Domingo, 8 de febrero de 2015 | Hoy
Teatro En el principio fueron los Misterios, dramas religiosos que difundían los secretos de la Biblia al público popular. En Terrenal, la nueva obra de Mauricio Kartun, el Misterio se entrevera con el anarquismo, la posesión de la tierra y una versión entre popular, criolla y cómica de las conflictivas relaciones entre Caín y Abel.
Por Mercedes Halfon
Hace mucho mucho tiempo existió un género teatral llamado Misterio. Eran dramas religiosos que escenificaban un episodio de la Biblia o de la vida de los santos, para dar a conocer esas historias al público iletrado, cientos que copaban las plazas, los atrios de las iglesias y hasta los cementerios para ver las representaciones. Esta fue la principal práctica teatral durante el Medioevo, y tenía por costumbre durar varios días. La historia se representaba en cuadros o episodios –casi la precuela religiosa de las series actuales– en escenarios simultáneos. Los actores eran mimos, juglares o aficionados –siempre hombres, incluso en los papeles de las Marías o las Magdalenas– que poco a poco se fueron tomando libertades, agregando escenitas, momentos que se iban del registro inmaculado. Así fue que en el Siglo XVI la Iglesia prohibió los Misterios, escandalizada de pronto por su evolución hacia lo burlesco y la grosería. Sin embargo –o a causa de esto– la tradición se perpetuó y ejerció una notable influencia en la dramaturgia isabelina (Shakespeare a la cabeza) y española (Calderón, obviamente). Por un lado y otro esta influencia llega a nuestros días. Llega incluso a pocos metros del Obelisco. En el Teatro del Pueblo –cuna del teatro independiente porteño– acaba de reestrenarse Terrenal, pequeño Misterio ácrata, la última pieza de Mauricio Kartun. Y algo de toda esa historia de páginas sagradas llevada a escenarios profanos se cuela en este nuevo trabajo del dramaturgo y director. Pequeño Misterio –sí– pero ácrata: en ese adjetivo se delinea sutilmente toda la variante kartuneana para esta tradición. Se hablará de Dios, pero en la tierra. Una tierra donde se lo menta y representa, pero en disputa con su supuesta autoridad. Y ahí el problema religioso parece desplazarse hacia un terreno más terrenal: el orden de los hombres, las divisiones de la riqueza, la política.
Terrenal es una degradada versión local de la histórica de Caín y Abel. Como es sabido, según el Génesis estos hermanos fueron respectivamente el primero y segundo hijo de Eva y Adán. Es decir, los primeros hombres nacidos fuera del Paraíso. Caín –el mayor– se dedicó a la agricultura y su hermano menor –el más libre– al pastoreo. Un día presentaron sus sacrificios a Dios, quien al verlos prefirió la ofrenda de Abel (ovejitas) a la de Caín (frutos de la tierra). Caín se volvió loco de celos y mató a su hermano. Sabiendo Dios lo que había ocurrido, castigó a Caín condenándolo a vagar por el mundo, con una marca particular en su cabeza. En este peregrinaje Caín edificó la primera ciudad de la humanidad. Hasta aquí los hechos míticos, religiosos, de entonces.
Todo esto aparece transfigurado en tiempo y espacio en la obra. Aquí hay dos hermanos peleados a muerte compartiendo un loteo fracasado en algún triste paraje de la provincia de Buenos Aires. Caín es un obstinado productor morronero (Claudio Martínez Bel) que vende su mercadería al antiguo mercado del Abasto. Abel (Claudio Da Passano), un vagabundo querible, bebedor, que vive de vender carnada viva en una banquina que va al Tigris (no al Tigre). Son hermanos a los bifes, antitéticos, obligados por la sangre a compartir esa tierra partida al medio, a la que nunca podrán volver morada común.
Cuenta Kartun: “Vengo trajinando la Biblia desde Salomé de chacra. Trabajando para aquel texto releí un libro que me gusta mucho: Los mitos hebreos, de Robert Graves, y me reencontré con algo que ya había resaltado hace muchos años en la primera lectura: las leyendas que indican a Caín –cuyo nombre significa ‘posesión’– como el inventor de los pesos y las medidas, como un ambicioso que termina sus días construyendo ciudades amuralladas en las que proteger lo ganado, y mata a su hermano, el nómade, su opuesto complementario”.
