Domingo, 19 de octubre de 2014 | Hoy
A principios de este año, Richard Linklater pudo concretar finalmente una proeza que muchos directores se habían propuesto pero ninguno logró llevar a la práctica: filmar una película a lo largo de doce años, a razón de unos pocos días por año, siguiendo el proceso de crecimiento y maduración de sus personajes, es decir, registrando cómo los actores adultos –Ethan Hawke y Patricia Arquette– envejecían y los niños, en particular el protagonista, Ellar Coltrane, pasaban de la infancia a la pubertad con todos sus cambios físicos y psicólogicos a cuestas. Así Boyhood –que esta semana se estrena en la Argentina con el subtítulo Momentos de una vida– se convirtió en el más notable experimento con el tiempo que se haya dado en el cine. En Boyhood, Linklater consolida un método que ya había ensayado en su trilogía Antes del amanecer y descubre en Coltrane (un adolescente inusualmente introspectivo) una forma novedosa de representar a la juventud en el cine contemporáneo.
Por Marcelo Figueras
El cine funcionó siempre como una máquina del tiempo virtual. A través de su ventana, los espectadores del Ben Hur de Fred Niblo y los seriales de Tom Mix otearon épocas a las que sus ojos no habrían accedido de otro modo. Lejos de decaer, esa capacidad de imaginar visitas a eras ajenas –un potencial narrativo, sí, pero con algo de emprendimiento cronoturístico– se profundizó con los años. El desarrollo de la tecnología y la laxitud de la censura confluyeron a este respecto, para que la maquinaria del cine siguiese mostrándonos pasados y futuros como nunca nadie los mostró. Hoy en día, con la saga de El Planeta de los Simios resucitada, Ridley Scott filmando Moisés y Timur Bekmambetov rehaciendo Ben Hur, el fantasma de Charlton Heston paladea su venganza. Es que la etiqueta “cine histórico” esconde una tautología: todo film es histórico, desde que documenta, y en tiempo real, la acción del tiempo sobre el cuerpo de un actor.
Pero el cine también se apropia del tiempo de otra forma, más sutil y profunda; ya no para recrearlo sino para trabajarlo como materia plástica. De hecho organiza su relato según las reglas que nos caben a todos, a la hora de procesar la experiencia cronológica. Para empezar, suele avanzar con el calendario. (Por más que haya extensos flashbacks, es raro que un film dedique su final a hechos que ocurrieron antes que sus dos primeros actos, sin regresar al presente establecido.) A pesar de que creó recursos como el de la pantalla dividida, vive de a un instante por vez, al igual que nosotros. La edición del relato emula la forma en que articulamos la memoria. (¿O acaso, a la hora de recordar, no cortamos los tiempos muertos?) Y aunque todavía no lo haya resuelto del todo –la literatura sigue haciéndolo mejor–, está puliendo su capacidad de introducir digresiones y evocar otros tiempos y sensaciones con naturalidad, sin recurrir a cortes, pelucas horrendas ni cartelones que fechan la secuencia.
Existen cineastas que trabajaron con herramientas que derivan de esta conciencia: por ejemplo, Orson Welles en The Magnificent Ambersons y Hitchcock en Vértigo. A esta lista –y a esta categoría– se suma Richard Linklater con Boyhood (Momentos de una vida) que, lejos de batallar contra las limitaciones que el tiempo establece, se entrega a su flujo y le roba una película sublime.
A primera vista, el mérito de Linklater deriva de un truco exterior al relato: haber obtenido financiación para filmar entre 2002 y 2013, unos pocos días cada año. Así, los artificios que usan los cineastas para simular el paso del tiempo se tornan innecesarios, porque los actores envejecen efectivamente ante cámaras. El cambio se percibe en los actores adultos, pero en el protagonista –Ellar Coltrane, que tenía siete años al comenzar el rodaje– es flagrante. Con Boyhood, Linklater superó a James Cameron & Co. a fuerza de ingenio, al disponer del mejor efecto especial de la historia del cine: el cuerpo de Ellar Coltrane. El film es el equivalente cinematográfico de una exposición prolongada, como esas que se reservan para la transformación de una oruga en mariposa; sólo que, en este caso, la metamorfosis que ocurre ante nuestros ojos es la de un maravilloso ejemplar humano.
