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Domingo, 18 de mayo de 2003

PLASTICA

El adelantado

Alimentada por la colección de Enrique Sabater, secretario privado de Dalí durante una década, la muestra Dalí, el surrealismo que exhibe el Centro Cultural Borges es tan opípara que sus omisiones deslumbran. Aun así, las 307 piezas curadas por Santiago Shanahan permiten acceder al genio explosivo de un artista que se burlaba de André Breton, leía el destino en su propia mierda y anticipó el pop exhibicionista de Madonna, David Bowie y Orlan.

POR MARIA MORENO
Salvador Dalí tenía el proyecto de sodomizar a su padre agonizante, pero cuando llegó ya estaba muerto. Ese gesto fundante de su amor a la abyección nunca estuvo a la altura mediana del surrealismo. Y el resto de su vida sería una constante fricción con el movimiento al que se lo homologa sistemáticamente, y no sólo en la muestra que se exhibe en el Centro Cultural Borges curada por Santiago Shanahan, un coleccionista de iconografía daliniana que se inició luego de haber perdido en un taxi una lámina del Cristo de San Juan de la Cruz. La mayoría de las piezas expuestas pertenece a Enrique Sabater, empresario dueño de Dasa y Dalart, secretario privado de Dalí durante una década y poseedor de 800 obras.
Dalí, el surrealismo muestra el genio de Dalí en planos de gouaches, litografías, platerías y estatuas de bronce: una etérea y adulta Alicia en el país de las maravillas, de pelo y manos florales, alzando en el aire una cuerda de saltar trenzada que logra sugerir la liviandad y la flexibilidad de la soga; un San Santiago el mayor tachonado como un cielo; y el mítico reloj blando colgando fláccido –aunque es de bronce– de una horqueta en La persistencia de la memoria.
Estas 307 piezas (242 grabados, 7 esculturas y 59 obras en plata, más una serie de fotografías documentales recogidas por el curador Shanahan) son un esfuerzo mayor que siempre se anuncia como apertura de paraguas en todo catálogo de muestra itinerante, pero también una mínima entrada a un Dalí múltiple y casi infinito que puede visitarse como quien adquiere un talismán. De la serie de carteles que acompañan la exposición, el más visible incluye este abc del surrealismo: “El estado Surreal perfecto se logra en el estado de vigilia previo al dormirse, en donde se mezclan en la mente imágenes conscientes y las inconscientes oníricas del sueño (sic)...”. En la biografía curricular del catálogo –cuyo encabezamiento menciona al pintor cómo Marqués de Dalí y Pubol y luego, a todo lo largo, como “Sr. Dalí”– no existe ninguna referencia al alias Avida Dollars ni al hecho de que Dalí, bajo cualquiera de sus nombres, haya roto con el surrealismo.

