Dom 02.11.2003
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CINE

El cruzado

La idea nació a mediados de los ‘90, cuando el director del Museo del Hermitage de San Petersburgo decidió relanzar la institución, algo alicaída, con una serie de películas alusivas filmadas por directores célebres. Alexander Sokurov recogió el guante y propuso un largometraje de una sola toma, sin cortes, rodado íntegramente en los interiores del museo. Resultado: El arca rusa, una de las obras más singulares, sublimes y reaccionarias de los últimos tiempos. Un film que nació como un sueño y se convirtió en una pesadilla.

POR HORACIO BERNADES

Sería difícil imaginar un cineasta más opuesto a Hitchcock que el ruso Alexander Sokurov. Exagerando sin duda su personaje de entretenedor público, el director de Vértigo declaró alguna vez que lo único en lo que pensaba al filmar era en llenar butacas. Por su parte, y como lo mostró acabadamente aquella elegía de cuerpos mudos y formas deformadas que fue Madre e hijo (la única de sus películas estrenada en Argentina hasta el momento), Sokurov no filma nada que no sea arte puro. Y sin embargo, pese a los inmensos océanos que parecen separar ambas obras, la proeza que Sokurov concreta ahora con El arca rusa existió alguna vez como sueño en la cabeza de Hitchcock.
A mediados de los años ‘40, entre los muchos tours de force que le gustaba plantearse, el cineasta inglés –cuya fachada de cineasta comercial escondía a uno de los artistas más depurados que jamás haya dado el cine– imaginó una película que no sólo transcurriera en un único espacio físico sino que representara, además, una filmación continua. Esto es: sin un solo corte de cámara. Hitchcock no ignoraba, claro, que eso era imposible; como los rollos de celuloide duran apenas diez minutos, al cabo de ese lapso se hace inevitable cortar y cambiar de rollo para seguir filmando. Y eso es lo que Hitchcock hizo. Filmó tomas de diez minutos y disimuló los cortes con un truquito: cada toma terminaba y empezaba en alguna zona oscura del cuadro –una espalda, una nuca, una sombra–, donde el salto de la imagen pasaba inadvertido.
El experimento, estrenado en 1948, se llamó The rope, y en Argentina se la conoció como Festín diabólico. Es la película en la que John Dahl y Farley Granger asesinan a un amigo común con el único motivo de demostrar que el crimen perfecto es posible. Los detractores de The Rope aseguran que Hitchcock hizo algo parecido: filmó una película “sin cortes” con el único objetivo de demostrar que podía hacerse. Más de medio siglo después, y gracias al video digital, ya es posible filmar un largometraje que no incluya corte alguno. Eso es lo que hace Alexander Sokurov en El arca rusa, un paseo de una hora y media de duración, filmado en una sola toma, a través de los claustros, pasillos y salones del Museo Hermitage de San Petersburgo. La película se exhibió en competencia en Cannes 2002 y se estrena en Buenos Aires el jueves que viene.
Cuando se presentó en el Palais du Festival, casi todo el mundo se rindió a sus pies maravillado. De los diez espectadores que no sucumbieron al hechizo, sin embargo, nueve formaban parte del Jurado Mayor que, encabezado por David Lynch, excluyó la película de Sokurov del reparto de premios, aunque según la opinión general era imposible que una proeza técnica y estética semejante se fuera de Cannes sin una Palma. El décimo hereje fue Tilman Büttner, el camarógrafo de la película, que tuvo a su cargo la tarea de cargar durante una hora y media los quince kilos que pesa la steadycam a lo largo de un recorrido de dos kilómetros, sin tomarse un solo segundo de descanso.

Una llave complicada
El proyecto de El arca rusa se desarrolló de modo curioso. Todo comenzó a mediados de los ‘90, cuando el director del Museo del Hermitage –gigantesca masa arquitectónica de cuatro alas que fuera construida en 1764 por orden de la emperatriz Catalina la Grande– formó una compañía de producción cinematográfica. Su objetivo: relanzar la fama de la institución, algo alicaída, comisionando a un grupo de cineastas famosos una serie de películas que llevarían un título común: Mi llave para el Hermitage.
Conociendo su amor por los museos en general y el Hermitage en particular, el director Mikhail Piotrovsky se puso en contacto con Sokurov. Tiempo más tarde, el realizador de Madre e hijo contrapropuso filmar un documental que consistiera en una única toma. Un productor alemán vinculado con el proyecto, Jens Meurer, sonrió de placer. “Era elsueño de todo productor: un solo día de filmación, cero trabajo de edición. Pensamos que sería fácil y barato. Nos equivocamos”. Meurer no había tomado en cuenta que el autor de la contrapropuesta era uno de los perfeccionistas más consumados y maniáticos del cine contemporáneo: alguien capaz de inventar nuevos sistemas ópticos para darles a algunas de sus películas cierto tratamiento visual que sólo existía en su imaginación.
Apenas el proyecto zarpó, como convocados por el gusto de Sokurov por la dificultad, toda clase de inconvenientes acudieron a la cita. Para empezar, hubo que esperar varios años hasta que la tecnología del video digital de alta definición (HDTV) se pusiera a la altura de las ambiciones del cineasta siberiano. El problema era que un casete digital podía almacenar hasta 46 minutos de material grabado; aquí se requería el doble. La solución, ideada por un equipo de superexpertos paneuropeos, consistió en desarrollar una nueva tecnología que permitiera que el material grabado se almacenara directamente en un disco rígido, algo con lo que jamás se había experimentado antes.

