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Domingo, 29 de marzo de 2015

LA CRUZADA DE LOS NIÑOS

TEATRO Por estos días se pueden ver en Buenos Aires dos obras que ubican en el centro de la escena el abuso infantil desde puntos de vista diferentes. Demasiado cortas las piernas, de la jovencísima dramaturga sueca Kartja Brunner, pone en cuestión las certezas de los discursos sobre el incesto con una puesta inquietante. Y por su lado, El principio de Arquímedes, del catalán Josep María Miró –que llegó a la calle Corrientes luego de pasar por el San Martín y el Konex–, se centra en la tensión que afecta a quienes tienen niños pequeños a cargo, especialmente en las instituciones educativas, en un clima entre el melodrama y el thriller.

 Por Mercedes Halfon

La obra transcurre en un espacio que, como un cubo mágico, va transformándose en las distintas imágenes que despliega: una casa de familia, un consultorio médico, un cuarto infantil, un sótano terrorífico. Por detrás, una pantalla donde se proyectan, como un PowerPoint lisérgico, dibujos que ilustran vagamente algunas escenas que se dicen, pero no se van a mostrar. Los protagonistas son los integrantes de una familia pequeñoburguesa: el papá, la mamá, la nena. Sólo que la nena en cuestión ya es adulta y desde esa madurez va a contar todo lo que vivió, sufrió y amó desde que tenía Demasiado cortas las piernas.

Se estrena luego de haber dado algunas funciones en el marco del Festival de Dramaturgia Europa + América que, con curaduría de Matías Umpierrez, se enfocó en difundir literatura dramática contemporánea extranjera. Con dirección de Diego Faturos, la gran Julieta Vallina como reina de la escena, acompañada por Francisco Lumerman, Julián Krakov, Matías Labadens, Lala Mendia, Javier Rodríguez Cano y Cinthia Guerra. Hay que decir que la autora de la pieza, la sueca Kartja Brunner, escribió el texto con tan sólo 20 años. Y algo de esa juventud se traslada a la potencia, osadía y algo levemente indeterminado que se percibe en la apuesta. La obra es una puñalada en el corazón de la familia burguesa, un texto hermoso y aterrador, estrenado originalmente en el teatro Winkelwiese de Suiza y se llevó el máximo galardón de la dramaturgia germana, el premio del Festival Mülheim.

Para decirlo rápido, Demasiado cortas las piernas cuenta de un modo muy distanciado la historia de una familia en la que el padre se obsesiona con su hija desde su mismo nacimiento, hasta llevarla a encarnar una historia de amor y sensualidad, casi abiertamente. La chica en cuestión –centro neurálgico de la obra– es encarnada por la potentísima Julieta Vallina, que con su inquietante actuación pone definitivamente en crisis todo lo que creíamos saber sobre el complejo de Edipo, la sexualidad de los niños y el amor. En sus monólogos –que aparecen en el texto como Justificación I, Justificación II, etc.– se dicen cosas como ésta: “Me enferma no tener la menor chance siquiera de dar prueba de que mi padre a mí no, mi padre nunca, jamás, a lo sumo rara vez, me ha perturbado”. Hay casi una defensa por parte de la hija, un no-arrepentimiento de ese amor. Pero la obra toma distancia de ese discurso de un modo interesante. Porque si bien los personajes son esta hija, su madre y su padre, este último no aparece físicamente en escena. En eso radica el posicionamiento: no escenificar ese punto de vista, no dar lugar al “discurso del mal” sino a través de sus efectos en los otros, es un modo de circunscribirlo, de subrayar la imposibilidad ética de darle voz.