La fuerza narrativa de una transformación real había sido explorada ya en documentales, como la serie Up, de Michael Apted, y Hoop Dreams, de Steve James. Pero el mérito de Linklater no se agota en la apropiación del recurso para la ficción: lo conmovedor es lo que hace con él.
Lo que Boyhood cuenta es –nada más, pero nada menos– una vida humana durante su período formativo: la de Mason Evans Jr. (Coltrane), desde los primeros años de escuela hasta su llegada a la universidad. Se trata de una vida desprovista de elementos excepcionales. Los padres de Mason están separados, circunstancia que torna inevitables las mudanzas entre ciudades. Mason acude a distintas escuelas y hace amigos nuevos. Con el tiempo sobreviene un desengaño amoroso y la partida definitiva del nido. Tal como se ve, aquí no hay ninguna progresión argumental. (“En muchas de mis películas reemplacé el argumento por una estructura”, dijo Linklater a Andrew O’Hehir de Salon.com. “Se parece más a la forma en que funciona la mente. Somos máquinas que buscan patrones y estructuras a las que apegarse”.)
Linklater elude lo que habrían sido los nudos dramáticos más obvios del relato. Los padres del protagonista, Mason Sr. (Ethan Hawke) y Olivia (Patricia Arque-tte), ya están separados cuando el film comienza. El dolor de ese tajo sólo se cuela por el tragaluz de una conversación, mentado al pasar por Samantha, la hermana de Mason Jr. Ni siquiera hay enfrentamientos generacionales: Mason Jr. no choca con sus padres, tan sólo reacciona, y mesuradamente, ante abusos de autoridad en que incurren sus padrastros. En algún momento, la disolución del segundo matrimonio de Olivia se torna áspera, debido al alcoholismo de su pareja. Pero, por lo demás, el relato elude los excesos a que son proclives las películas cuando se inclinan por un género. Lo más preciso sería decir que Boyhood es un género en sí mismo: la clase de relato que los subsume a (casi) todos en uno u otro momento, del drama a la comedia, como suele pasar en tantas vidas.
Las características del rodaje forzaron a Linklater –en sus propios términos– a “colaborar con el futuro desconocido”. Así fue sumando al relato perlas del zeitgeist que ningún guionista habría previsto antes de 2002, como la elección de Barack Obama o las vigilias en espera del nuevo libro de Harry Potter. Dado que el cine suele ser una carrera contra el reloj, donde cada minuto extra vale miles de dólares, Boyhood se planteó de movida como algo distinto: una inmersión en las aguas del tiempo, al arbitrio de sus corrientes; un ejercicio de plena libertad, en el corazón de un mercado reguladísimo.
Cuenta Linklater que creyó que Ellar Coltrane iba a convertirse en músico en la vida real, porque su padre lo era y crecía entre instrumentistas y quizá, también, por el mandato que encierra su apellido. Sin embargo, ya lanzado a la aventura del film, advirtió que Ellar se inclinaba hacia las artes visuales. Entonces incorporó esa propensión a Boyhood, que le calzaba mejor al personaje. Durante el primer tramo del relato, Mason es testigo silencioso de las crisis que florecen a su alrededor, mientras sus padres –parafraseando a Lou Reed– crecen a la vista del público. Con el tiempo, esa capacidad de observar se convierte en mecanismo de supervivencia (como hicieron los primeros organismos vivos, obligados a mutar para sacar partido al oxígeno que hasta entonces los envenenaba); y, más tarde, deviene estrategia de autodesarrollo. Encuadrar a su gusto, ponderar velocidades y aperturas, revelar y retocar (¿o acaso no photoshopeamos nuestros recuerdos?), lo ayuda a procesar la experiencia vivida y a construir sentidos. Aun cuando a menudo –como ocurre con las fotos de su ex novia, Sheena–, lo que uno ve o ya registró a través del visor duela de modo insoportable.
La naturalidad con que fluye Boyhood es engañosa, y puede sugerir que Linklater se limitó a documentar una versión de la realidad que alteró apenas. Pensar esto sería ignorar que todo film –documentales incluidos– tiene al menos tres escrituras: cuando se guiona y preproduce; cuando se filma; y durante el proceso de edición, cuando se arma un rompecabezas entre mil posibles, con tan sólo parte de las piezas obtenidas. Boyhood exhibe todas las marcas de una escritura que debe de haber sido escrupulosa en sus tres fases. El guión original incluía una escena en un estadio de béisbol, donde Mason le preguntaba a su padre si tenía algún trabajo. Lo que no se podía prever era que, durante el partido, Jason Lane, del equipo de los Astros, haría un home run mientras estaba en cuadro. Eso, entre otras cosas, es el cine: la porfía sobrehumana de crear condiciones para que la magia irrumpa en el mundo, y en tiempo real.
