Domingo, 29 de marzo de 2015 | Hoy
BIOGRAFIAS Su sensualidad fue legendaria, su figura un verdadero icono: el de la mujer italiana de posguerra, enérgica, voluptuosa, maternal, peleadora y vulnerable. Y terriblemente hermosa, llena de talento y carisma. Su infancia lejana en Nápoles, atravesada por la pobreza y la vergüenza en pleno fascismo hasta el triunfo como estrella de fotonovelas, pasando por los clásicos que filmó con De Sica y Ettore Scola, sus películas con Mastroianni y sus romances: todo está en Ayer, hoy y mañana (Lumen), las memorias de Sophia Loren. Con más de ochenta años, además de repasar su vida, la diva reconstruye en primera persona la era más legendaria del cine italiano.
Por Paula Vázquez Prieto
Una serie de fotografías en blanco y negro construyen una Roma atestada de soldados y civiles imaginados por la pluma de Alberto Moravia unos años después de la guerra. Imágenes difusas y congeladas, que se mezclan con algunas de trabajadores en descanso, de monjas en peregrinación, de teatros vacíos y escombros callejeros, arrebatan el equilibrio de los planos mientras la película comienza. Estamos viendo el inicio de Dos mujeres, la obra madura de Vittorio De Sica, ya pasado el neorrealismo y con un pie en la nueva década, la misma de Rocco y sus hermanos de Visconti, de Era noche en Roma de Rossellini, de La dolce vita fellinesca. El cine italiano llegaba a las pantallas del mundo para quedarse y varios eran los artífices de esa aventura. Una de las grandes responsables de ese alumbramiento aparece en letras de molde en los créditos de la adaptación de Moravia: Sophia Loren. Símbolo de esa nueva Italia que nacía tras los años de la reconstrucción de posguerra, la Loren fue algo más que la nueva diva italiana, con su cara angulosa y su belleza exótica; fue sinónimo de toda una época, de sus sueños de gloria y sus angustias por conquistarla, de triunfos y fracasos, de lágrimas y risas estrepitosas. Las memorias dispersas de aquella epopeya, de su Nápoles natal, de la miseria durante la ocupación alemana, de su paso por la fotonovela y el arribo a Cinecittà habitan intactas en las páginas de su reciente autobiografía-memorias Ayer, hoy y mañana que editorial Lumen acaba de editar en castellano y ya se distribuye en Argentina.
Su título evoca otra de sus colaboraciones con su mentor De Sica y en compañía de su amigo entrañable Marcello Mastroianni, y en la autobiografía puede leerse con cierta melancolía y ávida curiosidad cada paso de su vida, recreado desde un presente octogenario, en el que amasa struffoli para sus nietos y abre el baúl de sus recuerdos con mucha más expectativa que la de cualquier abuela. Todo comienza en la maternidad para madres solteras de la clínica Santa Margherita de Roma, el 20 de septiembre de 1934. Escuálida y más bien fea, Sofía Scicolone –sin el ajuste ortográfico que tendría su nombre de pila de cara a la fama– vivió tan solo unas semanas con sus padres hasta que esa familia improvisada se desvaneció en el aire. Su padre Riccardo, ingeniero frustrado de origen aristocrático que trabajaba en la Red Nacional de Ferrocarriles, dejó en la vida de Sofía una estela de recuerdos amargos y oscuros sinsabores: ausente a lo largo de casi toda su vida, su figura intermitente se nutrió de abandonos y desprecios, de ausencias y mezquindades. Su refugio de amor frente al desamparo paterno fue la familia Villani, allá en la casa materna de Pozzuoli. “Romilda [la madre] se las arregló para comprar un billete de tren a Pozzuoli y volvió a casa. Su situación no era envidiable: sin dinero, sin marido, con una recién nacida moribunda entre los brazos y una culpa a cuestas: el haber comprometido la reputación de su familia. ¿Cómo nos recibiría la familia Villani? Presa de la desesperación, Romilda temía que también ellos renegasen de nosotras. Mamá [la abuela] apareció en la entrada. Bastó una mirada para que nos abriese la puerta de par en par.”
