Domingo, 15 de febrero de 2015 | Hoy
PERSONAJES I Si el humor stand up más convencional se basa en la observación y el comentario sobre lo cotidiano, Félix Buenaventura es una especie de renegado, que trata de escaparle al costumbrismo para trabajar con recursos como el absurdo, la asociación libre o la musicalidad. Después de un paso por Europa y en especial Londres, meca del género, hace ya dos años tomó los escenarios locales como un lugar inmejorable para ofrecer rutas alternativas al arte de buscar la complicidad –más que la risa fácil– del público.
Por Patricio Cerminaro
Tom Waits dijo una vez que él no escribe canciones buscando hits, sino que lo hace para sacar algo de adentro, para liberar sentimientos. Lo mismo le sucede con la comedia a Félix Buenaventura. “Es el código que encontré para quitarme lo que no me puedo aguantar solo”, dice, después de un largo silencio. Está sentado a una de las mesas del fondo de un rústico bar y sólo reproduce frases aisladas entre largos silencios. Su constante, sin embargo, es atropellarse con las palabras y perder el hilo de la conversación, tanto en el escenario como en la cotidianidad. “Creo que me estoy yendo por las ramas”, repite unos minutos después de comenzar cada respuesta. Puede pasar segundos sin emitir sonido, pero de pronto reacciona sin motivo aparente y dispara: “Evidentemente, cuando salimos a buscar la atención de extraños, hay un vacío interno, unas ganas de no aguantarse la realidad solo”. El humor de Buenaventura todo el tiempo tiene que ver con eso: con buscar la complicidad de los extraños.
Cuando era niño, sobre el final de los ‘80, solía pasar la mayoría de su tiempo en soledad, sentado frente a la televisión. Su padre, empresario, y su madre, psicóloga, viajaban por el mundo y él se quedaba encerrado, no solamente en su cuarto, sino también en sí mismo. Más adelante, ayudado por el mundo de los dibujitos animados, los comics y la ciencia ficción empezó a preguntarse cómo serían las cosas si fueran de otra manera. Hoy, con 32 años, sigue siendo fanático de ese universo fantástico: idolatra a Neil Gaiman, el autor de The Sandman, hace constantes referencias a personajes de comics y hasta es fanático de Hora de Aventura, el dibujo animado de Cartoon Network. Aunque tal vez parezcan superfluos, todos esos gustos son los que lo han marcado, desde aquellos momentos hasta el día de hoy, porque han determinado el trasfondo constante de sus espectáculos: tratar de pensar en otras realidades posibles, distintas a la existente. Es por eso que sobre las tablas se pregunta cómo son los partos de las sirenas, cómo sería una inseminación artificial hecha en casa y qué hubiese pasado si a Jesús le hubieran hecho una transfusión cuando estaba a punto de morir.
Pero no sólo eso lo caracteriza y lo define. Hay algo que el espectador recibe mucho antes, previo incluso a cualquier palabra: su pelo. Un matorral gris que se asoma de modo anárquico hacia la derecha de su cabeza, que obliga a fijar todas las miradas en el comediante. Luego de (des)acomodarlo, argumenta: “Es una impronta para presentarle al público la idea de que no voy a hablar de lo que esperan”.
Lo que es de suponerse es que, al ser un humor de observación de lo cotidiano, el stand up ponga de manifiesto las cosas que ocurren a diario, imprimiendo una mirada satírica. Buenaventura, sin embargo, casi como si fuera una obligación, trata de escaparle a esa regla de la charla sobre la cotidianidad, para trabajar con ciertos recursos cómicos poco explorados, como el absurdo, la asociación libre o la musicalidad. Al respecto, manifiesta que “para mí lo más interesante es generar dudas, no hablar de las cosas que tengo en común con el público”. El, según afirma, no intenta conseguir la risa de su audiencia, sino conectar con ellos hablando sin demagogia. En eso se emparienta con el comediante George Carlin, para quien guarda un cariño especial, ya que gracias a una de sus actuaciones, que descubrió por Internet cuando los años noventa estaban por extinguirse, decidió que quería hacer stand up.
Sin embargo, recién en el año 2004 (luego de incursionar en el teatro cómico) caminó sus primeros pasos en la escena nacional del género, que por ese entonces tenía no más de 5 años en el país. Los comediantes eran pocos y tomaban al stand up como un hobby y los sitios para presentarse también eran escasos. Por lo tanto, la luz al final del túnel era desembarcar en la televisión. Cuando Buenaventura lo logró, en el año 2006, salió espantado al encontrarse con un ambiente hostil: “Si ése es el fin, yo no quiero formar parte”, dice ahora, recordando ese momento. La solución que encontró fue emigrar a Europa. “Acá tenía una función por semana y sabía que allá podía tener más trabajo”, argumenta.
Vivió en un piso compartido en Madrid (previo paso frustrado por Sevilla), trabajó lavando cubiertos y fue camarero. Pero sobre todo encontró lo que estaba buscando: un movimiento emergente, gente que estaba en su misma situación y mucho de lo que aprender. Tuvo que arreglárselas para hacer reír a públicos que lo ignoraban por completo, comenzó a, eventualmente, hacer comedia en inglés e incluso repartió folletos de sus actuaciones escritos en cáscaras de banana, ya que estaba prohibido entregar volantes de papel. Todo estaba en marcha y decidió dar un nuevo paso para mejorar como comediante: se mudaría a Berlín durante un tiempo para seguir perfeccionando su técnica y luego desembarcaría en Londres, la meca del stand up. Pero antes, mientras hacía la mudanza, viajó a Buenos Aires por dos meses, para tomarse unas pequeñas vacaciones. Y nunca pudo volver. La aerolínea con la que había viajado cerró y él quedó varado en Argentina con muchas de sus pertenencias en Europa. “¡Era la segunda vez que me pasaba!”, exclama entre risas. “Creo que lo mejor va a ser abrir mi propia aerolínea.”
Ya instalado nuevamente en el país, el panorama con el que se encontró fue totalmente distinto: se había generado una industria del stand up, el público ya sabía de qué se trataba y existían nuevos sitios donde presentarse. Los comediantes ya no se dedicaban al género como un hobby, sino que podía ser una fuente de ingresos. El mercado era otro. “Me quedé porque quería ser parte del cambio, mostrando lo que había aprendido en esos cinco años en Europa.”
En los dos años que lleva de vuelta en el país, ha aportado una frescura realmente necesaria a un género que peligraba con estancarse en groserías y lugares comunes. “Potencialmente uno puede hacer lo que quiera en un escenario”, comenta. “El pasto está libre para plantar la semilla que uno quiera.” Esa es la razón por la cual toca el ukelele mientras cuenta chistes absurdos, hace shows disfrazado de oso o recita poesías delirantes, siempre motivado por su afán de pensar cómo sería el universo si fuera diferente. Es por eso que es distinto. El que quiera saber cómo sería el stand up si fuera de otra manera, tiene que conocer a Félix Buenaventura.
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