La película imposible
En ese momento, el presupuesto, originalmente estimado en la bicoca de 90 mil dólares, ya se había disparado a las nubes. Con una desventaja adicional: no había forma de convencer a las cadenas de televisión de que compraran una película cuya realización todo el mundo consideraba imposible. Mejor dicho: casi todo el mundo.
Bastante antes de que Sokurov diera orden de rodar, El arca rusa ya se había convertido en una superproducción, un monstruo a la altura de los gigantes cinematográficos que –en tiempos de la Unión Soviética– solía emprender con apoyo del Estado el cineasta oficial Sergei Bondarchuk. Se contrató un ejército de técnicos, se tejieron apresuradamente trajes de época y hubo que convocar a varios centenares de actores y extras, además de tres orquestas completas que tocarían en vivo. Todo ello tendría lugar en nada menos que 33 decorados distintos del museo, cuya iluminación y sonorización debía sincronizarse al milímetro para que no ocurriera una desgracia.
Entiéndase bien: bastaba que un eléctrico tosiera durante la toma, o un extra se cruzara delante de cámara, o un foco de luz se apagara, o al camarógrafo se le ocurriera trastabillar, para que la toma se fuera al demonio. Y la toma, en este caso, era Todo. Por lo demás, las autoridades seguían sin confirmar que accederían a cerrar el museo durante 48 horas, algo que no sucedía desde hacía medio siglo. ¿Y qué tal si alguno de los centenares de personas presentes en el momento del rodaje daba un mal paso y alguno de los tesoros exhibidos sufría un ligero rasguño? Ninguna compañía de seguros del mundo se animaría a responder por los Rembrandt, los El Greco, los Tintoretto o los Watteau que pueblan el museo.

Alejandro el Grande
En el curso de la producción, Sokurov empezó a sufrir problemas de ojos y, si no se convirtió en la versión rusa del personaje de Woody Allen en La mirada de los otros, fue porque accedió a pasar por el quirófano. Con un dudoso sentido de la oportunidad, una pandilla de desconocidos lo asaltó una noche en la calle y lo dejó gravemente lastimado. En una palabra, Sokurov –para quien, como queda claro, no hay creación sin sufrimiento– estaba en su salsa. Tras ensayar el recorrido completo de la cámara durante un día y una noche, el 23 de diciembre de 2001, a las dos y cuarto de la tarde, con una temperatura de 24 grados bajo cero, el pobre Büttner (que ya se había probado como decatlonista cinematográfico en Corre, Lola, corre) se calzó la steadycam, escuchó la orden de largada de Sokurov y empezó a grabar.
El día elegido para iniciar el rodaje resultó ser el más corto del año, de modo que hubo que filmar contra reloj, contra la amenaza de que la luznatural se extinguiera antes de tiempo. “Si uno de los 600 bailarines convocados para la mazurca final se tropezaba con el cable de la cámara y la desconectaba, estábamos muertos”, evoca Jens Meurer que, para peor, se llevó a las patadas con el director. Tampoco fueron un lecho de rosas las relaciones entre el realizador y su camarógrafo, a quien Sokurov le reprocharía después ciertas insuficiencias culturales. Finalmente, y tras verse obligados a recomenzar el rodaje tres veces por problemas en los primeros minutos de la toma, la gesta fílmica emprendida por Alexander el Grande quedó completada.
Pero tampoco era cuestión de prescindir tan fácilmente del desastre, de modo que Sokurov se pasó unos meses más encerrado en un laboratorio de Berlín haciendo correcciones digitales y agregando voces, ruidos y planos sonoros. Hasta que, sí, un miembro del equipo se subió al avión de Lufthansa con el disco rígido bien temperado y logró llegar a Cannes en tiempo y forma para el festival. El arca rusa se presentó en simultáneo con El ataque de los clones, segunda parte de la primera parte (o algo así) de La guerra de las galaxias, también filmada en HDTV. Los que vieron ambas películas una al lado de la otra dicen que, al lado de la de Sokurov, la de George Lucas luce fanée y descangayada como una copia de cineclub de pueblo.