Demasiado cortas las piernas es una obra quebrada, fragmentada, con un corazón agujereado por otros relatos. Por un lado la madre, sentada en un sillón de su living burgués, cuenta con tono de cuento infantil, pequeñas fábulas sobre reyes, princesas, reinos perdidos, que terminan indefectiblemente con finales diabólicos. Por otro, los actores que circundan el espacio van, con sus voces externas, introduciendo variantes de la tragedia: el nacimiento, la fiesta de cumpleaños pudieron haber sido así o asá, una posible visita al médico que también hizo la vista gorda. Son los enfermeros de la clínica donde atienden a la chica, unos vecinos, o simplemente performers que van creando la obra a la vez que se cuestionan qué se está intentando contar. Van sumando datos, agregando comentarios o hechos, siempre con ciertas dudas, que terminan de armar el arco tonal. La madre y la hija cuentan al público sus versiones de la historia, pero ellos las ponen en duda de un modo esencial. ¿Esto es así? ¿O es así para ella? ¿No está siendo demasiado dura consigo misma? ¿Está creyéndose su propia verdad?

En última instancia lo que se pone en escena Demasiado cortas las piernas no es sólo una historia de amor/abuso entre un padre y una hija, sino la dificultad de abordar una historia así sin caer en el prejuicio o la sugestión, hasta para sus propios protagonistas. Todos los sobreentendidos, negaciones y ocultamientos conscientes que esta situación necesita para existir en el seno de una familia. Poniendo en cuestión así las certezas de los discursos morales, civiles y terapéuticos. Entre la metáfora y el hiperrealismo, princesas heridas, reinas displicentes y reyes maniáticos se cruzan en una historia de piernas demasiado cortas para llegar al suelo. Y amores demasiado difíciles para poder ser narrados.

CABALLITOS DE MAR

La escena transcurre en un espacio blanco y cuidado, lockers a un costado, del otro una puerta y una ventana que deja ver unos reflejos acuáticos. Estamos en el vestuario de un natatorio privado, donde dos jóvenes entrenadores discuten en malla. Cada uno parece encarnar de una manera diferente su tarea. Rubén (Esteban Meloni) es canchero, transgresor, se pasea en sunga por la piscina y sus alrededores mostrando sus abdominales esculpidos, mientras que su compañero Héctor (Martín Slipak), está con el uniforme –bermuda y musculosa– completo y demuestra querer actuar con corrección. Intercambian sus puntos de vista respecto de sus alumnitos, desde los más niños a los preadolescentes, si las nenas de 12 ya “son grandes”, si agregarlas o no a Facebook. Pero irrumpe la directora del natatorio (Beatriz Spelzini), con el rostro demudado. Acaba de tener una reunión con uno de los padres de los más niños más pequeños (Nelson Rueda), los Caballitos de mar. Y parece que lo que le dijeron no es nada bueno.

Así arranca El principio de Arquímedes, la pieza que después del Teatro San Martín y el Centro Cultural Konex, llegó a la calle Corrientes, quizá su destino natural. La obra se estrenó originalmente en España, viene de una exitosa temporada en el Teatro Villarroel de Barcelona, entre otros espacios donde fue dirigida por su autor, el catalán Josep María Miró. La puesta local, con dirección de Corina Fiorini, se muestra y propone desde su misma promoción como perturbadora, polémica y otros epítetos similares. ¿Qué es tan provocador? Lo que habíase enterado la directora de la institución y se disponía a revelar en el final de la escena uno: una nena les contó a sus padres que vio cómo un entrenador le daba un beso en la boca a uno de sus compañeritos. ¿Fue sólo un beso en la mejilla, como repite Rubén o hubo otra intención? No se sabe. Sobre esta situación, que se revela rápidamente, ahonda la obra durante su hora y pico de duración. En las aristas de esa ambigüedad, en un clima entre telenovela y thriller.

