Domingo, 11 de enero de 2015 | Hoy
Impermeable a las modas o tendencias pasajeras, pero no a los cambios ni a las grandes oleadas de renovación musical, Manolo Juárez encarna la leyenda de ser uno de los más míticos gruñones de la cultura argentina. Empezó a tallar fuerte en los años ’70, en plena renovación del folklore, y descolló en arreglos e improvisaciones junto a Eduardo Lagos, Chango y Marián Farías Gómez y Dino Saluzzi. Fue creador de la Escuela de Música Popular de Avellaneda (conservatorio en que se incluyó por primera vez la enseñanza del tango y el folklore), y él mismo se formó en el estudio académico del piano. Grabó con Jorge Cumbo, los hermanos Chango y Marián, Lito Vitale y Lalo Homer, y con quince discos en su haber se lo puede considerar en la actualidad como un músico y compositor eminentemente popular. Con flamante disco nuevo, Manolo Juárez Cuarteto, en esta entrevista Juárez repasa su larga trayectoria, recuerda los roces con los tradicionalistas, explica por qué cree que los músicos tienen que leer Romeo y Julieta, y por qué el narcisismo de estos tiempos lleva a que se componga más de lo que se interpretan los grandes temas populares.
Por Sergio Pujol
“¿Podés quedarte diez minutos más? Quiero que escuches algo.”
Una entrevista a Manolo Juárez que tenga como escenario su hermosa casa, suspendida entre Barracas y San Telmo, con sus amplios ventanales por los que entra más luz que sonido, estará siempre destinada a extenderse más allá de cualquier convención periodística. En cierto modo, Manolo es el entrevistado perfecto: nunca parece tener apuro, aunque uno sabe que a su agenda no le sobran casilleros. “Soy medio zen”, dice en broma, parafraseando la definición que un periodista le tiró recientemente a propósito de su reticencia a interpretar sus propias composiciones. Esa definición le pegó. Las cosas le pegan a Manolo. Y las rumia un buen tiempo; es muy reflexivo, y asimismo bastante temperamental. Esta vez, su invitación a escuchar una versión de “La nochera” que nunca editó será el fade out de una charla tan abarcadora –y a la vez precisa– como la vida de este buceador de la música argentina que parece encarnar la totalidad del campo artístico al que pertenece.
El efecto metonímico no se explica solamente por el talento de Manolo para producir una audaz marca en el corpus del folklore argentino –desde su primer arreglo de “Zamba de Vargas”, a fines de los ’60, hasta el disco Manolo Juárez Cuarteto, recientemente presentado en dos conciertos en la Biblioteca Nacional–, sino también por su inaplazable tarea docente. “De lo que me siento más orgulloso en la vida es de haber fundado la Escuela de Música Popular de Avellaneda”, arremete con seguridad. “Ahora resulta que hubo como 30 fundadores, pero la idea me la formularon Cacho Tirao y José Gabriel Dumón, director general de Escuelas y Cultura de la provincia de Buenos Aires en tiempos de Alfonsín. Estaba el modelo de la Berklee School, pero en Berklee se enseña jazz y pop. Así fue como creamos el primer conservatorio del mundo con folklore, tango y jazz. Pero me quedé corto, me hubiera gustado desarrollar, con Homero Expósito, toda una materia de cancionística.” Y acto seguido tira (entona) un par de ejemplos de versificaciones redondas. Los de Manolo son siempre ejemplos que atraviesan como saetas la historia de la música. Lo obsesiona cierto aislamiento de la creación musical respecto de los grandes anclajes de la cultura occidental. “A muchos de mis alumnos los mando a leer, los músicos tienen que leer más. El otro día, a uno lo mandé a leer Romeo y Julieta. Le dije que no le iba a dar más clases si no me traía un resumen de 10 páginas. Sólo así podrá entender el mundo del ballet y la ópera; también los culebrones latinoamericanos, West Side Story y tantas otras cosas.”
