PERSONAJES
Ojos bien abiertos
En sólo diez años de carrera, Analía Couceyro parece haberlo hecho todo: actuó en discotecas y salas oficiales, protagonizó varias puestas de su maestro Ricardo Bartis, dirigió dramas sobre mujeres diferentes, ganó premios y últimamente se aventuró en el cine. La actriz de Donde más duele y
Los rubios cuenta cómo se las arregló para hacer todo eso sin perder jamás la cabeza.
por Carolina Prieto
Analía Couceyro parece salir a escena sin ninguna vacilación. Su voz profunda y sus movimientos transmiten un aplomo muy convincente, que sorprende en una actriz joven (28 años) comprometida con puestas en las que el sentido no es lineal, sino que se teje a partir de diferentes materialidades. En la actualidad, la chica que descubrió el teatro en forma causal (quiso profundizar sus conocimientos de alemán y se anotó en un curso de teatro en esa lengua) y a los 18 años hacía unipersonales de humor en algunas discos porteñas, da vida a Nenucha, una de las tres esperpénticas mujeres que luchan por el amor de un hombre viejo, desvencijado, con la próstata devastada, en Donde más duele, la versión del mito de Don Juan que dirige su maestro Ricardo Bartis. Además, Couceyro estrenó hace unas semanas la ópera La belle captive en el Centro de Experimentación del Teatro Colón, con artistas de distintas disciplinas y países. El experimento conducido por el músico norteamericano John King –aliado de John Cage y Laurie Anderson– desconcertó a más de uno pero deslumbró a su actriz principal, ávida de experiencias intensas y poco convencionales. Y como si todo eso fuera poco, Couceyro también actúa representando a la cineasta Albertina Carri en Los rubios, el largometraje preestrenado en la última edición del Bafici (donde se alzó con cuatro premios) en el que Carri recrea su infancia y la desaparición de sus padres durante la última dictadura militar.
Analía reconoce su propia solidez y la asocia con una marca personal que la experiencia fue puliendo. “Mi tendencia natural tiene que ver con algo fuerte, que perfeccioné con el tiempo”, dice. “Son cosas que se van depurando. Otras se van perdiendo, como esa inconsciencia que tenía de chica para subirme al escenario de un boliche a las 4 de la mañana. Sabía que tenía que enfrentar a un público que no había ido a ver teatro sino a pasar la noche, y sabía que de alguna manera tenía que atraparlo.” Después, más alejada de esas primeras incursiones teatrales (que según ella la formaron tanto como los cuatro años que estudió en la escuela de Bartis), le llegó el momento de disfrutar de los resultados de procesos largos y sinuosos que hoy ven la luz. “Todo se inició dos años atrás: los ensayos con Bartis y el trabajo con John King, que me había visto en la sala The Kitchen de Nueva York, haciendo la obra musical Incursión Tema Fausto. Le gustó mucho y me propuso hacer algo juntos. Y la película también viene de lejos: tardamos casi tres años en hacerla. A mí me encanta: se mete con un tema duro, sin golpes bajos, y hasta en algunos momentos tiene humor. Tiene algo que me fascinó: la construcción de la familia de Albertina, de Los rubios, como los llama una vecina. Lo que habla de la ficcionalización de la memoria, porque no eran rubios: los veían rubios en ese contexto”, comenta.
Pasó poco más de una década desde que Couceyro se inició en el teatro, pero el lapso fue muy rico. Después de actuar en espacios heterodoxos desembarcó en salas oficiales: protagonizó El Corte en el Cervantes e Ifigenia en Aulide en el San Martín (entre otras obras). Recibió premios, dirigió sus propias obras (La movilidad de las cosas terrenas, basada en María Estuardo, de Schiller; Tanta mansedumbre, homenaje a la escritora brasileña Clarice Lispector, y Barrocos retratos de una papa, versión escénica de la vida de la pintora argentina Mildred Burton para el ciclo Biodrama del Teatro Sarmiento) y terminó dejándose seducir por el cine.
¿Qué relación hay entre tus dos últimos trabajos –Donde más duele y La belle
captive– en cuanto a la dificultad de hacer una lectura lineal?
