Domingo, 15 de febrero de 2015 | Hoy
Por Mariano del Mazo
Entró tímidamente al estudio Toreski de Radio Barcelona, temprano a la mañana. Inauguraba la peregrina idea de que eso de tocar la guitarra y balbucear algunas canciones sentimentales demasiado influidas por Charles Aznavour y por Jacques Brel podía ser algo serio. Hasta ese momento, Joan Manuel Serrat no era más que un abúlico estudiante universitario con ínfulas intelectuales. Un charnego –mestizo, sangre catalana y aragonesa– con deseos de asomarse a los techos bajos del barrio. Estaba devorando todo lo que le ponían frente a sus narices: El extranjero de Camus, Anna Karenina de Tolstoi. Escuchaba lo que pasaba en la esquina de su casa y en Liverpool, en París, en Roma, en San Francisco, en Nueva York, en Buenos Aires: lo atravesaban Conchita Piquer, Los Beatles, Brassens, Paco Ibáñez, Gino Paoli, Elvis y Dylan, Manzi y Yupanqui. Y la Nova Canço, que el valenciano Raimon había elevado a una categoría más artística que contestataria hacia toda España. Aún imberbe, Serrat ya estaba blindado de un sentimiento antifranquista muy parecido al odio. Cuatro años antes de nacer, las fuerzas del Generalísimo habían desfilado delante de la casa familiar de Poble Sec, ante la indignación callada de su padre, un plomero anarquista que mordía insultos en su boca cerrada. Su madre, aragonesa, también los detestaba y maldecía en castellano.
Entró tímido al estudio Toreski y lo recibió Salvador Escamilla, un conductor rapidísimo que a instancias del director de la radio Manuel Terín Iglesias se dedicaba a promocionar los nuevos valores de la canción en catalán. El programa se llamaba Radioscope y Serrat estrenó cuatro temas: “Una guitarra”, “La mort de l’avi”, “El drapaire” y “Ara que tinc 20 anys”. No tenía muchos más. Escamilla vislumbró el diamante que estaba sentado frente al micrófono. Eran canciones de una solidez extraordinaria. Si es cierto que el primer párrafo de una novela define el ritmo y el tono del texto, en estas cuatro canciones quedaban desnudas las influencias, pero también se podían advertir las fundamentos de lo que vendría después. Los cimientos. Fue un póquer servido. El big bang del universo serratiano, un universo que expandió fronteras hacia el infinito para configurar un zeitgeist poético, musical y político que hizo crujir las estructuras de la canción en español hasta por lo menos En tránsito, editado en 1981. Que es como decir: 16 años en el Everest.
“Una guitarra” tiene la desolación que deja entrever los rastros del tango argentino que escuchaba su padre: “Juntos crecimos, yo me hice un hombre / ella se fue estropeando a mi lado. / Ahora que la veo sucia y rota, / me doy cuenta de lo mucho que la he querido. (...) Ahora el amor llega. / Después el amor se va. / Sólo queda una guitarra y el llanto de su canto”. La reflexión no es ajena a la cosmogonía de Atahualpa, hecha de motivos que subrayan la soledad: la guitarra, el caballo, la luna, el monte.
“El drapaire” es un vals a lo Brel o a lo Vian que fue traducido al castellano como “El trapero”, y que con lápiz fino y atento cuenta la rutina callejera de un ciruja cartonero. La sencillez encuentra anclaje tanto en la chanson como en los certeros relatos dylanianos a la manera de “Hurricane”. “Siempre de mañana hiciera sol o lloviera, a pesar del frío o la niebla, de calle en calle, sentíamos gritar: ‘Mujeres, ¡que llega el trapero!’. Como cada mañana, te veíamos venir... Llevabas un saco a la espalda, un puro apagado, un traje roto, la boina y las alpargatas. Siempre seguido por un rebaño de niños. (...) ‘Ya me están jorobando demasiado. ¿No les dijo su madre que soy el hombre de la bolsa?’. Y así hasta la noche, de calle en calle, y de taberna en taberna. Con tus diarios y el cuerpo lleno de vino regresarás a tu casa. Regresas feliz, porque tienes todo: pescado, vino y una vela. Y un poco de amor que te ha debido dar alguna vieja furcia...”
Entró Serrat, cantó estas cosas, y los teléfonos de la radio colapsaron. ¿De dónde salió esa voz pequeña, esa dicción, esos textos, esa manera de decir? Al día siguiente, Escamilla lo puso en contacto con el sello discográfico Edigsa. El momento social de la región pedía autores catalanes como combustible, como carbón de una locomotora que desafiaba a la autoridad. Serrat grabaría un EP en 1965 con cuatro canciones (“La mort de l’avi”, “Una guitarra”, “Ella em deixa” y “El mocador”) e ingresaría instantáneamente al pequeño movimiento Els setze jutges (Los dieciséis jueces). El hecho de cantar en catalán era una declaración de rebeldía, y Barcelona debía sumar voces.
Entró Joan Manuel Serrat a la radio aquella mañana y cantó por primera vez en público. Fue el 18 de febrero de 1965, hace 50 años. A partir de ese instante se dedicó a construir ladrillo por ladrillo la catedral más sofisticada y noble de la canción hispana.
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