Domingo, 19 de octubre de 2014 | Hoy
CINE Después de algunas películas que la crítica consideró fallidas como Cosmópolis o Un método peligroso, David Cronenberg está de vuelta con Maps to the Stars (Polvo de estrellas), una compleja y a veces satírica mirada sobre el mundo de las celebridades, Hollywood y la industria del cine. Un conductor de limusinas, una joven con la cara quemada, una actriz que está esperando el resultado de un casting y, mientras, enloquece; un niño estrella en plena rehabilitación son algunos de los personajes que se desplazan por la película, espejos y fantasmas que intercambian roles en un juego que también es un desfasaje entre realidad y ficción.
Por Fernando Krapp
Por estos días, David Cronenberg está feliz, o así parece. Después de una muestra de Arte en Nueva York llamada Evolution, donde expuso todos los objetos típicamente cronenbergianos de sus películas, y después de varios años de procastinar, a los setenta y un años publicó, al fin, una novela, Consumed. Sus ambiciones como novelista nunca fueron un secreto: en todas la entrevistas que dio, sobre todo en el libro que recopila largas conversaciones con Chris Rodley, el director de cine canadiense, siempre aseguró que había querido ser escritor (otra carrera frustrada fue la de químico y biólogo) y, en varias oportunidades, señaló que el cine se encuentra lejos de ser un arte complejo como la literatura. Esta ambición le viene de años: la canción de cuna que lo dormía de chico era el tipeo de la máquina de escribir que mantenía desvelado a su padre. De joven estudió literatura y durante un año se trasladó a un pequeño pueblo francés para probar sus habilidades literarias. Así que después de tantos años, que haya publicado finalmente una novela, es motivo suficiente para sentirse feliz, aunque sea una felicidad bastante cronenbergiana. ¿Y es Consumed una novela permeable al mundo Cronenberg? Así lo parece: hay tecnología en cantidades industriales, hay sexualidad descarnada, hay ciencia al servicio del cuerpo, hay cuerpos al servicio de la ciencia, hay toda clase de momentos Cronenberg. Así lo señala Stephen King (entre otros amigos que dan su pequeña ayuda como Viggo Mortensen, Bruce Wagner y Atom Egoyan) en la contratapa: “No apta para sensibles, sino para aquellos que no temen meterse en las profundidades del abismo humano. La novela de Cronenberg es igual de siniestra, problemática y asombrosa que sus films”.
Pero el nombre de Cronenberg vuelve a estar constelando (al menos entre nosotros) por el estreno de una nueva película, Maps to the Stars, (Polvo de estrellas es el título para Argentina) proyectada por primera vez en Cannes, donde obtuvo el premio a la mejor actriz para Julianne Moore. La crítica fue bastante efusiva al catalogarla como un regreso de Cronenberg (¿de dónde?) después de un par de películas aparentemente fallidas. Y la elogió como una sátira sobre el mundo contemporáneo de Hollywood. Es decir: la locura de sus estrellas, sus quince minutos de fama y contando, su ansiedad por el renombre, el miedo a desaparecer, el gusto por los psicofármacos, y todo ese folclore que hasta logró un subgénero: el cine dentro del cine. Map to the Stars es la primera película que Cronenberg filma en Hollywood, pero, más allá de los taglines críticos, no ostenta una visión de-sencantada de la meca del cine norteamericano; revela más bien una mirada extranjera, casi turística. Su guionista, Bruce Wagner, quien produce una serie junto a Oliver Stone en la BBC, se negó a verla como una sátira, si bien hay elementos satíricos obvios. Wagner asumió que la historia está basada en muchos pasajes de su vida. Recientemente publicó un artículo en The Guardian donde cuenta el trasfondo. Hijo de un productor, Wagner vivió toda su infancia y gran parte de su vida en Beverly Hills y Hollywood. No tuvo una vida glamorosa: trabajó en diversos oficios y terminó manejando una ambulancia por un tiempo y una limusina después, donde tuvo la suerte, o la desgracia, de llevar a un obeso Orson Welles, a Mick Jagger, y demás animalitos de Dios: “Estas dos vocaciones siempre me resultaron muy parecidas porque uno se cruzaba con gente en estado extremo, famosos o gente-haciendo-de-famoso o moribundos o dementes, y cada tanto todos juntos a la vez”.