Cuando se le pregunta por el día en que decidió dar clases particulares de música hace una pausa prolongada, apaga el aire acondicionado que su hija Mora, productora artística, tan gentilmente encendió unos minutos antes y se sumerge a tientas en una memoria que habitualmente no le falla. Pero la pregunta quedará sin respuesta, será relevada por la pregunta siguiente. Sucede que Manolo, el más socrático de los músicos argentinos, enseña desde hace tanto tiempo –enseña apasionadamente, aunque al principio lo hacía sólo para ganarse la vida– que no puede discernir con claridad aquella primera lección impartida, del mismo modo que no puede separar una entrevista de una clase. “Si trajiste preguntas para hacerme, vamos a ellas”, dice a modo de disculpa cuando ve cómo paso las páginas de mi libreta indolentemente, ya convencido de que no tiene sentido interrumpir su encantadora explicación de los madrigales de Monteverdi, la prosodia en la canción popular y el genio de los dos Homeros del tango para preguntarle por su cuarteto o para pedirle una opinión sobre la escena del seguramente mal llamado “nuevo folklore”. Ya habrá tiempo para el presente.
El nombre de Manolo empezó a tallar con fuerza a mediados de los años ’70, cuando la expresión “renovación folclórica” tomaba la posta del boom de canción nativa de la década anterior. Junto a Eduardo Lagos, Chango y Marián Farías Gómez y Dino Saluzzi, entre otros, Manolo participó en la aventura de arreglar e improvisar –las dos máximas de la renovación– a partir del ritmo y las formas folclóricas argentinas. A veces se perdía en largas zapadas sobre un pie de zamba; otras veces –como en “Chacarera sin segunda”– ironizaba sobre las pautas de un género que puede ser el más liberador o el más aprisionador, según cómo se lo trate. Aquellas sesiones, de sesgo jazzístico, caídas del mercado y excluidas del canon, se extendían sin inhibiciones hasta cualquier parte, hasta cualquier hora. ¿Qué límites se había autoimpuesto aquella generación? “Que la empanada no dejara de chorrear”, responde Manolo con su facilidad yupanquiana para las analogías rurales, aunque él siempre fue un hombre resueltamente urbano. “Por ejemplo, cuando tocás una zamba, lo importante es no perder de vista el pañuelo.”
En su música, preciosamente armonizada y levemente digresiva, dueña de una fineza melódica sorprendente, el pañuelo siempre se visualiza, aunque a veces a través de una niebla impresionista. Esto lo alejó de la fusión, allí donde no importaba el pañuelo sino la creación de una lingua franca, pero no por ello lo volvió una figura amigable para los tradicionalistas. “A principios de los años ’70, con el trío tocábamos en un boliche muy paquete. Cuando subíamos nosotros, la gente se reía. No quiero hacerme la víctima, pero hubo épocas duras. Yo salía a confrontar con el público. Una vez les pregunté si conocían al general Uriburu, un fascista. Entonces les dije: si lo que hago no le gusta a Uriburu, ando por el buen camino. En realidad no era culpa de la gente; la culpa era de la mala enseñanza musical en la Argentina. Aquí la armonía se enseñaba como si fuera el Código Penal: lo que se puede hacer, lo que no se puede hacer. En eso, fuimos como esos capataces que terminan siendo más conservadores que sus patrones. Y no porque no hayamos recibido de Europa buenos profesores. En realidad vinieron los mejores, los que expulsaron Hitler y Franco. Pero ésta es una sociedad jodida. En una vuelta Adolfo Abalos, que tocaba muy bien, me dijo, con ese tono castizo de los santiagueños: “Tú armonizas como un austríaco”. Y yo le dije: “Y vos armonizás como el padre de Vivaldi”.
