista. Pasé por Bologna sin problemas y a la altura de Modena, el tránsito comenzó a hacerse lento. Había tráfico y también policía”. El piloto transpiraba y pensaba: “Pierdo el avión y Minardi me echa a patadas...”
De repente, un Alfa Romeo de la policía se le pone a la par y le hace señas de parar.
–¿Adónde va tan rápido? –lo increpa un carabinieri–. Usted es un inconsciente, tuvimos que cortar la autopista para pararlo.
Mazzacane empezó a sacar papeles.
–¿Por qué va a Australia? –le pregunta.
Cuando el platense quiere explicar, otro policía suspira:
–Ustedes son todos iguales...
–¿Ustedes? –el corredor no entendía.
–Eddie Irvine hace lo mismo cada dos por tres –replica el uniformado–. Schumacher lo mismo.
Eran los dos pilotos de Ferrari. Estaban en la salida de Modena, cerca de Maranello, la sede del equipo italiano. Los policías demostraban un conocimiento interesante sobre
F-1. ¡Y lo comparaban con ellos!
–Discúlpeme, yo también soy piloto de Fórmula 1 –aseguró el argentino, que todavía no había debutado... y corría peligro de no hacerlo. La discusión llevaba gruesos minutos, así que decidió cortarla por lo sano–: Perdónenme, pero yo me voy a tener que ir. Ustedes hagan lo que quieran...
–¿A cuánto tiene que viajar para llegar a Milán a horario?
–A 200...
Mazzacane arribó a Milán a horario... con su BMW chupado del coche de la policía, que le abría camino. “En el avión, los mecánicos me miraban con los ojos bien grandes...” Llegó a Australia, debutó... y a la carrera de Imola, en Italia, concurrió con dos invitados de lujo: ambos carabinieri.
Ir a correr a Europa es toda una aventura. Cambian las circunstancias: el idioma, la gente, la idiosincrasia, el mismo automovilismo. El antecedente de Fangio obliga casi inconscientemente a estar a la altura del mito, y ahí es donde empiezan los problemas. Porque nada es igual en la otra orilla del Atlántico, ni siquiera el tamaño de los pergaminos con que se viaja.
Juan María Traverso llegó a la Fórmula 2 Europea como bicampeón de TC, y con el respaldo de Ford. Pero de inglés, cero. Así que hacerse entender era una lucha... A la primera carrera, en Silverstone, con un intérprete que algo del idioma manyaba, el Flaco hizo la típica de los argentinos: en la mala, se agrandó (para que nadie se diera cuenta de que estaba achicado).
Después de bailar un poco en la pista con un auto que recién conocía, entró a los boxes, se sacó el casco y le pidió al intérprete:
–Deciles que el motor falla... Está andando en cinco cilindros.
Tras la correspondiente traducción, llegó la respuesta.
–Dicen que no puede ser que ande en cinco cilindros...
–¿Cómo que no puede ser, viejo? ¿Quién manejó, ellos o yo?
Otra vez la traducción. Y la respuesta lapidaria:
–Dicen que el motor no puede andar en cinco cilindros porque sólo tiene cuatro.
Rigurosamente cierto. Acostumbrado a los Falcon de TC, seis cilindros en línea, el Flaco no captó que el motorcito Hart del March era más chico... y distinto.
Con trampas en el automovilismo podríamos hacer otro libro entero, pero elijamos una de las mejores. El protagonista es Smokey Yunick, un pintoresco personaje estadounidense, piloto y preparador del Stock Car de la NASCAR en los ‘60. Yunick descubrió que el reglamento establecía un tope máximo para el tanque de combustible, pero no decía nada del tamaño de las cañerías que llevaban el líquido del tanque trasero al motor delante. Le prohibieron semejante ingenio. Entonces construyó un tanque que tenía un dispositivo inflable dentro: con el cachivache inflado, la capacidad del recipiente era la máxima permitida; cuando se desinflaba, entraban unos cuantos galones más. Se lo descubrieron. Así que llegó a otra carrera, y los comisarios le revisaron el auto a conciencia, profusamente. Inclusive le sacaron el tanque de nafta para revisarlo a fondo. Al terminar la tarea, le entregaron una lista que detallaba nueve características del coche que infringían el reglamento y necesitaban arreglo antes de que el auto fuera autorizado a correr.
Smokey leyó la lista y se la devolvió al comisario.
–Mejor anoten diez... –le pidió.
Se subió al auto, arrancó y salió andando. Sin haber vuelto a colocarle el tanque de combustible...
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