Dom 02.11.2003
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OJOS DE VIDEOTAPE ESTRENOS DIRECTO A VIDEO

Un yanqui en la corte del rey tirolés

No es una de sus mejores películas, pero sí una de las más extravagantes. En El vals del emperador, una disparatada fantasía cortesana con Bing Crosby, el gran Billy Wilder recrea Viena en Canadá y se da el gusto de pintar las calles de ocre.

Desdeñada desde siempre por su director –el creador de obras maestras como Sunset Boulevard y Pacto de sangre, y el tipo que hizo volar el vestido de Marilyn–, El vals del emperador (1948) es una película demasiado particular en la filmografía de Billy Wilder como para pasarla por alto, sobre todo ahora que el sello Epoca ha subsanado su ausencia en los videoclubes locales. Su historia es, en más de un sentido, bien colorida, como lo demuestra la versión que da de ella el guionista y dramaturgo Hellmuth Karasek en Nadie es perfecto, un libro sobre vida y obra de Wilder escrito en estrecha colaboración con el director y publicado por primera vez en 1992.
El vals del emperador es la séptima película del realizador de Wilder, que en ese momento andaba por los 45 años. Definitivamente no es –como sostiene el director, en este caso también coguionista con Charles Brackett, su colaborador habitual por entonces– una de sus grandes obras, pero Karasek no deja de tener razón cuando la considera una de las más personales de su trayectoria. Su origen fue un encargo o, más bien, un favor concedido a la Paramount, que andaba necesitando un argumento para aprovechar a Bing Crosby, a quien tenían bajo contrato.
Crosby es un norteamericano que llega a la corte de Viena a fines del siglo XIX para vender su modernísimo gramófono. Allí conoce a la hija de la aristocrática –aunque venida a menos– Johana von Stolzenberg- Stolzenberg (Joan Fontaine, casi una década después de Rebecca), con la que vive un primer romance indirecto, a través de sus respectivos perros (callejero el de él, de pedigree el de ella) y eventualmente, con las vueltas de rigor, uno directo. (Karasek señala que los cachorros mestizos que surgen de la unión permiten que Wilder haga un perturbador comentario sobre el racismo).
El americano canta repetidas veces una canción un tanto insoportable llamada “Beso su mano, Madame”, tema de Fritz Rotter que Wilder había escuchado en más de una ocasión en el Frölich Bar en sus años berlineses, posiblemente interpretada por Marlene Dietrich. El resultado es, en palabras del biógrafo del director, “una opereta sobre la educación”: “En este caso –dice Karasek– es América la que educa a Europa y la libera de su orgullo de casta”. E insiste con que El vals del emperador es uno de sus films más personales porque representó “el regreso al hogar, al país de su juventud, al emperador de su infancia: un regreso al hogar que el americano utiliza para salvar a Austria de su oscuridad y su locura”.
La película, sin embargo, se rodó en el Jasper National Park, en Canadá, con un presupuesto altísimo, lo que le granjearía más de una crítica, aunque finalmente recaudaría una fortuna al estrenarse. Fue la primera película en colores de Wilder, novedad a la que seguiría resistiéndose en años venideros y que se sintió obligado a compensar de alguna manera. De ahí que, además de trasladar a su set de filmación decenas de abetos,ordenar la construcción de una isla artificial e importar innumerables dientes de león californianos, hiciera plantar unas cuatro mil flores para luego teñirlas de azul, reservando los tonos ocres para las calles. Es que a Wilder, dice Karasek, no le gustaba cómo se veían los colores del mundo real en el mundo del cine. Y eso –aun cuando se tratara de una película “menor”– era algo que debía ser corregido.

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