Domingo, 8 de febrero de 2015 | Hoy
CINE Fue dos veces el superhéroe más taquillero del cine y a la tercera vez dijo que no. Y luego diría muchas otras veces que no y todos se acostumbraron a que dijera que no. Y también quiso volver. Si estas líneas definen aproximadamente el derrotero de Michael Keaton, no menos cierto es que también resumen el argumento de Birdman, la película de Alejandro González Iñárritu que lo tiene como protagonista y donde se cuenta la vida de un desertor del éxito que quiere regresar de la mano de Raymond Carver. Una historia en espejo para retratar a uno de los talentos más raros, esquivos y queribles de Hollywood: Michael Keaton, el hombre que fue Batman.
Por Mariano Kairuz
No es que haya vuelto, es que nunca se fue.
Bueno, eso es lo que dice él mismo, pero es cierto sólo a medias: para un actor, una estrella, que entre fines de los ‘80 y principios de los ‘90 se convirtió en el rostro de algunas de las películas más taquilleras del mainstream hollywoodense, puede decirse que lo que pasó a lo largo de la última década y pico con la carrera de Michael Keaton –cuando sus películas bajaron cantidad y perfil– se pareció bastante a desaparecer.
Si le preguntan a él, en su mayor parte se debió a una serie de decisiones personales. No quiso repetirse, no quiso aburrirse. Perdió el interés y no tenía apremios económicos, así que prefirió simplemente dedicar su tiempo a la caza y a la pesca con mosca, dos actividades que realiza con alegría, obsesiva y profesionalmente, en la región rural de Montana que eligió como su lugar en el mundo. Pero la atención que, súbitamente, desde octubre pasado, le viene prodigando la prensa, el genuino desafío que tiene que haber significado interpretar a un personaje como el Riggan Thomson de la nueva película de Alejandro González Iñárritu, Birdman; o la inesperada virtud de la ignorancia –no sólo por su brutal exposición sino por las innegables conexiones con su propia carrera profesional–, que instiga su personaje; y, por supuesto el Globo de Oro que recibió hace menos de un mes con un discurso emocionado (y emocionante para los presentes); y el Oscar al que está nominado y que sólo podría llegar a arrebatarle Eddie Redmayne (por su Stephen Hawking) el próximo 22 de febrero, le dan al momento actual del actor que fue Batman todos los elementos dramáticos propios de un regreso. El sigue diciendo que no es exactamente un regreso, pero que entiende que los demás lo vean así, y hasta cuenta que apenas conoció a Barack Obama, unos años atrás, lo primero que éste le dijo fue que era fan de Beetlejuice, y lo siguiente: “¿Por qué no hacés más películas?” ¡Tenés que hacer más películas!”.
En Birdman, Keaton interpreta a un actor que quiere probarse a sí mismo que todavía “no fue”, que aún es, en sus palabras, relevante. Alguna vez, Riggan Thomson fue una estrella de los estudios de Hollywood, gracias a tres multimillonarias películas basadas en un superhéroe de historieta, el hombre pájaro del título. Pero un día le dijo que no a una tercera secuela. Y de ahí en más todo fue hacia abajo. Por eso es que ahora, para demostrarse y demostrarles a los demás que aún existe, monta una puesta de su propia adaptación de ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?, de Raymond Carver, en una importante sala de Broadway. Allí lo encontramos, atormentado por las voces en su cabeza –las del ego, la inseguridad, sus miedos– durante los ensayos finales con público presente, en una larga secuencia que emula el fluir de la conciencia y el vértigo y la adrenalina detrás del telón justo antes de este estreno con el que el protagonista apuesta a encenderse o incendiarse.
Y sin embargo, ha dicho Keaton, el hombre que para una generación entera sigue siendo Batman, y quien le quiera creer que le crea, “nunca me identifiqué menos con un personaje que con Riggan”. Ocurre que Keaton no sólo fue el Batman que hubo entre el hombre murciélago camp de Adam West y el oscuro caballero de la noche de Christian Bale, sino que fue el Batman sin el cual el de Bale no hubiera sido posible. Un pionero; la película multimillonaria que les abrió la puerta a las sagas de acomplejados paladines que veinticinco años después han colonizado Hollywood por completo. Mientras se filmaba, nadie sabía si iba a funcionar o no, y el rodaje fue una experiencia tensa para su director, Tim Burton, Keaton y hasta Jack Nicholson, que hacía del Guasón. Mientras tanto, desde afuera de Ciudad Gótica llegaban miles de cartas (la leyenda dice que más de 50 mil) de fans enardecidos por la elección de un actor tan alejado de la convención del héroe de mandíbula cuadrada. Keaton, que nunca renegó de su personaje más popular pero jamás tuvo tampoco el menor interés en los comics, consideraba que la situación era ridícula (“Con las cosas que pasan en el mundo: ¿a quién carajo puede importarle quién va a hacer de Batman?”). Sí entendía que estaba interpretando un objeto importante de la cultura popular, y puede decirse que, sin proponérselo, inauguró una veta fundamental del Batman contemporáneo: ese que se refleja en su archinémesis: hay una afinidad fisonómica entre él y Jack Nicholson, especialmente evidente en la forma de las cejas de ambos –que, algo abiertas y en V, apuntando hacia arriba, parecieran estar siempre enarcadas– y en la forma de sus labios, que puede pasar por una expresión de asco, o de un sarcasmo diabólico incluso cuando apenas están sonriendo. Lo cierto es que si Keaton estaba ahí es porque Tim Burton, que la había pasado muy bien dirigiéndolo en Beetlejuice, el súper fantasma (1988) estaba convencido de que era “la única persona con la personalidad oscuramente obsesiva, necesaria” para llevar adelante lo que se habían propuesto.