Hay que decir que el abuso infantil se ha visibilizado socialmente en los últimos años. Casos como el del padre Grassi, Peter Malenchini, incluso los maltratos del jardín Tribilín y muchísimos otros salieron a la luz y lograron de esa manera generar una conciencia. Esa misma concientización trajo una serie de prácticas en escuelas y otras instituciones de menores, contenidos en los diseños curriculares que apuntan a formar en los nenes más pequeños la noción de lo que es íntimo y privado, del cuidado de su propio cuerpo. Los docentes se han inclinado hacia una menor cercanía física con sus alumnos, entre otros protocolos. Porque la contrapartida de esta concientización es una desconfianza a priori creciente en los padres y una sensación de ser atacado por parte del colectivo docente. Una vez que se hace una denuncia por algo que un niño dice o un padre cree entender, ese docente está estigmatizado, sea o no sea cierto lo que se ha dicho. Esto es lo que la obra pone de manifiesto: esta tensión o cambio social y sus efectos en la subjetividad de quienes tienen niños pequeños a cargo. A partir de una situación que en otro momento podría haber sido leída como inofensiva, empieza a gestarse la ola de las suposiciones y la desconfianza.

La obra está construida con escenas que van yendo levemente hacia atrás. Cada nueva escena retoma desde la mitad la anterior, un poco al estilo de Traición, de Harold Pinter, con el agregado de que en cada final de una escena la escenografía gira, de modo tal que lo que teníamos a la derecha, lo tenemos a la izquierda y viceversa, representando de un modo visual las dos versiones en conflicto que muestra la obra. Primero vemos entrar a la directora con el rostro demudado, luego vemos qué fue lo que le pasó en la charla con el padre de uno de los Caballitos y entendemos más. O vemos a los entrenadores discutiendo en malla, luego se nos muestra qué fue lo que los hizo ponerse así. La estructura troquelada y con escenas cambiadas de lugar es un juego habitual para opacar la comprensión inmediata y obligar al espectador a construir por sí mismo el relato. Pero aquí el recurso parecería funcionar al revés. En vez de esmerilar la comprensión, la facilita con escenas que se repiten dos veces casi iguales. Y el supuesto cambio de puntos de vista funciona simplemente como un cambio de lugar de la escenografía. La pretendida indefinición –al contar las dos visiones o caras de la moneda– termina resultando un gesto un poco decorativo. Sumado al tono costumbrista de las actuaciones –limitados a representar unos personajes, vamos a decirlo, bastante esquemáticos– la escenografía mimética, la música que se ocupa de acentuar el dramatismo y los golpes de efecto, el resultado es una pieza que no dista mucho de cualquier apuesta televisiva que se arriesga con un “tema complicado”. Incluso la aparición de los cuerpos desnudos, justificados por la cercanía de la pileta, se torna instrumental y lejos de incomodar pareciera estar pensada para, en todo caso, mantener cierto interés en la platea.

No revelaremos el final, pero podemos decir que no incorpora un elemento nuevo a la línea abierta a lo largo de la obra. Se mantiene la posición que refuerza la ambigüedad, la no “toma de partido” por ninguna de las dos posiciones en pugna. En una obra de estas características, quizás ésta es la peor de las tomas de partido. Las frases finales de la obra en boca de la directora: “Todos tenemos miedo”, refuerza en esta indefinición el clima de peligro acechante de toda la pieza. ¿Todos tenemos que tener miedo? ¿No sería mejor que si el entrenador es culpable la Justicia haga su trabajo y si es inocente, se lo absuelva de toda duda? Por supuesto que a veces las cosas no son tan sencillas, pero la solución evolucionada que propone el teatro en este caso es mucho peor: dejar sembrada la paranoia. Justamente atizando esa sensación térmica que tan fuerte se percibe de hace unos años a hoy. Ese miedo ciudadano que desde siempre ha sido funcional a quienes detentan la fuerza para controlarlo. La gente se va del teatro en el que ha aplaudido de pie con la certeza de que hay que estar en guardia y alertas, más alertas que nunca.

Demasiado cortas las piernas se puede ver en Timbre 4, México 3554, viernes a las 20.30, jueves a las 21. Entrada: 120 pesos.

El principio de Arquímedes se puede ver en Teatro Apolo, Avenida Corrientes 1372. Jueves, viernes y sábados a las 21, domingos a las 20. Entrada: desde 250 pesos.

DEMASIADO CORTAS LAS PIERNAS

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EL PRINCIPIO DE ARQUIMEDES
 
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