Para estos Caín y Abel entonces, el problema, antes que los celos, la hermandad, o Dios, es la posesión de la tierra. Caín la trabaja incansablemente, amarroca, amarreta, se alimenta sólo de su producción, que es un morrón extraordinario, en sus palabras “escala 9.9”. Abel en cambio tiene pinta de ciruja, dos agujeros en los bolsillos, pasa sus días entre esa banquina polvorienta donde vende carnada y unos retiros donde se baila y bebe a granel. Ambos esperan hace años a su Tata –el dador del terreno– a quien rememoran y rinden culto. Y aquí la obra de Kartun quiebra la cintura al conflicto estrella del teatro del absurdo en adelante –que consiste en esperar lo imposible, lo que nunca va a suceder–. Porque Tata al fin llega: entra al escenario con su majestuosa presencia gauchesca, payasesca, atávica y un poco chanta. Luego de producir la emoción y algarabía de sus hijos, que caen de rodillas ante su aparición, hace una revelación escandalosa. El terreno es propiedad de los hijos, pero por usucapión, un término que significa que pasado un número de años la tierra pasa a ser propiedad de quien la ocupa. Son propietarios sí, pero no por su regalo, no por derecho, sino de hecho. Son, o fueron, ocupas.
El escenario está enmarcado con unos telones raídos, como una cajita de parque de diversiones de antaño. Es también una forma de Misterio –la estación donde estos hechos bíblicos se representan– pero de un Misterio en su declive de irreverencia, ya cuando la Iglesia había dejado de apadrinarlo. Los tres personajes, con su maquillaje de cómicos tristes, sus trajecitos entalcados, son los animadores de esa feria mítica, con un humor muy físico, sostenido sobre el juguetón texto de Kartun. “Varieté y teatro campero son una constante en mi producción –cuenta Kartun–, siempre de una manera u otra están allí, vaya a saber por qué. Seguramente porque son cosas de las que disfruto mucho, porque su frescura propone convenciones que de tan anacrónicas son novedosas. Aquí además el varieté es tema, claro, la idea alternativa al tópico barroco del Teatrum Mundi: el Varieté Mundi, el mundo como un tabladito de variedades, una ocurrencia que terminó siendo el sostén filosófico de la obra.”
Los actores de la obra (curiosamente, todos llamados Claudio) proponen un lenguaje actoral claramente anclado en géneros populares, la ocurrencia y la complicidad con el público típica del varieté. Los hermanos y sus cachetadas, sus miraditas a los espectadores. Claudio Rissi (Tata) encargado de meterse en el bolsillo a sus dos hijos, también se mete al público, que no puede más que celebrar su despliegue de carisma y gracia, en cada una de sus intervenciones. Así lo pensó Kartun: “La técnica del actor popular criollo que es aquí lenguaje, gramática. Esa teatralidad varietesca que está hecha de habilidades por encima de cualquier otra virtud mimética. Actores que pueden jugar con solvencia la ‘cascada’, la técnica ancestral de los cachetazos, o hacer música en escena con lo que tienen a mano. Que saben cómo romper la cuarta pared e incluir al espectador. Y que manejan los tiempos del remate cómico, que es todo un saber. Más allá de eso, son tres tipos entrañables, con los que tenemos una coincidencia ideológica muy grande, lo que hizo muy sencillo asegurar en el espectáculo el andamiaje de las ideas”.
Y son muchas las ideas que circulan en la obra, difícil resumirlas, reducirlas incluso a esta dicotomía entre los hermanos, entre el bien y el mal. Está la relación con la tierra como lo dado: la explotación intensiva que trae aparejado las lógicas del usufructo y el dominio. Está la relación con el padre, con todo lo complejo que se vuelve crear una imagen para él, volvernos fuente de su orgullo. Y está la relación con el arte mismo, el teatro es también el mundo, y Dios, autor de la poesía y la música que aquí suenan.
Pero este Tata dios no elige como modo de expresión su palabra, sino la canción. Dice: “Yo sólo escribo las músicas, pelele. Notas para hacer bailar. ¡Pulsos! ¡Latidos! ¿Para qué mierda sirve la letra? Para distraer del baile. Para ensuciar las notas con acentos mal puestos. Yo música pura. La música del universo. Yo concierto. Las letras las encajan los monos. Se trata sólo de entender, pero los monos... ¡Explicar! ¡El libro! ¡La palabra! Cosas de ustedes... Andá reclamale a los monos. Turistas pintando su nombre con brea en las rocas del panorama”.
Que esa reflexión esté escrita por uno de los más grandes dramaturgos argentinos contemporáneos es toda una postura. Acá Dios ni viene a bajar línea, no es El jefe. El principio ácrata de este Misterio sobre el conflicto patronal primigenio pareciera querer poner a Dios en otro lado. Como escribió alguna vez Nietzsche: “Yo no creería más que en un dios que supiese bailar”.
Terrenal se representa en el Teatro del Pueblo, Av Roque Sáenz Peña 943. Jueves a las 20, viernes a las 21, sábado a las 22, domingo a las 20. Entrada: $ 150.
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