Las objeciones de los fans se extendieron hasta que la película se estrenó y vieron que iba en serio y fue un éxito masivo, convirtiéndose en una de las diez más taquilleras de todos los tiempos. Dos años y medio después vino otra, Batman vuelve (la de Michelle Pfeiffer como Gatúbela), de nuevo con Burton, y un día Keaton le dijo que no a Batman 3, porque le pareció que el guión era un retroceso respecto de la oscuridad lograda en los dos primeros films, y definitivamente, porque Burton se bajó del proyecto. Y entonces los productores le ofrecieron quince millones de dólares para que reconsiderara, y Keaton les volvió a decir que no. Y bastante pronto se labró esa reputación: la de la estrella que dice que no.
Nacido en 1951, el menor de siete hermanos –hijos de un ingeniero civil y un ama de casa–, Keaton se crió en un hogar de Pensilvania que conoció muchas penurias económicas. En la escuela descubrió que la actuación podía salvarlo en las ocasiones en que se metía en problemas. Tras curtirse haciendo todo tipo de trabajos en un programa de la TV pública de Pittsburgh, y decidido a dedicarse a la comedia, se fue en su escarabajo Volkswagen hasta Los Angeles, y mientras se hospedaba alternativamente en la casa de un amigo y en su propio auto, se presentaba a audiciones de stand-up en clubes hoy legendarios como el Catch a Rising Star, donde conoció a Larry David –cocreador de Seinfeld–, cuando ambos empezaban. La notoriedad que adquirió haciendo stand-up le ganó sus primeros trabajos televisivos y se vio obligado a cambiar el nombre con que lo había bautizado su familia de raíces irlandesas, escocesas y alemanas: Michael John Douglas (porque ya había un Michael Douglas bastante famoso). De la TV, recomendado por los legendarios guionistas Lowell Ganz y Babaloo Mandel, llegó a su primera película, Servicio de noche (Night Shift, 1982), de Ron Howard, y fue una revelación instantánea: Keaton irrumpía en pantalla con la fuerza de un torbellino, como contrapunto de su tranquilo y caballeroso coprotagonista Henry Winkler (el Fonzie de Los días felices), y enseguida se devoraba la escena con su espíritu arrollador, fantasioso, fiestero; con su fuerza vital, su verba de monologuista y esa mirada siempre un poco alienada.
No mucho después filmó Señor Mamá (Mr. Mom, 1983, en la que interpretaba a un hombre que, desempleado en plena era de los reaganomics, se convierte en un desastroso amo de casa y padre todoterreno mientras su mujer sale a trabajar) y Fábrica de locuras (de nuevo con Ron Howard, 1986). La electricidad inagotable de Keaton en esos primeros personajes es distinta de la energía payasesca de, digamos, Jim Carrey; se percibe en él la ambigüedad de alguien que vive atrapado entre dos mundos. “Pocas de las 40 películas que ha hecho Keaton desde Servicio de noche caben en los dos encasillamientos en los que Hollywood quiso ponerlo: el tipo loco y anárquico de Beetlejuice o el joven común y corriente que habla ultravelozmente y cuya máquina interna está siempre un poco acelerada, de Mr. Mom –se lee en un perfil reciente motivado por Birdman–. La competencia de Keaton en el primer rubro fue Robin Williams; en el segundo, Tom Hanks. Resolvió su problema trabajando a ambos lados de la cerca a lo largo de los ’80 para terminar la década haciendo Batman y convirtiendo su personaje menos característico en el que lo definiría”.