La mejor evidencia de la escritura de Linklater pasa por la adopción de su punto de vista. El director y guionista elige contar el paso del tiempo en la piel de Mason Jr., a pesar de que le habría quedado más cómodo identificarse con Mason Sr. Tan claras tiene las cuitas de los padres, que no necesita abundar en ellas. Le bastan pocos trazos para pintarlos de modo indeleble, en el colosal esfuerzo por sobreponerse a sus limitaciones y en las traiciones que perpetran a su pesar. Menciono apenas dos escenas devastadoras. En la primera, Mason Sr. finge no recordar la promesa de regalarle a su hijo el Pontiac GTO que condujo durante años. En la segunda, ante la inminencia de la partida del muchacho a la universidad, Olivia estalla y, contemplando lo (poco) que le queda por delante como expectativa de vida, confiesa: “Pensé que habría algo más”.
Alguna vez Linklater señaló que, a su juicio, una de las propiedades distintivas del cine era su capacidad de “permitirte moldear el tiempo, ya sea durante un período corto o largo”. Su primer intento de trabajar sobre un tiempo comprimido fue Antes del amanecer (1995), que narraba un brevísimo encuentro amoroso y significó su colaboración inicial con Ethan Hawke. Después de una serie de films fallidos (SubUrbia, La pandilla Newton), regresó a su obsesión por la elusiva naturaleza del tiempo con el proyecto Boyhood, que arrancó a rodar en 2002. Los otros dos films de la saga amorosa, Antes del atardecer (2004) y Antes de la medianoche (2013), continuarían explorando el efecto del calendario sobre una relación amorosa. Pero esas pelis abordaban el lado oscuro del tiempo: cuando se vuelve rutina, cuando poda las ramas, cuando su cuenta se vuelve regresiva. Boyhood, en cambio, lidia con su lado luminoso: cuando espera amorosamente a que estallen los brotes, cuando hace gala de la paciencia del Universo.
Si el film crece orgánicamente, a medida que se desovilla, se debe a que procede con la modestia del tiempo. Después de un momento, viene otro: tan simple como eso. Por supuesto, no están todos los momentos, porque, entre otras cosas, el tiempo es lo que se pierde por la rajadura que existe entre una secuencia y la siguiente; y porque así es como funciona nuestra vida consciente, a salto de mata, descartando grises y coleccionando instantes que merecen ser enhebrados.
Pero si Boyhood es un prodigio se debe al reloj que Linklater eligió para que reflejase el paso del tiempo: ese niño/púber/adolescente/joven que fue/es Ellar Coltrane. Aquí también medió la feliz colaboración con el futuro incierto, porque el director no tenía modo de saber que ese pequeño de ojos soñadores se convertiría en el chico luminoso del final.
Mason Jr. merece un capítulo en el canon de los protagonistas juveniles del cine, que consagra al Antoine Doinel de Jean-Pierre Léaud y al Jim Stark de James Dean y pasa por los personajes de Slacker (1995), del mismo Linklater. (Esa película definió una tipología: desde entonces, se le dice slacker a un joven “apático, sin dirección ni ambición”.) Lo que Boyhood propone es un arquetipo nuevo: el adolescente que en vez de rebelde o violento es introspectivo, y no por desidia sino porque es consciente de su condición de crisálida.
Boyhood narra el ciclo quiescente de Mason, la etapa en que debe nutrirse de todos y de todo lo que le ocurre. Sin embargo, no lo retrata como un personaje estático, apagado o monosilábico, como tantos jóvenes del cine actual. Mason es perfectamente articulado: un personaje sin costuras, con el espesor de una persona real. En Boyhood, su aprendizaje ocurre, como en la vida, de forma que tiene poco de epifánica. Cada diamante de sabiduría nos llega oculto dentro de un carbón. Hay que trabajar para dotarlo de la compresión necesaria; y Boyhood nos desafía a hacerlo, del mismo modo en que desafía a Mason.
