PáGINA 3
Un fotógrafo en las orillas
Por Edgardo Cozarinsky
Quisiera entender ese fenómeno de la distancia necesaria para ver, reconocer y apreciar lo próximo. Es la vieja fábula del pájaro azul, muy anterior a la adaptación simbolista de Maeterlinck, y que siempre me había inspirado rechazo por las connotaciones conformistas y populistas que el siglo XX le había adherido. Pero sus encarnaciones más elocuentes se han dado fuera de la escena o la página impresa. Borges, nacido en Buenos Aires, necesitó los años de adolescencia y primera juventud en Ginebra, Lugano y Mallorca, para descubrir al volver a su ciudad natal que ésta tenía la sustancia y los elementos del mito, y se aplicó a elaborarlo, con muy variadas entonaciones, a partir de ese primer libro emblemáticamente titulado Fervor de Buenos Aires.
Conformismo y populismo se evaporan cuando la fábula se encarna en un hijo de la diáspora. Rolando Paiva, que murió en París el pasado viernes 9 de mayo, había nacido en Marsella, en la clandestinidad de la “zona libre” durante la Segunda Guerra Mundial, y creció en la Varsovia comunista adonde lo llevó su madre. Sólo conoció Buenos Aires a los catorce años y la dejó a los treinta. Cuando empezó a visitarla de nuevo, lo hizo cada vez con más asiduidad. Había vivido en París, sí, pero sobre todo había hecho varios viajes de descubrimiento y exploración por Asia Central. Allí sintió en las culturas no europeas y su arte popular una fuerza que lo atraía sin necesidad de que París la aceptara, analizara y codificase.
En las fotografías de su espléndido libro El Paraná (2001) reconozco una mirada que antes pasó no sólo por París sino que también se detuvo en lejanías menos frecuentadas: en el caso de Paiva, en Kirgiztán y Afganistán. En Intérieurs/Extérieurs (2002), Oruro, Misiones o la rue du Commerce Saint-André, registrados con procedimientos fotográficos del siglo XIX y luego tratados con pincel en el negativo y las copias, adquieren cierto aspecto fantasmal que no depende sólo de la supervivencia de una imagen del pasado sino también de resucitar una técnica abandonada para reivindicar su poder de transfigurar la presencia y revelar la ausencia.
A menudo hablaba con Rolando del hartazgo que París suscita en quienes habíamos elegido vivir allí hace casi tres décadas, del desgaste de la imagen, prestigiosa en sentidos distintos para quienes alguna vez la habían percibido como tal, que como la luz de una estrella muerta sigue iluminando gracias a la discrepancia entre distancia y tiempo. Rolando sostenía que la formalidad de las relaciones sociales en Francia, gozada al principio como un alivio para quienes habíamos crecido en la francachela porteña, se tornaba asfixiante para quienes no habíamos buscado asimilarnos (escribir en francés, pensar en francés, sentir en francés). Yo sostenía la ya fatigada idea de que París sigue siendo una interesante plaza de mercado, donde uno puede cruzarse con otros cultivadores de todo el mundo, venidos a exponer (e, idealmente, vender) aves, hortalizas y demás frutos de sus granjas no europeas (del oeste).
Ahora que ya no puedo continuarlas, esas conversaciones, ociosas por la reiteración de argumentos sin gran variación fundamental, vuelven a mi memoria con la precisión, inevitablemente definitiva, que adquiere el recuerdo de los amigos que nos han dejado. Solíamos reírnos de la teoría de insignificantes premios literarios franceses, o de ese establishment hecho de módicos maîtres à penser (¡Bernard Henri-Lévy, Jean Baudrillard!); al mismo tiempo reconocíamos que el prestigio, por más banalizado que estuviera, de lo cultural puede proteger: nos permitía, inmigrantes sin el sello (hasta no hace mucho rentable) del exilio político, encontrar un hueco donde trabajar tranquilos, Rolando en la pintura y la fotografía, yo en la escritura y el cinematógrafo, sin angustia por alcanzar la aprobación de una sociedad cuya forma de funcionamiento refleja la calculada caducidad de la moda. Cuando Rolando decidió hace menos de diez años remontar el curso del Paraná varias veces, en distintas estaciones del año, para fotografiar sus orillas hasta alcanzar el Paraguay, para él legendaria patria de su padre, sentí que había tomado una decisión fuerte. Poco tiempo antes había elegido tener un departamento en Buenos Aires, donde “iba a respirar” varias veces por año. El destino quiso que hacia la misma época yo heredara en Buenos Aires una biblioteca privada que me dio la excusa para tener un segundo domicilio, porteño éste, y aprovechar toda pausa en el trabajo para ir, también yo, “a respirar”. (Mi Paraná personal era la vida nocturna de Buenos Aires, en sus aspectos menos respetables; a menudo, si nos veíamos allí, Rolando me saludaba con un burlón, afectuoso “¿Qué contás, Gombrowicz?”.)
Un artista plástico como Rolando Paiva, que rehusó largo tiempo exponer su obra pictórica y fotográfica, trabajaba evidentemente contra las exigencias de un medio que, ya sea en París, Buenos Aires o Nueva York, exige la variedad y renovación constante del stock de mercadería. En su última visita a Buenos Aires, de diciembre a enero pasados, insistió para ver a sus amigos de los años ‘60, y les regaló copias de sus fotografías del Paraná. En aquel momento no vi en ello más que un gesto generoso; ahora me pregunto si intuía que no le quedaba mucho tiempo en este mundo y quería dejar en el escenario de su juventud un rastro de la múltiple, inagotable belleza americana que sólo el regreso y la madurez le habían permitido ver y registrar.