Entre aquellas anécdotas que lo convirtieron en una especie de Piazzolla del folklore y la actualidad se interponen discos magníficos –con Jorge Cumbo, con el Chango y Marian, con Lito Vitale, con Lalo Homer–, una trayectoria docente enorme, con la que hoy podría escribirse parte del directorio de la música argentina de los últimos 30 años, y la leyenda de uno de los grandes gruñones de la cultura argentina, impermeable al posmodernismo y al neopopulismo cultural. “Cuando me entregaron el Premio Gardel por mi nuevo disco me enojé mucho”, enuncia como si hubiera sido víctima de un ultraje. “¿Qué tengo yo que ver con Los Nocheros, con Los Carabajal? Nada que ver. ¿Por qué tengo que recibir un premio de una competencia en la que no quiero participar?”
Manuel Juárez nació en Córdoba, el 22 de abril de 1937. Ese año el tango empezaba su lento recupero después de la muerte de Gardel y el folklore se iba haciendo presente en los centros urbanos sigilosamente. Su padre era un hombre adinerado, culto y gregario. “Mi madre quiso tenerme en Córdoba, pero enseguida volvimos a Buenos Aires. Soy mitad porteño, mitad cordobés.” Vivían en La Paternal, cerca de la cancha de Argentinos Juniors. Manolo habla de su infancia bajo un retrato de su madre pintado por Antonio Berni. El cuadro se sale de cuadro, como si quisiera sumar apostillas a un relato que Manolo frasea pausadamente. “En mi casa se vivía un clima de ateneo permanente. Todos los viernes caían Berni, Castagnino, Rafael Alberti, Yupanqui, Ginastera... Neruda cuando andaba por la Argentina. Todos amigos de mi viejo, Horacio Juárez, premio nacional de escultura. Mi mamá se enojaba porque los invitados cortaban los jamones crudos que colgaban de un gancho en el techo, y bebían mucho. El piso quedaba a la miseria. Un día compramos un piano, y entonces aquello se puso mejor todavía. Te estoy hablando de mediados de los años ’40.”
En los recuerdos musicales de Manolo brillan varios faroles. Por un lado, los Impromtus de Schubert, su puerta al mundo de la música clásica. Tenía 6 o 7 siete años cuando los descubrió. Los pone al lado de La consagración de la primavera de Stravinski (“da vuelta todo, es la obra de un genio absoluto”), por el impacto que le causaron. Otro recuerdo lo conduce a esa tarde prodigiosa en la que asistió a un ensayo de la orquesta de Julio De Caro, amigo de su padre. “Aquella música me paralizó. Y ahí descubrí el gran talento de Francisco, el hermano de Julio. Tengo 20 grabaciones de ‘La cumparsita’, y te puedo asegurar que la de Francisco es más moderna que la de Astor.” Otro descubrimiento trascendental de su vida fue el jazz, a través de un disco de Bob Crosby y sus “bobcats”. Enseguida se asoció al Bop Club de Buenos Aires y se hizo amigo de Pipo Troise, el Mono Villegas y tantos otros.
Pero la gran epifanía llegaría por otro lado. “Cuando íbamos a Córdoba con mamá visitábamos a un suegro de mi tía. Un viejo de campo que se bañaba y luego las hijas lo peinaban, mientras él tocaba en el bandoneón ‘La doble’, ‘Zamba de Vargas’, ‘La loca’, ‘La vieja’... Ahí descubrí el folklore. Para siempre. Más tarde lo conocí al Cuchi Leguizamón, un verano en Santa Teresita, y decidí que quería ser pianista de folklore, pero la primera influencia fue la de aquel músico desconocido. Cuando en 1973 grabé mi primer disco con el trío (Trío Juarez+ dos), hice todos los temas que tocaba el viejo del bandoneón. De esto me di cuenta mucho más tarde. Fue como si entre las reuniones cultas organizadas por mi padre y el bandoneonista de campo me hubiera inclinado por este último.”
¿Esto explicaría por qué, habiendo quedado paralizado por la música de Julio De Caro, elegiste el folklore en lugar del tango?
