Domingo, 8 de febrero de 2015 | Hoy
HISTORIETA Siempre hubo científicos en el comic, como el supervillano Magneto de X-Men o el sufrido Bruce Banner de Hulk. Pero en los últimos años la ciencia empezó a llegar a la novela gráfica de otra manera, como un subgénero en sí mismo. Así el físico italiano Amadeo Balbi narró en Cosmicómic el Big Bang como una gran novela de acción y aventuras con personajes como Einstein o George Gamow y los matemáticos griegos Apostolos Doxiadis y Christos H. Papadimitriou publicaron Logicomix, donde hablan de filosofía, lógica y matemática con un casting envidiable que incluye a Bertrand Russell y Ludwig Wittgenstein. Ambas historietas están a punto de llegar al país editadas por Salamandra y son apenas la avanzada de una nueva ola de novelas gráficas científicas que suma a neurocientistas, antropólogos y hasta biografías ilustradas de genios como Richard Feynman o Niels Bohr
Por Federico Kukso
Primero fue un cameo. Aunque Superman se dirige a él como “doctor Karl Hagen” en el número 295 de la saga World’s Finest Comics de 1983, todos sabemos que se trata de Carl Sagan. El flequillo bien Carlitos Balá del gran astrónomo estadounidense –y mejor divulgador– lo delata. Luego fue una seguidilla de participaciones especiales: el siempre eléctrico Nikola Tesla defiende una y otra vez a la humanidad en la serie Atomic Robo (2007). Con su voz metálica, el hipermediático Stephen Hawking aconseja a Barack Obama en el especial The Amazing Spider-Man: Ends of the Earth (2012). Y, armado únicamente con su astucia y su chaleco repleto de estrellas, el astrofísico Neil deGrasse Tyson ayuda al hombre de acero a encontrar la ubicación del sistema solar del planeta Kriptón, en la Action Comics N 14 (2013). Y ahora, como si se tratara del tercer acto de un guión planeado para ser ejecutado con la misma precisión de un reloj atómico, la invasión se completa. Con timidez pero con decisión, el desembarco de científicos, hipótesis salvajes e ideas peligrosas está en pleno despliegue. Físicos, cosmólogos y matemáticos se colaron en las viñetas. Abandonaron la marginalidad del estereotipo, el lugar común: el investigador como encarnación del mal –¿acaso el doctor Neurus y Lex Luthor no fueron las primeras imágenes (distorsionadas) de cómo es y luce un científico consumidas por las masas en la Argentina?–, como el loco supervillano (Magneto en los X-Men, Dr. Octopus en Spiderman, Poison Ivy en Batman), como víctimas de su propia ambición de poder y saber (Tony Stark, Charles Xavier, Bruce Banner). Ahora ellos y ellas evolucionaron: se volvieron protagonistas. Encontraron las llaves para abrir las puertas de la novela gráfica. Y entraron. Como extranjeros que dan sus primeros pasos en un país gobernado por una lengua ajena, físicos como el italiano Amedeo Balbi, matemáticos –los griegos Apostolos Doxiadis y Christos Papadimitriou–, neurocientíficos –Matteo Farinella y Hana Ros– e ingenieros nucleares como Jim Ottaviani exploran tierras desconocidas. Avanzan a tientas. Se internan en el tupido bosque de la literatura gráfica –o de las narrativas dibujadas: un género híbrido formado a partir de la aleación de palabras e imágenes– no para matar a un lobo feroz sino para reclutar más lectores con los que establecer un nuevo contrato: un público algo saturado de documentales y ensayos pero, aun así, todavía hambriento de historias asombrosas más extrañas que la ficción y que desean acercarse a ellas de otra manera. Estas excursiones por las laderas, valles y precipicios de la nueva novela gráfica científica comparten, además del impulso de los antiguos libros de viajes a lugares maravilloso, la misma misión: remover uno de los tantos velos que cubren la realidad y la naturaleza para asomarse en la aventura del conocimiento con nuevos ojos.