Así comienza Maps to the Stars: con una tremenda cicatriz por una quemadura en la cara de Agatha, interpretada por Mia Wasikowska, quien llega a Hollywood con una remera que dice “Bad Babysitter”. La espera una limusina conducida por Jerome, un Robert Pattinson encargado de llevar delante, de un modo lateral, la trama de encuentros forzados. Mientras viajan, Agatha, con su look de dama gótica, hace la pregunta obligada: ¿a cuántos famosos llevó Jerome? A comienzos de la década del cincuenta, muchos buscavidas (entre ellos Wagner más adelante) ofrecieron servicios de city tours conocidos como “Mapas de las Estrellas”. Desde su limusina, los conductores señalaban las casas donde, les aseguraban a los turistas con billeteras abultadas, vivía tal o cual actor, qué tipo de auto tenía, cómo eran sus perros y qué fascinante era la vida cotidiana de una estrella cuando levantaba un diario de su vereda. Junto con el montaje alterno, el Star System es, según los polvorientos historiadores del séptimo arte, uno de los grandes aportes del cine norteamericano. Con la construcción del primer plano, las estrellas de-sarrollaron un amor/odio por ese encuadre y dieron sus vidas (en miles de casos, dar la vida fue visto como un acto épico de entrega total) para verse reflejados en ese espejo invertido. Por fuera de ese encuadre, lo único que hay son tensiones en un desierto, ansiedad por resultados de castings, miedos a desaparecer, mucho lobby, muchas piletas y logística farmacológica. Es esa tensión que Havana Segard intenta bajar y calmar, interpretada por una histérica y pecosa Julianne Moore, con grandes dosis de Dalai Lama, clonazepam y demás barbitúricos. Lo que le pone los nervios de punta es la espera por el resultado de un casting al que se postuló: una remake de una película donde su propia madre, Clarice Taggart, había logrado años atrás una nominación al Oscar, antes de que un incendio acabara con su vida. Quien terminará trabajando con Havana no es otra que la recién llegada Agatha, ella misma resucitada de un incendio, que establecerá en la ciudad, junto a Jerome, el conductor de limusinas, un mapa de encuentros predestinados, relacionados por un poema de Paul Eluard, repetido como un mantra. Resulta muy difícil, y hasta contraproducente, describir y reducir el argumento de Maps to the Stars, porque cada personaje, cada elemento que compone un plano, cada situación desarrollada, se encuentra levemente desplazada en un juego de roles intercambiados entre los personajes.
“Todos estamos relacionados en este maravilloso guión mitológico”, le asegura Agatha a su hermano pequeño Benjie (tomen nota del actor Evan Bird), quien se está recuperando de una adicción a las drogas con apenas 13 años, un niño-estrella de esos bodrios espectaculares que la industria suele parir con recurrencia para explotar a los chicos, en función de que sus padres puedan llevar una vida holgada: la madre (Olivia “Rushmore” Williams), una agente, actriz frustrada, que teme lo que el mundo pueda decir sobre su hijo, y su marido, un profeta de Hollywood de la vida sana y la espiritualidad (un estirado y algo forzado John Cusack que interpreta a un psico-algo, al mejor estilo de Claudio María Domínguez mezclado con el new age). El matrimonio tiene un secreto muy oscuro debajo de tanta publicidad televisiva y Agatha llega entonces con su cicatriz para reabrir las relaciones familiares y ponerlos cara a cara con las costras de la verdad. Lo que importa, se deduce entonces, en Maps to the Stars no es la sátira de Hollywood. Aunque sea, sí, una relectura en clave contemporánea de The Bad and the Beautiful de Vincente Minnelli, y del viejo clásico de Billy Wilder Sunset Boulevard, donde un guionista terminaba relacionado con una vieja actriz del cine mudo que, ante la falta absoluta de ofertas laborales y presa de una técnica actoral vieja y en desuso, se ve acorralada por los fantasmas de su propia fama. El guión de Wagner lleva la premisa más allá: revive a los fantasmas para enredar a sus personajes en un desfasaje entre realidad y ficción, y poner en imágenes cómo esos actores acosados por sus ansias de celebridad conviven con sus propios miedos y acosos, con la represión del pasado, con la necesidad de superar el presente, como en Mullholland Drive. Pero, ahí donde Lynch utiliza los sueños para encastrarlos unos con otros en un juego de cajas chinas, en Cronenberg no hay desbordes ni cambios de punto de vista. Los elementos góticos (fantasmas, niños muertos, incestos, fuego, la casa vieja ahora convertida en caserón al mejor estilo Nordelta) y los excesos melodramáticos (parece que el guión de Wagner tenía muchos) son bajados de tono y contenidos bajo su mirada clínica y quirúrgica.