–En realidad, lo primero que elegí fue la música académica. De ahí vengo, ésa es mi formación. Tomé clases con grandes maestros, como el ruso afincado en la Argentina Ruwin Erlich. También con Guillermo Graetzer, Horacio Siccardi, Jacobo Fischer y, beca mediante, con Domenico Guaccero en Italia. Al principio estudié para convertirme en pianista clásico; de eso me quedó una buena base. Pero como también jugaba al básquet y sometía mis manos a cierta violencia, terminé abandonando la interpretación y me concentré en la composición. Siendo muy joven, con Tríptico para piano gané el concurso G. V. V. Iotti de Milán. En fin, soy centroeuropeo cuando compongo y folclorista argentino cuando toco el piano, si bien algunas de mis composiciones populares vienen de aquel entrenamiento en música de cámara. Por ejemplo, “Tarde de invierno” lo escribí cuando estudiaba en Italia. Clásico y popular es una disociación insuperable para mí.
Insuperable y bastante curiosa. También tenemos el caso de Waldo de los Ríos, que vos tantas veces has elogiado. Waldo transitó los dos andariveles sin cruzarlos demasiado, aunque le apetecía un reconocimiento masivo que paradójicamente le llegó del arreglo y la dirección orquestal y no del folklore.
–Sí, era buenísimo haciendo folklore con Los Waldos. Un gran pianista, un auténtico renovador. Pero lo que hizo con la Sinfonía número 40 de Mozart y todo eso fue espantoso. Ahí era “Waldorf de los Ríos”. Es el problema de hacer música por dinero. Yo eso lo tuve muy claro desde que pisé por primera vez Music-Hall. Llegué allí gracias a un cassette que le gustó mucho a Miguel Smirnoff. Estando en Music-Hall, un tipo me advirtió: “Te vamos a editar el disco, pero te aclaro que ésta no es ventanilla de reclamo”. Tenía razón. Si yo hacía mi música, iba a cobrar como para comprarme una camisa barata. Pero había otro camino que me iba a llenar de plata y de culpas. Nadie podía llamarse a engaños.
Es cierto, la comparación con Waldo de los Ríos no es del todo feliz. Pensaba, en realidad, en el hecho de que siendo un músico consagrado en el terreno popular tuviste oportunidad de volcar lo folclórico al lenguaje académico, pero no lo hiciste. En cambio, sí se reconocen elementos académicos en tu lenguaje “popular”.
–La verdad es que nunca tuve tiempo ni suficientes ganas de investigar a fondo ese pasaje de lo popular a lo clásico. El folklore es un campo muy denso y complejo. ¿De qué folklore hablamos? Fijate que Bela Bartok –no me quiero comparar con él– recorrió toda Europa central y del Este y sin embargo nunca dejó de sonar húngaro. Y Hungría es un país pequeño. El nuestro quizá sea el país más rico en folklore del mundo entero, porque no tuvimos un Canal de Panamá. Aquí venían músicas de Perú, Bolivia, Paraguay, Chile; asimismo, mirábamos a Europa, éramos prácticamente la única salida al exterior. Y eso explica tanto la diversidad de folklores como los mestizajes. Vos sos un camionero argentino que hace la ruta hacia San Pablo. Un día te enamorás de una paulista. Ella te cocina feijoada pero finalmente aprende a hacer un buen locro. Ahí está la mezcla. Eso es muy argentino.
¿Te gusta la música de Heitor Villa Lobos?
–Sí, me gusta. Pero el nacionalismo musical, que acá desarrollaron desde Alberto Williams a Ginastera, sigue siendo para mí un tema muy complejo. Vos tenés a Albéniz, Smetana o Rimsky-Korsakov, que compusieron músicas nacionales a partir del folklore. Perfecto. Pero te puedo dar el ejemplo de Claude Debussy. No utilizó una sola nota del folklore de su país y suena más francés que la concha de su madre. Cuando Rimsky se acercó a Tchaicovski para hablarle de nacionalismo éste lo sacó cagando. Y ojo que era el más ruso de todos, incluso en sus obras más cosmopolitas.
