Domingo, 8 de marzo de 2015 | Hoy
Por Ana María Shua
Un sabio maestro jasídico sufría una enfermedad incurable que le causaba tremendos sufrimientos. Su médico, que lo sabía, le preguntó cierta vez cómo hacía para soportarlos con tanto estoicisimo. “El dolor que sentí ya no existe”, explicó el hombre sabio. “El dolor que estoy sufriendo ahora no dura más que un instante, apenas lo siento, desaparece en el pasado. ¿Y quién sabe lo que me espera en el instante futuro?”
Esa cualidad evanescente del tiempo que servía para mitigar el dolor del sabio maestro es fuente de angustia por excelencia para el hombre común. Existimos en el constante anhelo de una permanencia que se nos escapa, tratando de sujetar el devenir como quien intenta atrapar con la mano un puñado de viento. Esa sensación es parte de la esencia de lo humano.
Un tópico de ciencia ficción da cuenta de nuestra angustia frente al constante movimiento de las horas: es la máquina del tiempo. Esa improbable maravilla aparece ya en la novela de H. G. Wells con todas las características que la van a definir a lo largo del siglo XX. Más que un avance tecnológico, la máquina del tiempo es una voltereta de la imaginación que pretende una vez más dominar o anular la intolerable fugacidad. Para que ese extraño vehículo fuera posible, sería necesario un Tiempo entero, constante, y desde cierto punto de vista, inmóvil. Sería necesario un pasado que, en lugar de desvanecerse, permaneciera sólidamente instalado en alguna dimensión de la realidad. Sería necesario un futuro preexistente, tan inmodificable como el Ser de Parménides. Y un presente al que siempre fuera posible volver, un presente tan cálido como el hogar, inamovible, permanente, dispuesto a recibirnos una y otra vez, en cada regreso de nuestros viajes por un Tiempo largo pero quieto, como la quieta cinta de un camino que podríamos recorrer a nuestro antojo.
Me preguntaron cierta vez adónde (o mejor dijo, a cuándo) me gustaría ir si existiera la Máquina del Tiempo. De pronto tuve la revelación de que viajar en el tiempo no sólo es posible –hoy como siempre–, sino también obligatorio y constante. Desde que nacemos no hacemos más que navegar hacia un mal destino. Quién pudiera dejar de viajar, quedarse aquí, que no se está mal, echar el ancla.
Qué hacer de nuestra breve estadía en este mundo, cómo dotar de sentido al viento de las horas, tal vez la primera pregunta que se ha hecho la humanidad desde que salió de su estado animal.
Para los pueblos originarios, el tiempo es circular. Una y otra vez se vuelve al punto de partida, una edad dorada a partir de la cual se inicia el deterioro. Después del último ciclo de destrucción, todo vuelve a comenzar. “Lo supieron los arduos alumnos de Pitágoras/los hombres y las cosas vuelven cíclicamente”, dice el poema de Borges. El mito del eterno retorno es una idea sencilla, consoladora, a escala humana: tanto más fácil de concebir que la idea de infinito.
En las complejas religiones de la India se reproduce esta idea de ciclos y repeticiones, con una concepción del tiempo profundamente pesimista. La ronda de muerte y reencarnación en el mundo es infinita, está llena de sufrimiento y no sirve de nada. Sólo librándose del yo, anulándose a sí mismo, podría el ser humano llegar a la perfecta iluminación, es decir, salir del juego cósmico, abandonar el Tiempo, transmutarse en la Eternidad misma.
Las grandes religiones monoteístas, el pensamiento judeo-cristiano-islámico, rompen esa idea de una repetición de ciclos de muerte y renovación del mundo y del individuo. Conciben un comienzo único (la Creación del mundo) y un tiempo que se encamina hacia un final: el Apocalipsis, el Juicio Final, después del cual no habrá nuevo comienzo, sino la más desnuda Eternidad. Desde entonces existe la Historia, la terrible conciencia de que todo pasa sólo una vez y para siempre: volverán las oscuras golondrinas, pero no serán las que aprendieron nuestros nombres. Desde entonces el Tiempo, que en los mitos del eterno retorno era profundamente ajeno y exterior, un tiempo al que el ser humano estaba sometido, ahora está puesto en las manos del hombre: es su condena, pero también su responsabilidad y su reino.
El Tiempo es una invención de la cultura. Sólo la Eternidad es natural. Stephen Hawking en su Historia del tiempo cita a San Agustín y coincide con él: antes de la Creación el tiempo no existía, es un atributo del mundo. Para Hawking, para Einstein, el tiempo es una de las cualidades de la materia. La famosa fórmula E=m.c2 en que la energía es igual a la masa por la velocidad de la luz al cuadrado incluye al tiempo en su ecuación. En efecto, la velocidad se calcula según la relación tiempo por distancia, y por lo tanto el tiempo queda definido como una parte integrante de toda energía, de toda materia, de la misma masa. No estamos inmersos en un Tiempo fuera de nosotros mismos, sino que el Tiempo nos constituye.
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