Domingo, 15 de febrero de 2015 | Hoy
ARTE En Piltriquitrón Inside, su nueva exhibición en el Mamba, la escultora nacida en Lago Puelo Sol Pipkin despliega un modo de producción enraizado en la materialidad y por eso mismo interesado por los comportamientos y resistencias de los materiales. Además de un homenaje declarado a Jorge Belanko, el albañil impulsor de la construcción con recursos naturales, y al paisaje cordillerano de su infancia –el Piltriquitrón es el cerro más imponente de El Bolsón–, la muestra también es un trabajo artesanal que, por contraposición, obliga a pensar en el arte que se apoya en las tecnologías de la información y la digitalización.
Por Guadalupe Chirotarrab
Desde hace más de dos mil años se viene especulando acerca del vínculo entre el arte y la imitación, el simulacro, la presentación, la representación y la copia. En la República, Sócrates y Glaucón denigraban a los poetas y pintores en tanto “imitadores de imágenes”. La pintura aparecía como una práctica doblemente defectuosa: la imagen de una silla se distanciaba de la silla construida por un artesano que, a su vez, se distanciaba de la Idea platónica de silla. Entonces, la obra de arte se alejaba dos grados de la realidad y provocaba la “perdición del espíritu” a quienes la vieran sin el antídoto de la sabiduría. Esta condena plantea una contradicción en el texto donde también aparecen reiterados halagos hacia los poemas de Homero. ¿Será que Platón estaba celoso ante la fuerza emotiva del arte por sobre la razón? Si algo de esto tuvo que ver, fue sin advertir la puesta en escena descomunal que provocaba su propia ficción literaria. En cambio, Aristóteles aseguraba que la mímesis era una condición innata del hombre que le permitía aprender, gozar e incluso purgar los sentimientos. De ahí, la famosa catarsis. Sobre estos discursos se erigieron las formas de pensar y experimentar el arte en Occidente.
Pareciera anacrónico detenerse en el aspecto mimético de lo que hacen los artistas en un momento plagado de prosumers. Sin embargo, la exhibición de Sol Pipkin en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires es la celebración de una práctica hipersensible a su entorno, que declara sus principios en base a la observación de la naturaleza de las cosas y el hacer artístico. El resultado es la posibilidad de perderse entre instalaciones y objetos de una sofisticación formal extraordinaria que, con la sutileza de una brisa, logran hacer porosos los muros de la sala a la que Pipkin convirtió en taller durante un mes.
Piltriquitrón Inside se presenta como una invitación al interior de la “montaña colgada de las nubes”. Para la joven nacida en Lago Puelo, ese cerro al límite de Chubut y Río Negro es su “escultura favorita, entre todas las que existen en el mundo”. La muestra contó con la curaduría de Rafael Cippolini en su último proyecto como parte del staff de curadores del museo al que le aportó la singularidad irremplazable de su visión sobre el arte argentino.
Para quienes acostumbran transitar esa sala del Mamba, lo primero con lo que se encuentran es que el acceso a la muestra es otro. El ingreso original está tapiado por una pared compuesta de paja, arena y arcilla que provee la textura de un adobe pálido. Hacia arriba, cuelga un tronco tallado con inscripciones indescifrables que marca la nueva entrada a través de una abertura propia de una arquitectura deconstructivista. El leño colgante recuerda a una obra de Fabio Kacero del 2009, que pocos meses atrás se exhibía en la planta baja del mismo edificio. Eran dos carteles de madera que evocaban la estética de las artesanías sureñas para turistas, insólitamente tallados con nombres de museos como el Tate Modern de Londres. Lejos de la ironía explícita de Kacero, Pipkin comienza su recorrido con un humor muy diferente. Sus señales absurdas son disparadoras de la multidireccionalidad con la que propone derivar por su trabajo. Entre elementos naturales y esculturas informes y etéreas, abundan las flechas inútiles y anti-señales que rezan frases como “las palabras no guían”, “escuchar la materia” o “adivine”. Las perforaciones de la pared de barro tienen la ubicación precisa para espiar desde afuera el interior de la muestra o bien salirse de ella con la mirada dirigida hacia la circulación general. Cualquiera de estas intervenciones genera la desorientación necesaria para que a quien acceda al mundo de Pipkin no le quede otra que inventar las reglas de su trayecto. El señalamiento funciona como liberación.