La ciencia y los científicos no son recién llegados al amplio universo del comic. De una u otra manera siempre estuvieron: ya sea caricaturizados y mal representados o como garantía de verosimilitud inyectada a las historias y argumentos de lo más fantasiosos. “La incorporación de principios científicos en las aventuras de los superhéroes se halla tan sólo ocasionalmente en las historietas a partir de la década de 1940, la llamada Edad de Oro de los comics –señala el físico James Kakalios, autor de La física de los superhéroes–. Pero es mucho más común a partir de finales de los años cincuenta y sesenta, la Edad de Plata, cuando aumentó el tono científico de los comics, después del lanzamiento del satélite ruso Sputnik.” Así, en una exploración cuasi arqueológica en este mundo en el que lo maravilloso y lo profano entran en equilibrio, se pueden hallar joyas como la revista Science Comics, que en tan sólo cinco números publicados en 1946 retrató grandes hallazgos del siglo XX. De “Cómo inventó Marconi la telegrafía sin hilos” a “Magia blanca: la historia de la penicilina”. Y nadie olvida los viajes impulsados desde el papel por el belga Hergé en 1953: Tintín le ganó por 16 años a Neil Armstrong en Objetivo: la Luna y Aterrizaje en la Luna. La ciencia –aquel gran relato que emerge de nuestra necesidad de darle sentido al mundo– era una aventura y Newton, Galileo, Pasteur y Marie Curie no tenían nada que envidiarles al Capitán América o a la Mujer Maravilla. Si bien no importa la cantidad de conceptos científicos vertidos entre las páginas y viñetas de Capitán Atomo, Batman o Linterna Verde, esas historias nunca pretendieron funcionar como manuales. Así la reacción tardó en llegar pero llegó: a comienzos del nuevo milenio, libros como La ciencia de los superhéroes y La ciencia de los supervillanos (2004) de Lois H. Gresh y Robert Weinberg y Ciencia y superhéroes, de Paula Bombara y Andrés Valenzuela, entre muchos otros, inundaron las librerías buscando despegar la ciencia de la ficción. Ya en la segunda década del siglo XXI, sin embargo, los científicos dijeron basta. Físicos como el italiano Amadeo Balbi se hartaron de ver todo desde afuera y comenzaron a diseñar sus propios experimentos en uno de los espacios más propicios para la experimentación en toda la cultura pop: la historieta. “Hace tiempo venía pensado que la historia de cómo llegamos a aceptar la existencia del Big Bang congrega todos los elementos de una gran novela de misterio: personajes atractivos como Einstein, George Gamow, Fred Hoyle, Edwin Hubble y puntos de giro en nuestra búsqueda de los orígenes. Y el medio más efectivo para contarla era una novela gráfica de no-ficción”, cuenta desde Roma este investigador fanático de la novela Watchmen, de Alan Moore. Así, con la ayuda del ilustrador Rossano Piccioni, nació Cosmicómic –que la editorial Salamandra ahora trae al país–, donde sin la necesidad de gastar millones de dólares en efectos especiales, escenografías, maquillaje y –mejor– sin tener que lidiar con los egos astronómicos de los actores, el lector viaja a través de planetas, estrellas y supercúmulos de galaxias. El autor rebobina el tiempo 13.700 millones de años para contar cómo empezó todo. “La novela gráfica es un medio de expresión bien económico: podés decir mucho en poco espacio –cuenta Balbi–. Algunos colegas me felicitan; otros simplemente me ignoran. Pero la verdad es que yo no escribo para mis colegas, escribo para los que no son científicos pero aman la ciencia, escribo para los curiosos.” La verdad es que la ciencia hace tiempo había hecho ¡pop!: en sitcoms (The Big Bang Theory), en series (Black Mirror, The Knick, la nueva Ascension), películas (como las más recientes I Origins, Interestelar, La teoría del todo y El código Enigma), obras de teatro (Constellations, con Jake Gyllenhaal). La novela gráfica