–Cada obra fue muy iluminadora respecto de la otra. Los procesos fueron totalmente opuestos, y creo que por eso pude estrenar las dos con menos de un mes de diferencia. En un momento tuve pánico: pensé que iba a hacer todo mal. Pero finalmente resultó muy esclarecedor. Las obras se comunicaron mucho entre sí. Con Bartis trabajamos mucho tiempo, en un proceso por momentos doloroso: durante meses no se sabía qué era la obra,de qué se iba a hablar, quiénes eran los personajes. Hubo mucho tiempo de estar en el medio de la nada, produciendo y produciendo. Hasta que llegamos a un nivel de organicidad muy fuerte en cuanto al devenir de los personajes. Terminamos sabiendo mucho de ellos. Y en el caso de John King fue todo lo contrario: tuvimos sólo ocho ensayos antes del estreno. El resto fue trabajo personal a partir de los textos y el guión que él me mandaba por mail, en los que estaba todo muy pautado y fríamente calculado. Muchas veces uno se queja de ser sólo un muñequito del director, de no saber por qué el personaje hace lo que hace. Y me parece que eso pasa cuando hay pretensiones psicológicas. Pero en La belle captive no había ninguna intención de continuidad psicológica, así que las pautas, en vez de ser incómodas, resultaron contenedoras. Yo sabía que tenía que ir a tal lugar y decir tal texto. Estaba tranquila: formaba parte de una maquinaria muy fragmentada, sin una supuesta continuidad.
¿Cómo tomaste la inversión que propone Bartis –son las mujeres, no el Don Juan,
las que están sedientas de amor y de sexo– y la idea de llevarlo todo –el ambiente
escénico, los personajes– a una zona de profunda decadencia?
–Me interesó mucho. Creo que en Bartis meterse tanto con el mundo femenino es una novedad. Pero era una de las pocas cosas que estaban planteadas desde un principio: que fuera un relato femenino, que la historia se construyera desde las mujeres y que el hombre fuera una pantalla donde ellas proyectan todas sus necesidades. Lo decadente fue surgiendo durante el proceso, y me pareció uno de los aspectos más atractivos: le da un tono muy trágico, aunque por momentos sea muy divertida; es como si todos los personajes estuvieran condenados de entrada. Pero también fue algo difícil de sostener: trabajamos con la muerte todo el tiempo, y –más allá del placer que puede dar la actuación- no es una cosa sencilla. Recién ahora, que la obra ya está más instalada, resulta más fácil. Incluso el personaje de Bettina –la hermana menor– ya está tomado por las otras dos y tampoco tiene su posibilidad. En la obra siempre se está hablando de un “antes” donde supuestamente todo fue mejor.
¿Cómo armaste a Nenucha, la hermana más decidida a seducir?
–Fue apareciendo con el tiempo, a medida que aparecían los demás personajes y la obra iba tomando forma. Fue un rompecabezas de textos y de acciones. Si en un ensayo surgía algo privilegiado, se buscaba después la manera de introducirlo. Aunque fuera con fórceps. Lo que también fuimos encontrando es esa dialéctica ente Haydée –la hermana mayor– y Nenucha, que son como dos polos de lo femenino. Pero de lo femenino mal: decaído. Todo está como medio muerto, pero a pesar de todo Nenucha tiene una postura más activa y también ambigua, con ese discurso de “sí pero no”. En todo caso es la que vive la sexualidad de manera menos culposa, y en ese sentido busca ir hacia eso que alguna vez fue particular entre ella y Reinaldo, el Don Juan. Además, en Nenucha hay algo que tiene que ver con mi forma de actuar, porque en un proceso tan largo influyen mucho las tendencias personales de actuación. Y yo tengo una tendencia a la artificialidad. Lo que hago puede estar plagado de emociones o de verdades, pero siempre concibo que hay algo artificial en lo teatral. Y Nenucha lo tiene como bastión: el artificio, la mentira, el juego, que se ponen en evidencia con Reinaldo.