Los recuerdos de Dos mujeres regresan con el relato de esa infancia lejana, atravesada por la pobreza y la vergüenza en plena década fascista. Sus abuelos harían de padres de crianza, su joven madre Romilda se ganaría la vida en los cafés y las trattorías de Nápoles, y Sofía y su hermana –nacida tras una de las visitas de Riccardo y nunca reconocida hasta que, años después, la Loren pagara por el apellido– irían al colegio entre sirenas y bombardeos, tratando de sobrevivir en una Europa asediada por la muerte y la pobreza. “Mi infancia estuvo marcada por el hambre. A veces, al salir del refugio [donde se protegían de las bombas] mamita nos llevaba al campo, a poca distancia de Pozzuoli, donde estaban las cuevas de los pastores. Un amigo de mi tío nos daba un vaso de leche fresca, conocida como a’rennetura, ordeñada inmediatamente después de que el ternero mamase. Era amarilla y densa como la manteca, y compensaba varios días de ayuno.” Los días finales de septiembre de 1943, cuando Nápoles se sublevaba contra los alemanes, se mezclan en la memoria de Sofía con anécdotas escuchadas en la calle, con historias de la radio, con imágenes de películas como Los cuatro días de Nápoles, de Nanni Loy, en la que un grupo de chicos se abalanza sobre un pan con una voracidad desesperada. En esas primeras páginas, la memoria de Sofía reconstruye el pasado de un país derrotado y sumido en el fracaso, intentando levantarse en el día a día, en la calle, en los resquicios de voluntad que aún resistían, y ese espíritu aún joven y esperanzado proyectaba un futuro que no tardaría en hacerse realidad.
Con el final de la guerra llegaron los ejércitos de la ocupación aliada, la convivencia con el extranjero y un vendaval de nuevas formas y costumbres culturales. También arribaron a los cines italianos las películas de Hollywood retenidas durante la ocupación nazi y con ellas los rostros de Gregory Peck, Jennifer Jones y Tyrone Power poblaron las páginas de las revistas populares, que se compraban en los kioscos y alimentaban fantasías de un mundo tan irreal como ansiado. Sofía, todavía adolescente y algo desgarbada, ya insinuaba un atractivo excéntrico y llamativo que no pasaría inadvertido. Los ’50 fueron años de concursos de belleza y fumetti, nombre simpático y juguetón que remite a los globos de diálogo usados en la fotonovela. Ese género a caballo entre la novela gráfica y la prensa rosa fue bandera de muchas publicaciones, entre ellas Sogno en cuyas páginas apareció una tal Sofía Lazzaro con la leyenda de “Principessa in esilio”, a fines de 1951. Casi como una variación de Bellísima, la sátira viscontiana del mundo de los concursos de belleza y las promesas de Cinecittà, la historia de Sofía tuvo como trampolín el Circolo de la Stampa de Nápoles: desfiles en carroza, vestido pomposos, pruebas fotográficas y una puerta que se abría lentamente para la salida al escenario. Ese escenario era el mismo que habían transitado Gina Lollobrigida y Lucía Bosé, también salidas de alguno de esos concursos de belleza de la posguerra, el mismo que sería plataforma de despegue de un ascenso meteórico e imparable. “La fotonovela me dio la posibilidad de quedarme en Roma y de ganarme la vida, de conocer el ambiente y a las personas apropiadas, de aprender y divertirme. Y Dios sabe cómo lo necesitaba después de los años difíciles de Pozzuoli. Me convertí en la reina del género (...) y comprendí que lo lograría.”
De sus primeros años en el cine quedaron su paso como extra por Luces de varieté de Fellini y Alberto Lattuada, su primer encuentro fortuito con De Sica en los pasillos de Cinecittà, las bromas del famoso Totò, su debut como protagonista en La favorita, una versión de la obra de Donizetti, y su bautismo artístico de la mano del productor Goffredo Lombardo, que desterraría para siempre el Scicolone original. La nueva “Sophia Loren” parecía entrar de lleno al cuento de hadas aunque el príncipe que le tocaría en suerte se anunciaba menos azul de lo esperado. Su encuentro con Carlo Ponti estuvo marcado por conflictos y dificultades desde el principio: socio de Dino de Laurentiis en los estudios Lux, se había emancipado para pisar fuerte en el negocio de cine y su famoso ojo clínico para descubrir estrellas e invertir en coproducciones lo había subido a la cresta de la ola; tenía 22 años más que la joven Sophia, estaba casado con una abogada con la que tenía dos hijos, y vivía en una Italia católica y preocupada por las malas lenguas. Sin embargo, Carlo no estaba dispuesto a claudicar pese a que le salió al paso, inesperadamente, un contrincante grácil y seductor que venía con ese halo de misterio que tienen todas las estrellas del otro lado del Atlántico.