Zapallos secos levitan a unos centímetros de una base artesanal de aluminio. Un caño de zinc colgante con sus encastres en curvas desemboca en una pieza de ventilación y en dos calabazas incrustadas que coronan la extravagancia del objeto. A pocos centímetros, un móvil atado con alambre sostiene una plancha de cobre irregular con brillos ineludibles en la que Pipkin forjó otra instrucción incongruente: “Esquive el reflejo”. Para desandar toda certeza, la fragilidad manifiesta que sobrevuela la muestra no es sólo material sino lógica. ¿De qué se trata la creación en un planeta en el que la crisis ecológica y las aberraciones de las pujas geopolíticas dejan en claro que el territorio infinito y desconocido al que apuntaron los colonizadores ya no existe? ¿Cómo desplegar el trabajo artístico ante la estandarización de lenguajes y temas funcionales a las redes globales del arte, sin retirarse hacia una desaparición estéril? Pipkin vuelve a su cerro adorado, no de manera nostálgica sino como una vía para edificar la integridad de su trabajo y salir al mundo.
En 1964, en plena crisis del movimiento moderno, el MoMA presentaba la mítica exhibición Arquitectura sin arquitectos, en la que Bernard Rudofsky sacaba a la luz fotografías sobre casos de autoconstrucción con técnicas ancestrales entre las que aparecían ciudades bajo tierra, casas acuáticas, viviendas en troncos vaciados, complejos sistemas de ventilación natural y estructuras de habitaciones móviles, en su mayoría emplazadas en Oriente. Rudofsky evidenciaba que la arquitectura occidental tenía mucho que aprender de las construcciones premodernas en las que confluía la inteligencia humana, el instinto de supervivencia, el trabajo comunitario y el conocimiento del medio.
Pipkin se pasó años escuchando los ríos fluir entre las piedras, el viento soplar a través del follaje de los cipreses y colihues, caminando guiada por las señales, percibiendo la quietud incansable de los cerros plagados de arbustos, flores silvestres y picos nevados en contraste con el celeste vibrante del cielo del sur. En la muestra no sólo laten esas experiencias sino las de una escultora que, con alegría, se quema las pestañas experimentando con la materia y absorbe cada información que la rodea, esté donde esté. En una especie de proceso iterativo de decisiones sucesivas consistentes, Pipkin construye un lenguaje nativo que se funda en la creación artística por sobre la falta de recursos. En su autarquía no sólo propone una economía transmisible, sino que desarticula la precarización material y conceptual que surge cuando no se reconocen cuáles son las necesidades que vienen impuestas desde afuera.
En una época en la que los artistas más afortunados viven de encargos temporales y proyectos autogestionados que los llevan al nomadismo, sería desacertado pensar que una práctica artística basada en lo artesanal se contraponga con las tendencias de las tecnologías de la información y la digitalización. Un trabajo como el de Pipkin es, en definitiva, una apuesta estimulante hacia el desempeño independiente que promueve la pragmática antes que la fabricación indiscriminada de conceptos.
Un cerco laxo descansa en una pared. Sus alambres atraviesan semillas y pétalos de rosa mosqueta, piedras, nueces y fragmentos de ramas. El dispositivo que demarca fronteras se desfigura convertido en un ábaco o un pentagrama, recuerda las composiciones de los pájaros al posarse en los cables eléctricos. En otra pared cuelga un dibujo corpóreo hiperfrágil hecho de pedacitos de carbonilla, ese mismo material utilizado desde la época de las cavernas que Pipkin fabricó carbonizando ramas de mimbre. En la muestra no sólo se despliega un modo de producción enraizado en la materialidad y la fisicalidad sino en el interés por las capacidades, los comportamientos y las resistencias de los materiales. En este sentido, Pipkin parece no inventar nada que no esté en el interior de cada cuerpo.