El arte es una mierda
–Caca –dijo Breton.
–¡Caca! –desafió Dalí.
Si este diálogo no sucedió, en realidad puede ser la síntesis de la ruptura de Salvador Dalí con el surrealismo, puesto que toda verdad –como la que se revela en la Emma Zunz del relato de Jorge Luis Borges– es un fruto de síntesis apresuradas y desplazamientos caprichosos e intencionados. Era el 5 de mayo de 1934, aniversario arbitrario de la fundación del movimiento dadaísta en el Café Voltaire de Zurich, donde, al compás de un piano que sonaba a tuercas y tornillos, se cantaba con carraspeos. Breton, ese Stalin del ensueño dirigido, decidió someter a Salvador Dalí a un juicio popular-surrealista. Dalí concurrió envuelto en un sobretodo de pelo de camello y los zapatos aparatosamente desacordonados. Como tenía anginas, también llevaba un termómetro bajo la lengua. Mientras Breton lo increpaba a lo Savonarola –según cuenta el acusado en su libro Confesiones inconfesables–, Dalí advirtió que el termómetro había subido a 38.5. Entonces, siguiendo consejos médicos epocales, decidió enfriarse desvistiéndose. Breton gritaba acusaciones de tono político y moral; la audiencia reía. Dalí volvió a colocarse parte de la ropa (la angina exige no enfriarse demasiado) y repitió la operación varias veces. Amén de sus extravagancias, que consistían en dar propinas fabulosas, desplazarse con atavíos demasiado surrealistas y desobedecer seguido al papado surreal, la excomúnica de Dalí obedecía, para hablar en sus propios términos, a una cuestión de mierda. A Breton le había repugnado El juego lúgubre, un cuadro de Dalí donde los calzoncillos de un personaje llevaban unas modeladas palomitas. Porque, según Dalí, a Breton,a pesar de citársele cultamente La gallina de los huevos de oro y el cólico de Danae, la mierda y el ano le daban miedo.
Pero la guerra, aunque sólo arrojara cadáveres exquisitos, era más de fondo. Dalí reprochaba a los surrealistas que hablaran de sexo en términos simbólicos, que excluyeran de sus fantasmas la sodomización, la pederastia y el misticismo, y que sancionaran el adulterio (Dalí le había birlado la mujer a Paul Éluard). En fin: eran aventureros platónicos y teóricos en plan de sacerdotes laicos. Pero lo fundamental era que los surrealistas llegaron a adherir al stalinismo o al trotskismo, mientras que a Dalí la política le importaba un pedo. Con la diferencia –aclaraba– de que el pedo al menos le provocaba alivio, mientras que la política le parecía un cáncer que roía la poesía. La defensa de sus intereses más íntimos le era tan urgente como la del proletariado, al que los artistas debían mostrarle un estilo de vida libre y de calidad en lugar de una tecnología de hormiguero. Cuando ideó una obra que consistía en un pan de veinte metros a depositar en el Palais Royal –el pan: símbolo del hambre insatisfecha y de la ostia, cuerpo divino–, Aragon lo acusó de quitárselo de la boca a los hijos de los desocupados.
En lo personal, Dalí, autodeclarado coprófago, practicaba una suerte de mierdomancia poco apropiable aun para una revolución artística influida por Sigmund Freud. La forma de sus excrementos, su olor y consistencia, eran su horóscopo diario. Admirador del Quevedo que elogiaba el ojo del culo, era también lector insistente del Manuel de l’artilleur sournois del conde de La Trompette, y no se privaba de perorar sobre escolástica: por ejemplo, sobre las diferencias entre el pedo, el eructo y el regüeldo, el pedo sin ruido o femenino y el espeso, de albañil. Y ese día en que Breton lo pasó por las armas de la retórica, Dalí hubiera querido largar el llamado “pedo diptongo”, compuesto por “quince o veinte disparos de metralleta en abanico”. Pero para burlarse aún más de su padre espiritual, que lo había reclutado luego de ver El perro andaluz, Dalí cayó a sus pies.
Años antes, en 1931, cuando Dalí publicó un texto llamado Reverdie –una evocación erótica de una novia de juventud– en el número 4 de La Révolution Surréaliste, el Partido Comunista lo condenó a través de Aragon por pornográfico. Entonces Breton salió en su defensa y escribió en Misère de la poésie que ése era un día de honor, porque los surrealistas se habían enfrentado con una interdicción pequeño-burguesa. Sin embargo, el surrealismo se rompía por dentro, y no sólo con Dalí. El problema era que Dalí se consideraba el más surrealista de los surrealistas, y al mismo tiempo les reprochaba a éstos su gusto por lo pintoresco en lugar de lo creador, por la sorpresa en lugar de la tradición, por el arte bárbaro en lugar del clásico. Mientras los otros se politizaban hacia la izquierda, Dalí declaraba temer a la historia tanto como un saltamontes y aspirar a un régimen monárquico gerontocrático.
Pero no es cuestión de ponerse tilingos: Dalí, el surrealismo es imperdible igual. Qué pena, sin embargo, no poder ya acceder a la exposición surrealista de 1938, en que Dalí seguía irritando a Breton al no contentarse con exponer un maniquí con cabeza de tucán y un huevo entre los senos y vestido con cucharas junto al llamado “teléfono afrodisíaco”, cuyo receptor era un marisco hervido. Quería más, y exigió un taxi de techo agujereado para que una lluvia artificial mojara a una Venus interior que incluía doscientos caracoles de Borgoña, doce ranas enanas y coronadas (las ranas no se consiguieron, pero sí una grabación de gritos de monos africanos). O las bellas de cera con que decoró las vidrieras de la tienda Bonwit-Teller de Nueva York: una se extendía en una bañera forrada de astracán, la otra en una cama de baldaquino en cuya almohada había falsos carbones ardientes. Terminada a lo largo de una noche y censurada al día siguiente por los dueños de la tienda, que retiraron lacama y a una de las bellas, la decoración se transformó súbitamente en performance cuando Dalí se metió en la vidriera, esperó a que se juntara suficiente público y rompió los vidrios con la bañera. Constatadas estas pérdidas u otras inaccesibles, producto del arte efímero, Dalí sigue adelantando: poniendo en escena su propia vida prefiguró a Madonna; a través de su unión mística con Gala, a John y Yoko, y de su proyecto de criohibernación, a Evita y a Orlan. A través de su relación de musa a musa con Federico García Lorca profetizó el intercambio de esperma productivo entre Mick Jagger y David Bowie. Su desprecio del sexo genital, su virginidad tardía y su esgrimida impotencia –junto con la práctica de la orgía– dieron por tierra al único mito que sobrevivió al siglo XX: el del sexo, y su amor al dinero mostró el destino mercantil del arte contemporáneo. Aunque su leonardismo –como observa Rafael Santos Torroella en el artículo publicado por Panorama en 1962 que se reproduce en el catálogo de Dalí, el surrealismo– no es útil: mientras los inventos de Leonardo eran anticipos de aplicaciones futuras y paralelos a su arte, los de Dalí trazan una cibernética, una teoría de los cuantos y una física nuclear imaginarias, es decir: artísticas. Su método paranoico-crítico, formulado, según él, mucho antes de haber leído de la Psychose paranoïaque dans ses repports à la personnalité de Jacques Lacan, le permitió pensar el delirio como un elemento activo de respuesta al mundo y no como un fallo funcional. La relación de Dalí y Lacan fue un encuentro entre notables susceptibles a la ósmosis genial mutua. Todos estos Dalí ausentes hacen disfrutar la muestra e invitan a pesquisar los otros por el Museo Reina Sofía de España, la Fundación Gala Dalí de Figueras, la casa de Port Lligat, el castillo de Púbol o las obras de Jacques Lacan, que lo cita cinco veces entre 1961 y 1976. Pero la palabra “surrealismo” asociada a Dalí, amén de establecer un equívoco en aras, quizá, de una dudosa pedagogía, invita desgraciadamente a hacer conversar la obra de Dalí con las letras de Luis Alberto Spinetta y Silvio Rodríguez en lugar de con todo Charly García, nuestro daliniano honorario.

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