El niño entierra a un pájaro muerto, pero la secuencia no revela cómo murió, qué piensa Mason, ni sugiere qué debemos sentir. Lo que un profesor le dice en el cuarto oscuro es valioso, aunque venga de boca de un pesado. Al cumplir los quince, la nueva familia política de su padre le regala una Biblia y una escopeta. Mason percibe la contradicción que entraña el combo, pero es lo suficientemente listo para no soslayar el amor que inspiró el gesto. Aún dolido por la pérdida del Pontiac prometido, registra el valor del regalo que su padre sí le hace. Esa compilación de Los Beatles solistas viene con el bonus track de una lección pedorra (todos los de la generación de Linklater –que es del ’60– hemos impartido sabidurías dudosas con el Evangelio Beatle en la mano), pero Mason percibe que su confección implicó algo del tiempo y esfuerzo que, hasta no hace tanto, a su padre le costaba dar.
Para realizar Boyhood, Linklater se sometió al mismo proceso inductivo, casi mayéutico, por el que atraviesa su protagonista, y que es imprescindible para arrancarle a la experiencia un sentido superador. Lo prueba el hecho de haber elegido a su propia hija para el rol de Samantha: Lorelei Linklater irrumpe como una cocorita que canta “Oops, I did it again” para joder a su hermano y se transforma en mujer ante nuestros ojos. La decisión puede haber tenido un costado práctico, así como la tuvo la de usar su propio Pontiac. (Que, a diferencia del padre de Mason, Linklater aún conserva.) Pero, una vez tomada, debe haber comprometido al cineasta de otra manera.
Imagino que Boyhood es el atajo que Richard Linklater –no el cineasta: el padre– encontró para preguntarle a su hija cosas que de otro modo no habría planteado. Cada año, antes de retomar la filmación, Linklater conversaba con Ellar y Lorelei, y los sondeaba respecto de experiencias y sensaciones, para incorporar elementos al guión. Construyó, así, un puente fílmico entre su propia generación (con la que se muestra implacable, desde la ternura) y la generación de sus hijos, a la que obviamente admira. (La peli bien podría subtitularse Son of Slacker.) De todas las cosas que Boyhood representa para Linklater, una parece inapelable: sería su film más personal, desde que excedió los confines de la ficción para moldear su tiempo junto a Lorelei.
En una escena inolvidable, el pequeño Mason pregunta a su padre si existe la magia en el mundo real. Y ese hombre, que es el mismo cretino que abandonó a sus hijos durante año y medio con la excusa de buscarse a sí mismo, tiene la lucidez de reencuadrar la pregunta y explicar que el mundo está lleno de cosas que, bien vistas, huelen a magia. Por ejemplo las ballenas, cuyo corazón es del tamaño de un auto y tienen venas por las que podríamos nadar.
Linklater no corta allí la escena, como habría hecho la mayoría de los cineastas. Mason registra el comentario, pero lo que le interesa es otra cosa: al final, ¿hay elfos en este mundo, o no? Cercado por la realidad, su padre opta por esconderse detrás del libro que estaba leyendo y responder, resignado: “No. Técnicamente...”.
No hay duendes en este mundo. Pero hay ballenas y está Boyhood. Que es cine en estado de gracia. Y emplea los recursos de ese arte como si fuese la primera vez que se usan, renovándolo en el proceso. ¿No trastrocó la plástica Picasso, al minimizar su técnica para dibujar como un niño?
La peli termina como empieza: con Mason mirando al cielo, la primera pantalla de cine que conoció la humanidad. (¡Más espectacular que el IMAX, y con 3D natural!) Un panorama que mueve siempre a la ensoñación. Cuando era niño, Mason pensaba como niño y se preguntaba, como al principio: “¿De dónde vienen las avispas?”. Siendo ya un joven, Mason piensa como joven. En el final expresa la sensación de haber intuido la naturaleza real del tiempo, dentro del cual –dicen los científicos– pasado, presente y futuro coexisten. “Es como si siempre fuese ahora”, dice.
Ese presente constante es también una definición del cine, cuya luz nos baña como si fuese nueva cada vez que el film empieza, aunque, como las estrellas, ya haya comenzado a morir. Si algún poder tiene esa máquina del tiempo, es el de ayudarnos a habitar el presente con una intensidad que rara vez frecuentamos fuera de la sala. Por eso mismo, cuando se pondera una maravilla como Boyhood –como yo en este instante, mientras afuera amanece, las teclas bailan tap y mis niños sueñan todavía–, lo mejor es poner pausa y abrirse al ahora esplendoroso que, en sus mejores momentos, nos ofrece la vida.
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