Siempre hay muchas cabezas en las películas de Cronenberg. Cabezas que vuelan por el aire en Scanners, que prevén el futuro en La Zona Muerta, que engendran monstruos emocionales en Cromosoma 5, o que literalmente terminan una película como la cabeza de la mujer de Burroughs en El almuerzo desnudo. En los últimos años su cine cambió los efectos psicosomáticos de esas cabezas y se replegó hacia adentro, se volvió más, valga la redundancia, cerebral. Y ese movimiento creó una distorsión a sus clásicas temáticas (la obsesión por el cuerpo y sus derivaciones amorfas y anamórficas, la nueva carne de Videodrome, la unión medicinal con una mosca como metáfora del sida en los ochenta, la parodia existencial de Matrix en eXistenZ). Fue con Spider donde se trató de abrir la cabeza, meter una cámara, dejarla adentro y dejar suturar para ver cómo funciona un cerebro (no por nada hay tantas cicatrices en sus últimos filmes, sobre todo en las caras). Incluso sus coqueteos con el cine comercial en Una historia violenta, Promesas del Este y Un método peligroso, tres películas que funcionan como metáfora del matrimonio, la familia y las relaciones sentimentales y amorosas, respectivamente, son técnicamente asfixiantes. Y ahora Cronenberg vuelve a pegar un impredecible volantazo con Cosmópolis y Maps to the Stars, donde agrupa su última tendencia a realizar un cine más cerebral pero al viejo estilo de Pacto de amor y Crash: una puesta en escena perfectamente diseñada, una iluminación de tungsteno, un manejo del plano y contraplano frontal y austero, un trabajo actoral basado en la carencia de gestos y la contención poco propenso al desborde, locaciones desérticas con edificaciones retromodernas parecidas a los cuadros de De Chirico, un impecable trabajo con la edición de sonido (si hay algo que nunca escuchamos en sus películas es un ambiente naturalista, nunca un pajarito, nunca un ladrido de perro, nunca una gallina cacareando).
Después de adaptar a Burroughs y a Ballard, era bastante cantado que Cronenberg tarde o temprano adaptaría algo de Don DeLillo. En Cosmópolis (gran película estrenada en el 2012, aunque poco atendida por la crítica y el público) Robert Pattinson atravesaba la ciudad de Nueva York en su limusina para hacerse un corte de pelo. Pattinson –que sorprende bastante con su actuación post crepuscular– es un joven empresario con la capacidad de ver, desde su computadora y el útero de su auto, cómo las finanzas virtuales pueden moldear nuestra realidad. Casi todo pasa adentro de la limusina, pero lo poco que pasa afuera parece estar pasando en la cabeza del personaje (no por nada el último plano es la punta de un arma que apunta a la cabeza del yuppie). Todos los fantasmas que Pattinson se encuentra en su trayecto se mueven como restos diurnos que conviven físicamente con él. En Maps to the Stars, esos fantasmas aparecen y desaparecen, pero a diferencia de Cosmópolis, su modo de narrar no admite consecuencias a los actos; sino que los actos se desplazan, se copian a sí mismos, se desdoblan dentro del mismo plano. Si la pregunta en Cosmópolis era por el futuro como una prolongación deforme de nuestro presente, por cómo vivimos en sociedad, una pregunta que tenía que ver con un determinado tipo de organización político-digital; en Maps to the Stars la pregunta se remonta al pasado, al origen y al tabú de las relaciones humanas y familiares como mito (¿qué es Hollywood sino una enorme fábrica de deformar mitos?). En ambos casos, la estética se organiza en un juego de espejos donde el inconsciente de los personajes está estructurado como una puesta en escena condensada.
Difícil identificarse con los personajes de Cronenberg, de todos modos. Sus movimientos en cámara –medidos, rigurosos, pero a la vez sueltos y expresivos– poco tienen que ver con sus deseos, sino que el deseo es lo que se expone brutalmente en imágenes para ofrecernos una cartografía perfecta de su naufragio. El director que se desvelaba de joven con organismos multicelulares, que anhelaba convertirse en un escritor al estilo de Burroughs o Artaud, terminó por inventar un dispositivo cinematográfico que funciona como un microscopio de asociaciones libremente meditadas. Sus películas son más experimentos que resultados, por eso resulta tan difícil hacer una valoración a posteriori de Maps to the Stars; porque el efecto genera una resonancia en el espectador. Su expresionismo-clínico opera sobre el síntoma y no sobre las consecuencias. Su versión de la tragedia clásica (como lo define la propia Agatha) no se estructura sobre un mapa de descubrimientos y revelaciones, aquella lógica culposa que permitía pasar didácticamente de una sociedad arcaica a una moderna, sino todo lo contrario; sus personajes parecen predestinados a la disolución y a la desintegración; ése es el síntoma de su identidad.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.