A Manolo le cuesta –no quiere– salir de este tema rápidamente. Se aleja y vuelve de él una y otra vez. De cualquier manera, aquel temprano dilema entre componer “clásico” y tocar “popular” jamás lo inmovilizó, aunque despertó algunos desconciertos alrededor. En ese sentido, una de sus anécdotas favoritas se sitúa en 1976, en el palco del Teatro Colón. Esa noche, Carlos Chávez, gloria musical de México, está al frente de la Sinfónica Nacional recorriendo los vericuetos de Maremagnum. Su autor, Manuel Juárez, mira nervioso el reloj. Un compositor amigo lo observa intrigado y finalmente se anima a preguntarle: “¿A qué lugar más importante que éste tenés que ir? No parás de mirar la hora”. La respuesta dibujará en el rostro del preguntón una mueca entre piadosa y despectiva: “Tengo que tocar folklore con mi grupo en un boliche de jazz, no quiero llegar tarde”.
Manolo está respondiendo así a una pregunta que en realidad está dirigida a su otro yo, Manuel Juárez. “Dejate de joder, con esa música de ranchos”, replicará su amigo. “Ahora están tocando tu música en el Teatro Colón.” El retruque final de Manolo (¿o de Manuel?) provendrá de la historia de la música académica, un duelo entre caballeros que emplean las mismas armas: “Si vos te encontraras en una cervecería vienesa con un viejo barbudo que se gana la vida tocando el piano seguramente lo despreciarías, pero ese viejo bien podría ser Johannes Brahms”.
Es posible que en el siglo XXI, siglo de hibridaciones aceleradas y autoridades culturales cuestionadas, aquel diálogo sea improbable, aunque no ha perdido verosimilitud. Hay que tener esto en cuenta a la hora de medir el grado de intrepidez de un músico anfibio, un peleador contra antinomias binarias que, sin embargo –y no sin alguna contradicción a cuestas– suele valorar el folklore desde una concepción de los valores musicales forjada en el ámbito del clasicismo. “La música popular no inventó nada”, afirma temerariamente. “Los acordes de Bill Evans ya habían sido escritos por Tchaikovsky. Lo que trajo la música popular es una gran frescura. Abrió la ventana y nos aflojó el cinturón a todos. Cuando estuve en Salta para darle el Premio Fondo Nacional de las Artes al Cuchi fui a un mercado boliviano y escuché una percusión que me partió el cerebro. Todo desafinado, pero claro, soy un pelotudo si pido afinación inglesa en un lugar de ventisqueros, donde el viento sopla un sonido agudo y molesto constantemente. Eso escucha el hombre de la Puna. Y así es su música.”
En su nuevo disco, uno de los mejores de una discografía de 15 títulos (tres de música sinfónica y de cámara), Manolo vuelve a tocar con uno de sus formatos favoritos: el cuarteto de piano, guitarra (Roberto Calvo), contrabajo (Horacio “Mono” Hurtado) y percusión (José Luis “Colo” Belmonte). Lo primero que se escucha es un poderoso acorde de piano con pedal. Los bajos del teclado se funden con el bajo con arco de Hurtado. Al toque se escucha una seguidilla de intervalos antiguos y actualísimos a la vez. Es la firma –o el epígrafe, mejor dicho– de Manolo a través de los años. Luego entra la guitarra y el cuarteto se interna en una versión de “La doble” llena de energía.