Siempre hablás del impacto que te produjo Postales argentinas, la primera puesta de Bartis, que te llevó a querer estudiar con él. ¿Qué fue lo que te conmovió tanto?
–Tenía 16 años, ya estudiaba y hacía teatro. Postales me llegó mucho; no sólo a mí: creo que a toda una generación. Implicó un cambio muy grande en relación a lo que se veía entonces: surgió un tipo de actuación que es como un sello, que se fue cristalizando y que tiene que ver con una formade construir los universos escénicos, los personajes y las obras mismas. Una forma no lineal, en la que se superponen elementos diferentes.
¿Cómo fue la experiencia de hacer una obra tan peculiar como La belle captive, que lleva a un paroxismo las ideas de superposición y fragmentación?
–Yo tenía experiencia en trabajar con elementos y texturas diversas, pero esto fue algo muy distinto. Había algo muy importante en la puesta, una especie de maquinaria muy definida aunque con partes improvisadas: las secuencias de imágenes en video que el director proyectaba en ciertos momentos y la música en vivo que hacía con unas máquinas. Era como estar en un videoclip, todo muy fragmentado, con una actuación casi cinematográfica. De mi personaje se podía pensar por momentos que era una mujer cautiva, y por otros que era una captora. Por otro lado, también era claramente una actriz que representaba algo, que exponía algo ante el público. En ningún momento se trabajó la idea de “personaje”; hacerlo hubiese sido un error: más que estados, el personaje atravesaba tonos musicales. Y la gente que más disfrutó de la obra fue justamente la que no pretendió entenderla como un relato lineal sino más bien abrirse a “flashes oníricos”, por decirlo de alguna forma.
Parece que este año estás dedicada a la mezcla de lenguajes: Los rubios también entrelaza distintos soportes.
–Sí, es una película con una trama muy compleja. Hay momentos ficcionales, otros documentales, otros falsamente documentales, otros de animación. Me encantó hacerla: toca un tema muy duro, y creo que conmueve desde un lugar poco melodramático. Acá tampoco compuse un personaje en el sentido clásico: soy yo representando a Albertina Carri, la directora. Somos amigas, sé las cosas que ella no haría, los tonos que no adoptaría, y lo respeté. La película muestra eso: la película dentro de la película, cómo se armó ese equipo de trabajo compuesto por la directora, el asistente, la camarógrafa, la iluminadora... El cine suele tener una estructura muy grande, pero acá fue todo lo contrario: cinco, seis personas que íbamos haciendo un recorrido, muchas veces sin saber hacia dónde íbamos.
¿Qué tenés ganas de hacer próximamente?
–Quiero volver a dirigir. Tengo muchas ideas, pero hace falta que maduren. A partir de junio voy a estar un tiempo fuera del país, de gira por Europa con Donde más duele, así que voy a poder pensar y leer. No tendré tiempo de montar algo este año, pero sí de darme cuenta de qué quiero hacer. Me gustaría volver a trabajar sobre un obra, hacer mucho trabajo dramatúrgico, de superposición de textos, como pasó con La movilidad de las cosas terrenas, donde respeté los textos de Schiller pero poniéndolos de distintas formas. Pienso en el futuro y lo veo como algo abierto: siento que, más allá de que se mantengan ciertos ejes, tengo la posibilidad de cambiar absolutamente de rumbo.
¿Cuáles serían esos ejes?
–Tienen que ver con lo formal, con la conciencia formal desde la actuación, desde los textos. Es algo que tengo muy presente cuando actúo, cuando dirijo y cuando doy clases: esa conciencia del hecho escénico, de su artificialidad. Hay gente que tiene la idea de que al actuar uno se pierde, se olvida de uno mismo y se cree otro. Y para mí es todo lo contrario: soy más yo que nunca. Justamente: antes que perder la conciencia de que estoy actuando, la tengo más exacerbada. Es como tener una supra-conciencia de todo: de que estoy actuando, de que hay gente que me está mirando, de cómo está la luz, de cómo está mi cuerpo. Y la conjunción de todo eso es lo que me divierte y me apasiona. En ese sentido, actuar para mí es sentirme como un dios. Pero es difícil lograrlo en todas las funciones.