Hoy es imposible pensar en otro actor para Beetlejuice, el superfantasma, pero lo cierto es que Keaton primero rechazó aquel papel, no porque no le interesara, sino porque, dijo, “no sabía cómo hacerlo”. Para entonces, ya se había ganado cierta fama de estrella proclive a rechazar algunos de los proyectos que se consideraban más atractivos en la industria. Les dijo que no a Splash (la de la sirena, que terminaron haciendo Tom Hanks y Daryl Hannah), a Los Cazafantasmas, y a La mosca, de Cronenberg. Abandonó el rodaje de La rosa púrpura del Cairo por diferencias creativas con Woody Allen; una situación que se repetiría años después con Río Místico y Clint Eastwood. Tarantino debió insistirle más de tres veces para que trabajara con él. Y J. J. Abrams lo quiso para hacer del Doctor Jack de Lost, pero aunque estaba interesado, se bajó porque no quería someterse a los interminables compromisos de una serie televisiva.
“La realidad es que fui el Doctor No durante un largo tiempo –admite Keaton–. Estoy seguro de que cometí algunos errores al dejar pasar proyectos, pero sentí que ya no me divertía, así que empecé a ser demasiado selectivo. Y hubo un punto en que los estudios dejaron de buscarme.”
Después de una serie de películas de prospecto masivo (no todas exactamente buenas) como El diario, el thriller El inquilino, el decente dramón Mi vida, una participación en Mucho ruido y pocas nueces de Kenneth Branagh (que casi no acepta porque, nunca tuvo problema en confesarlo, su formación en Shakespeare es muy limitada), la comedia fantástica Mis otros yo, la subvalorada La guerra de los sexos (Speechless, con Geena Davis), y de interpretar dos veces a un personaje del escritor Elmore Leonard, Ray Nicolette, en Jackie Brown, de Tarantino, y Un romance peligroso, de Soderbergh, el descenso fue brutal. Para un actor que había rechazado tantos papeles, su participación en películas entre intrascendentes y francamente malísimas, como Jack Frost y Voces del más allá se hizo incomprensible. Entre los desastres, fue nominado a un Globo de Oro por Live from Baghdad, y les puso la voz a personajes animados de dos grandes films de Pixar, pero esto era apenas el fantasma de lo que había sido. Sin embargo, no abandonó del todo la búsqueda: en 2008 hizo su primera película como director, The Merry Gentleman, un film oscuro y amargo en el que él mismo interpreta a un asesino a sueldo suicida, en relación con la mujer de un policía violento; una película que se ha visto muy poco porque es el objeto de un juicio entre él y sus productores, que lo acusan de haberla abandonado en pleno trabajo de montaje.
Un par de años atrás fue convocado por Larry David para su comedia Clear History; y el brasileño José Padilha le dio un papel de villano a su medida: ambicioso pero con convicciones, ambiguo, capaz generar cierta empatía, en la remake de Robocop (2014). Recién en estos últimos dos años pudo empezar a percibirse el anticipo de ese regreso que Keaton dice que no es tal.
Para protagonizar Birdman, dice, “tuve que poder pasar de gracioso a perturbador a profundamente triste, y luego a oscuramente gracioso”, a la vez que no podía pifiar una línea ni dejar de contar sus pasos para no arruinar la complicadísima composición técnica de la película, hecha de varios largos planos secuencia. En una escena, debió correr en calzoncillos por Times Square, ante las miles de personas que pasan por ahí a todas horas. “Lo que a veces me falta en talento, creo que lo compenso poniéndole huevos al trabajo –dijo–. Así es el trabajo. No soy un tipo lindo, eso no es lo mío. La vanidad no es parte del cuadro. Desde chico me encantó ese tipo de material; me hace sentir que de verdad estoy haciendo algo.”
Pero, si este tipo de experiencias lo fascinan, ¿por qué tardó tanto en volver?, le han preguntado una y otra vez esta última temporada. “No lo sé, me gustaría tener una respuesta cool pero no la tengo; no creo que haya habido una sola razón. Creo que, literalmente, la idea de hacer esto para ganarte la vida es interpretar muchas cosas diferentes. Y si hacés una y otra vez lo mismo, te empezás a asfixiar, así que no hubo un verdadero plan. Simplemente no me quería aburrir, pero me escuché y me vi a mí mismo y pensé: hiciste esto mil veces, esa voz, ese truco.”
¿Y ahora qué? Pasar a lo siguiente, ver qué pasa, aprovechar el momento. Ya hizo una película sobre el abuso sexual en la iglesia católica de Boston, con Mark Ruffalo, Rachel McAdams y Stanley Tucci; y lo espera Skull Island, la precuela de King Kong, su regreso al mundo de las superproducciones caras.
“Nunca consideré esto que hago para ganarme la vida como aquello que soy, pero sé que si hay un trabajo en el que ambas cosas pueden confundirse, es éste. Alan Arkin me dijo una vez que todo lo que quería era tener una gran vida y una buena carrera, y me parece una postura saludable. Yo solamente traté de evitar el aburrimiento, y la verdad es que estoy sorprendido y agradecido de haberme salido con la mía con tantas cosas, experimentando esto y aquello, fracasando acá y allá. Es bastante impresionante que la gente todavía confíe en mí.”
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