científica era el próximo paso lógico a seguir. Como señala el gran mediólogo Henry Jenkins en Convergence Culture: “Los comics atraviesan por un período de experimentación, en el que se prueban nuevos temas, adaptan diversos estilos, expanden su vocabulario”. La literatura gráfica –tal cual la definía Oscar Masotta– se ha revelado como un medio género extraordinariamente dúctil, flexible. Su potencial es ilimitado. Todo entra en sus viñetas: humor, costumbrismo, denuncia política, deporte, la crónica histórica y periodística, como demuestran Joe Sacco en su novela gráfica Palestina o Marjane Satrapi en Persépolis. Y como también lo hacen los matemáticos griegos Apostolos Doxiadis y Christos H. Papadimitriou, quienes en Logicomix (también de la editorial Salamandra y de próxima publicación) introducen la filosofía, lógica y matemática en este medio de gran riqueza narrativa con un casting envidiable: Bertrand Russell, Ludwig Wittgenstein, David Hilbert, Georg Cantor, Gödel, entre otros, que, lejos de los superhéroes de trajes entallados, abdominales marcados e identidades secretas, buscan definir qué es la “Verdad” a principios del siglo XX.
“Los comics son más diversos que nunca –diagnostica Scott McCloud, el gran teórico de las historietas y autor de Understanding Comics–. Y es saludable: como ocurre en la naturaleza, la variedad de especies mejora el ecosistema.” En este sentido, el ambiente de la novela gráfica científica vive –pese a atravesar un período necesario y fértil de confusión genética y gramatical– una plena expansión. En ella, toda clase de científicos descubrió otra forma de comunicar ideas: en Neurocomic, los neurocientíficos Matteo Farinella y Hana Ros experimentan con nuevas metáforas visuales para explicar el funcionamiento del cerebro. En Neandertal y La Guerra del fuego, el francés Emmanuel Roudier explora el raid evolutivo humano. Y el neoyorquino Jonathan Fetter-Vorm reconstruye la historia de la bomba atómica en la elegante novela Trinity: A Graphic History of the First Atomic Bomb. Pero así como hay un Charles Burns (autor de Black Hole) y un Art Spiegelman (Maus) en la novela gráfica mainstream –dentro de la marginalidad de esta forma de arte–, en la novela gráfica científica está Jim Ottaviani, un ex-ingeniero nuclear que eleva el nivel de calidad con joyas como Suspended in Language (sobre la vida y obra de Niels Bohr), Two-Fisted Science (relatos cortos centrados en Galileo y Heisenberg), Primates (sobre Jane Goodall, Dian Fossey y otras antropólogas), T-Minus (acerca de la carrera espacial) y Feynman, una biografía visual del gran Premio Nobel y maestro del bongó. “Palabras y dibujos juntos pueden comunicar cualquier idea, no importa lo complicada que sea”, asegura. En la Argentina, la semilla de la novela gráfica científica aún está en etapa germinal: Diego Agrimbau y Lucas Varela experimentan contar en clave visual trastornos neurológicos como la afasia, la claustrofobia y la agnosia en Diagnósticos. Y Ricardo Ferrari y Pablo Maiztegui revivieron a Houssay, Milstein y Leloir en las viñetas de Tres premios Nobel de la ciencia argentina (Eudeba), en un ejercicio que recién comienza. El 4 de septiembre de 1957, en el primer número de la revista Suplemento Semanal Hora Cero, un manifiesto vio la luz. En él, se leía: “La buena historieta es la historieta fuerte, la historieta que sabe ser a la vez recia y alegre, violenta y humana, la historieta que agarra con recursos limpios, de buena ley, la historieta que sorprende al lector porque es nueva, porque es original, porque es moderna, de hoy, de mañana si hace al caso”. Estas proclamas bien valen como guías para la naciente novela gráfica científica. Al fin y al cabo, quien firmaba era un geólogo. Un científico de nacimiento llamado Héctor Germán Oesterheld.
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