Con un sonido rítmicamente reforzado (“encontré un baterista tan bueno que no se siente”), Manolo está en su mejor forma, aunque ahora se queja un poco de la mano izquierda –“no la puedo abrir del todo”– y algunos otros trances de salud que le recuerdan que tiene 77 años. De todos modos, se siente a gusto con sus músicos y cómodo con un repertorio que pasa de Chazarreta (“La doble”) a Yupanqui (“Luna tucumana”), y de María Elena Walsh (un viejo arreglo para piano solista de “Manuelita”) a su adorado Cuchi Leguizamón (“La arenosa”). En los discos de Manolo siempre conviven temas muy conocidos con un par de hallazgos. En este caso, los hallazgos son “Horno de barro”, de Cayetano Saluzzi (el padre de Dino) –aquí canta Néstor Basurto– y “Zamba de los mineros”, una perla de Leguizamón y Dávalos que merecería –ahora la tendrá– más difusión. También hay un original con firma de Juárez: “Momento número 1”, un tema parcialmente pentatónico que nos transporta a un noroeste fantasmagórico.
Aunque en discos anteriores supo grabar “Mora”, “Pablo y Alejandro”, “Tarde de invierno” y “Beatriz”, entre otras páginas de su inventiva, a Manolo no le gusta mucho tocar sus propios temas: “A ‘Momento número 1’ lo metí al final del disco porque nos quedamos cortos con el material”, se disculpa. He aquí un verdadero contradictor de uno de los imperativos morales de la música popular de nuestro tiempo: tocarás siempre tus propias creaciones. En este punto Manolo se exalta, como un viejo jazzman aun confiado en la solidez de los standards. No entiende por qué los músicos jóvenes se esfuerzan tanto en componer y tan poco en interpretar las grandes obras populares. Adjudica esta tendencia al egotismo de nuestro tiempo, y a la consiguiente falta de rigor autocrítico, si bien reconoce que, al menos en el campo del folklore, “las nuevas generaciones vienen bien”. Pero ese elogio un tanto impreciso –no menciona a sus buenos ex alumnos, seguramente porque son muchos y no quiere personalizar el tema– es apenas un paréntesis en medio de su celebración de algunas canciones celebérrimas.
Su amplio arco de intereses musicales parece cerrarse sin dejar que ingrese el rock, aunque en sus clases suele citar la frase principal de “Yesterday” como ejemplo de forma irregular y en su canon de la música argentina figuran Litto Nebbia y Luis Alberto Spinetta, seguramente porque son “poco rockeros”. Como sea, su inventario de melodías universales es prácticamente inagotable. Puede explicar el tema principal de la película Erase una vez en América y compararlo con Tristán e Isolda. En “Summertime” de Gershwin escucha un lento caminar bajo el sol del profundo sur norteamericano. No bien termina de ejercer una suave presión sobre mi brazo para explicarme la sístole y la diástole en las tensiones armónicas (“la armonía es gramática sensible”), repite como un mantra tanguero los primeros compases de “Uno”, de Mores y Discépolo: “Uno-busca lleno-de esperanzas-el camino-que los sueños-ofrecieron-a sus ansias....”. Enseña Manolo: “Con este comienzo el tipo crea una tensión tremenda; yo en cambio hubiera hecho una línea melódica con más saltos, por eso Mores es un genio y yo no”. Inmediatamente pasa a Keith Jarrett y su versión de “Over The Rainbow”. La elogia como composición. O mejor dicho: como una reinvención en los dedos de Jarrett. Lo mismo dice del swing de Eduardo Lagos tocando una chacarera: “te destripaba”.
Por ahí, por el piano, va la cosa en el mundo de Manolo: un buen arreglo, como una buena improvisación, es al fin y al cabo una forma de composición. Y una forma de entender el piano, instrumento al que le dedicó uno de las convocatorias musicales más bellas de toda la historia cultural argentina: Solo piano. Por ese ciclo pasaron, entre otros, sus amigos Gerardo Gandini –a su memoria Manolo consagró sus presentaciones en la Biblioteca Nacional–, Enrique “Mono” Villegas, Horacio Salgán y el Cuchi. A fin de cuentas, Mores es pianista. Gershwin era pianista. Como Waldo, Tarantino y Jarrett. Como el gran Ariel Ramírez, al que Manolo sitúa en el centro perfecto del folklore, a igual distancia de la vanguardia que del tradicionalismo.