Pero en las obras, lo vernáculo no se reduce al uso de materiales autóctonos y el homenaje declarado a Jorge Belanko, el albañil impulsor de la construcción con recursos naturales, oriundo del pueblo natal de la artista. La escena del arte, que incluye a sus colegas, las obras y los circuitos en donde exhiben, también son su casa, por lo tanto, no deja de comunicarse con un lenguaje virtuoso de formas delicadas, digerible tanto para las instituciones como para todo entusiasta del arte contemporáneo acostumbrado a un código común en la pluralidad. Pipkin estudió con Diego Bianchi, Mónica Girón, Pablo Siquier y Ernesto Ballesteros, entre otros, y obtuvo distinciones como el bien merecido Premio Artista Joven ArteBA y la selección para los premios Andreani y Curriculum 0, organizado por Ruth Benzacar. Piltriquitrón Inside –cuyo uso del inglés no es casual– parece mimetizarse tanto con la naturaleza de la Patagonia como con algunos guiños estéticos que facilitan la circulación de sus imágenes, sin por esto relegar decisiones que construyan un camino auténtico, ya que sus formas conllevan la autoconciencia sobre sus condiciones de producción. Es tal vez esa empatía la que le permite ablandar los muros del museo desde adentro, esos mismos que determinan qué arte es merecedor de sostén y cuál no. Los límites de la sala, pensados como esculturas, se perforan, devienen superficies peludas de hilos de cobre, rincones de arquitectura de donde brotan yuyos metálicos. Con la misma frescura con la que incorpora sobre un pedestal un matafuego reglamentario fuera de toda irrupción, Pipkin interviene el equipamiento del museo con revestimientos de semillas de canola o la construcción de aberturas en donde no había, para dar acceso a un popurrí de flores.
Dos piezas que completan la muestra evidencian el misterio propio de lo germinativo que surge de las decenas de semillas diseminadas. La síntesis de un árbol de hierro se ramifica hacia sus frutos de cáscaras de huevo calados y dibujados con precisión. Algunos portan mallas regulares de líneas blancas, otros parecen haber sido atravesados por el paso de hormigas que trazaron dibujos abstractos en miniatura con aires surrealistas. La señal de lo naciente se intensifica en un intento de esfera de un metro de diámetro conformada por láminas de zinc martilladas desde el interior y literalmente cosidas a mano. El esfuerzo inconmensurable de tal fabricación para la que Pipkin se pasó largo rato tirando del alambre o dentro del receptáculo escuchando los estruendos de sus propios golpes sobre el metal parece un sacrificio que sólo se justifica en el sentido purgante de su práctica creativa. En sus martillazos y costuras, Pipkin parece desanudar los tejidos de lo instituido, su trabajo material es un acto de resistencia y de mímesis simultánea.
Cuando Alan Badiou presentó en Buenos Aires su remake de la República se detuvo en el rol de Amaranta, un personaje femenino provocador creado para su versión, que contrastaba con la condescendencia de los hombres respecto de las ideas originales de Platón. Hacia el final de la conferencia, Badiou decía que “la emancipación es volver a la humanidad capaz de lo que es capaz”. Si Pipkin tiene algo que ver con Amaranta, es porque sus formas son pura posibilidad de cambio, una transformación que encuentra sus raíces en la conciliación con lo propio, justamente, porque desde allí, las ficciones que fabrican los artistas tienen la capacidad de volverse posibles.
Piltriquitrón Inside Sol Pipkin Museo de Arte Moderno de Buenos Aires Hasta el 8 de marzo
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