“Cuando vi el inconfundible perfil de Cary Grant recortándose contra la puerta pensé que me desmayaría. Había llegado nuestro momento. Hice acopio de valor y fingí una desenvoltura que no tenía mientras él se acercaba. El smoking con las solapas de raso, las canas en las sienes y los ademanes elegantes me cortaron la respiración. Parecía recién salido de la pantalla, un sueño hecho realidad.” ¿Cuál era aquel momento que finalmente había llegado? El primer peldaño de una importante carrera internacional que comenzaba con los seis meses de rodaje de Orgullo y prejuicio en tierras de Cinecittà, con la seducción de Cary Grant, sus flores, sus cartas de amor, sus propuestas de matrimonio. Con solo 22 años, Sophia Loren era y se sentía una estrella, se debatía entre sus amores clandestinos con un Ponti paternal y protector, dispuesto a impulsar la carrera con papeles cada vez más importantes, y lo que Hollywood representaba en la apostura de un Grant maduro, símbolo de una nueva vida tan tentadora como artificial.
Aquella disputa por el corazón de Sophia fue sintomática del devenir de su figura cinematográfica: su carrera en Hollywood no tuvo grandes películas ni grandes directores. Hogar flotante, Deseo bajo los olmos o Escándalos imperiales son incomparables con su itinerario italiano posterior de la mano de De Sica o Ettore Scola. Su triunfo en el Oscar con la Cesira de Dos mujeres y su matrimonio artístico con Mastroianni en películas como Matrimonio a la italiana, Ayer, hoy y mañana o Un día muy particular justifican el lugar que todavía hoy ocupa en el imaginario popular. Lo que la Loren representó para el mundo fue la imagen de la mujer italiana de posguerra, más atractiva que Anna Magnani, menos refinada que Claudia Cardinale, enérgica, irascible, voluptuosa, madre y mujer, luchadora y vulnerable, todo junto y al mismo tiempo. Su viaje a Hollywood, más allá del exilio que significó para ella y Ponti cuando L’Osservatore Romano los declaró culpables de bigamia y concubinato tras su casamiento por poderes en México, le hizo anhelar más que nunca el regreso a su casa materna, a su origen napolitano, a los fundamentos de la actriz que construyó en su juventud y proyectó en su madurez con tesón y dedicación. “Dos mujeres me regaló un Oscar y veinte premios: el David de Donatello, el Nastro d’Argento, el premio a la mejor actriz en el Festival de Cannes. Y una magnífica entrevista de Alberto Moravia en la que hizo un recorrido por toda mi vida (...) Y sacó a la luz la herida de la que ha nacido Sophia Loren. La diversidad de mi familia –un padre ausente, una madre mucho más linda que las demás–, que me hizo sufrir y me llenó de vergüenza, fue también mi punto fuerte. La fuerza que me impulsa a trabajar, a demostrar quién soy, a elegir muy pronto mi camino.”
¿Quién fue, entonces, Sophia Loren en su propio recuerdo? ¿Cuál fue ese camino en el que el éxito fue sustituto de una aparente normalidad nunca conseguida? ¿Fue el peregrinar de Cesira en busca de un lugar seguro para su hija Rosetta en plena decadencia moral del fascismo, cuando los retazos de la Italia del Duce daban paso a un caos emocional que se cristalizaría en la violación en la Iglesia de Dos mujeres? ¿Fue el de la lucha por su propia maternidad, por ese anhelo tanta veces postergado de la familia perdida en su infancia? Esa Italia madre y madrastra, que condenó su vida y su amor por Ponti, que celebró su éxito como propio, es la misma que se tiñe de calor hogareño en sus estancias en la vieja Pozzuoli y de un rencor inamovible cuando evoca su mes en prisión tras una condena por evasión de impuestos. Sus vaivenes sentimentales nutren páginas y páginas de pequeñas y grandes confesiones, algunas calculadas, otras involuntarias. Entre ellas, como quien pasa en limpio toda una vida, quedan las palabras más sentidas, las inolvidables, como cuando Vittorio De Sica, su amigo y mentor, su padre del alma, le recuerda: “Sofi, no derroches tus lágrimas por quien no lo vale. Somos napolitanos, nacimos en la pobreza. El dinero viene y va. Piensa en el que pierdo en el casino”.
Las fotos que ilustran la nota fueron tomadas del libro de memorias de Sophia Loren Ayer, hoy y mañana.
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