Provocativamente, Manolo habla pestes de la guitarra. Dice que sus rasgueos arruinaron buena parte de la música argentina, porque no distinguieron notas, porque lo mezclaron todo. Después afloja un poco, concede un poco. Reconoce la ubicuidad de las seis cuerdas, su legítima popularidad. Y se entusiasma con guitarristas que admira (Lalo Homer en primer lugar), aquellos que sí seleccionaron con cuidado las notas que iban a tocar. Pero su mundo es el piano, no hay vueltas que darle al asunto. Sobre las teclas, asumiendo una historia personal y colectiva, Manuel y Manolo se dan la mano, suspenden sus diferencias, tienen un mar de temas en común, no importa lo “clásico” que sea uno y lo “popular” el otro. Siempre recordándonos, sin falsa modestia, que “pianista es Horacio Salgán, yo soy un tocador de piano”, Manolo no podrá negar la gran originalidad con la que supo conjugar la ejecución límpida y rítmicamente graciosa con su exquisito paladar armónico. “Lo mío es más sencillo de lo que parece. Yo me atreví a poner acordes de paso en canciones de tres tonos.”
¿Qué música escuchás cuando te quedás solo, cuando bajás la tapa de tu piano y los alumnos ya se han ido?
–Algo de Egberto Gismonti, con toda seguridad. A Jarrett, cuando no le agarran esos ataques. A Piazzolla tocando a Piazzolla: como bandoneonista me gusta más que Troilo, que me disculpen; Astor tocaba como Charlie Parker aunque era un poco reiterativo armónicamente. Troilo tocaba con mucha fineza y era un gran compositor. Pero con el bandoneón a veces ponía demasiadas caritas. Y escucho mucho a ese genio que se llamó Nat King Cole. Hace poco escuché unas grabaciones de Oscar Peterson en Montreal, cuando recién empezaba. Era una copia textual de Nat Cole. Otro que me gusta, aunque ahora un poco menos, es Bill Evans. Me recuerda La importancia de llamarse Ernesto de Oscar Wilde: al escucharlo me siento invadido por pecados que no he cometido. Es agobiante.
Mientras “La nochera” se acerca a su final, el rostro de Manolo curva las cejas y su mirada se pierde en un punto lejano, un poco más allá –o más acá– del retrato del Mono, por Hermenegildo Sábat, la figura espigada de Arturo Illia con la banda presidencial sujetándole el pecho o el piano vertical que asiste a los alumnos que peregrinan a la calle Chacabuco. Estos son algunos de los iconos que amueblan, a la par de los sones de su discoteca, el lugar de Manolo Juárez en el mundo. Al fin concluye la grabación y coincidimos en que está muy bien: merece ser editada. Pero el hombre quiere seguir revisando inéditos, como un escritor que se enfrenta a viejos manuscritos que desechó publicar por motivos que no recuerda. Y en el track siguiente cambia de cara, se muestra un poco disgustado. Es una versión de “La doble” a la que le agregó un sintetizador. En pos de un final de entrevista feliz, intento sacarlo de tema comentándole lo lindo que resultó aquel disco grabado en vivo en el Teatro Colón en 2003. Error. “A mí no me gustó”, vuelve a tensionarse. “No pude probar sonido. Y el piano era demasiado bueno. Yo venía de manejar una rastrojera y me subieron a una Ferrari. Cuando bajé la primera tecla me horroricé, me tuve que adaptar en el acto.”
¿Pero no es un poco así la música popular, un ejercicio de adaptación en el acto? A Manolo esta explicación no lo convence mucho, y retoma su crítica –autocrítica– a la sonoridad que estamos compartiendo. “Ese sintetizador que agregué ya está envejecido, cómo envejece la tecnología”, rezonga. Y está en lo cierto, la tecnología envejece. Pero el folklore no, siempre que se tenga, como tiene Manolo en cantidad generosa, el valor para traerlo al presente.
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