El soñador
Mezcla extravagante de documental cultural, sueño filmado, film-ensayo en primera persona, viaje a través de tres siglos de historia rusa, elegía por los tiempos idos y panfleto de propaganda antisoviética, El arca rusa inicia su visita guiada en la calle, a las puertas del museo, y la concluye una hora y media después enfrentando las aguas heladas –y brumosas, como corresponde en Sokurov– del río Vilna.
A lo largo del paseo –que la cámara de Büttner convierte en una experiencia de levitación–, una voz desgrana un intermitente monólogo interior. Es, por supuesto, la voz del realizador, que aprovecha los dos kilómetros del recorrido para cavilar, hacerse preguntas, eventualmente ironizar, y que dialoga consigo mismo y con un visitante, el único de los personajes con los que se cruza que parece en condiciones de verlo. Sucede que, en la ficción, Sokurov es como un fantasma, un soñador que sueña pero –a diferencia del protagonista de Las ruinas circulares– no puede ser soñado. “Abro los ojos y no veo nada”, dice la voz en los primeros instantes de El arca rusa. “¿Dónde estoy, quién es esta gente?”, se pregunta, convirtiendo a la película entera en la visualización de su sueño privado.
Como el narrador, el visitante es extranjero, francés, y viene de otro siglo: un convidado de piedra. Se trata de un marqués y diplomático del siglo XIX, connaisseur y dilettante que se pasea por los salones entregado a una distraída deriva, admirando pero también burlándose de la colección de tesoros alojados en el Hermitage. El diálogo con el marqués da pie a Sokurov para plantearse la ambivalencia de las relaciones que la Rusia eslava estableció históricamente con Europa. Conviene tener presente que el Hermitage –que comenzó siendo el lugar elegido por su primera residente, Catalina la Grande, para colgar su colección particular– siempre funcionó como reaseguro de la cultura europea, bajo la inspiración de su fundadora, que era alemana y llegó a ser anfitriona del mismísimo Diderot, entre otras eminencias del Iluminismo.

El baile final
El hecho de que el Hermitage no sea un simple museo sino también el lugar de residencia de los emperadores –y, más tarde, de la familia de los zares– justifica que la exquisita, delicadísima cámara de Sokurov, además de caer en éxtasis ante los Rembrandt y El Greco, cabalgue elegantemente por tres siglos de historia rusa. Y no cualquier historia: la historia de la realeza. Así, en una habitación, por ejemplo, Pedro elGrande la emprende a golpes de fusta contra su asesor militar; Catalina corre en busca de un baño tras una representación teatral –en el anfiteatro que ella misma hizo construir, a imagen y semejanza del Teatro Olímpico de Vicenza– y la familia de los Romanov se sienta a la mesa acaso por última vez.
Porque el Hermitage era también la sede del famoso Palacio de Invierno tomado el 17 de noviembre de 1917 por los soviets, que arrestaron y fusilaron al zar Nicolás y los suyos. Embargado de melancolía, Sokurov -especialista en pintar todo aquello que termina– ha dedicado hasta ahora toda su obra a un único género poético: la elegía. El arca rusa es apenas la segunda de sus películas que se conoce comercialmente en Argentina, pero su filmografía, cuyos primeros títulos datan de fines de los años ‘70, tiene ya un volumen gigantesco. Entre sus varias decenas de documentales (contra lo que podría esperarse de un esteta de la forma, la producción documental de Sokurov casi duplica en número a las ficciones), nada menos que siete incluyen la palabra “elegía” en el título.
Como ya lo sugería Madre e hijo, la agonía es uno de sus temas obsesivos. Sokurov filmó los últimos días de gente tan diversa como Andrei Tarkovsky (Elegía rusa), Hitler (Moloch), Lenin (Taurus), una anónima anciana japonesa (Dolce) y hasta los restos del viejo ejército soviético en operaciones en Afganistán (Spiritual Voices). Poco sorprenderá, pues, que dedique una de sus películas más ambiciosas a cantar los últimos días de la realeza y la aristocracia rusas. A cantar, y a bailar: una de las escenas más justamente famosas de El arca rusa es la recreación del último y fastuoso baile celebrado en el Hermitage en 1913. Durante diez minutos, la orquesta filarmónica conducida por Valery Gergiev ejecuta una mazurca de Glinka mientras centenares de oficiales del ejército zarista y sus mujeres giran –junto a la cámara de Tilman Buttner– en círculos que quieren ser infinitos.

La última ola
Significativamente, Sokurov elige cerrar su visita al Hermitage con la secuencia del último baile de los zares. Después llegarán los bolcheviques, anunciados por esas aterradoras explosiones que se escuchan fuera de cuadro. Es coherente: momentos antes, el narrador había calificado la revolución de octubre como una tragedia. La cámara de Sokurov sale entonces del palacio y se detiene en la brumosa inmensidad del Vilna, que la voz del realizador asocia con el carácter “eterno” de la Madre Rusia. Una Madre Rusia cuyo hogar sagrado es el Hermitage. En el afiche del film, el museo aparece envuelto en una ola gigantesca, terminal. El sentido del título se ilumina: el Hermitage, como el arca de Noé, encierra y conserva los restos de una civilización (para ser precisos, de la civilización europea de los siglos XVIII y XIX) amenazada de muerte por un diluvio atroz: la contemporaneidad. Es difícil discutir la excelsa dimensión formal de El arca rusa; tan difícil, quizá, como ignorar su luctuosa desesperación y su compulsión a fetichizar el pasado, la única patria, según Sokurov, donde lo Sublime no corre riesgos.

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