PERSONAJES
Pánico y locura en De la Vega
Si cada época imagina sus monstruos, Jorge de la Vega pintó los de la suya por partida doble. Cuando en 1966 viajó a Nueva York y entró en sintonía con el espíritu de psicodelia reinante, sus animalotes fantásticos pintados en Buenos Aires se volvieron verdaderas pesadillas: mientras Warhol rescataba apático los objetos de consumo, un De la Vega menos impávido ponía su mirada sobre los consumidores, aquellos hombres y mujeres que se amontonan en las góndolas del capitalismo y a los que él pintó sonrientes, con dientes de porcelana, casas de revista y Mustangs rojo fuego. La muestra que inauguró esta semana en el Malba recupera esa etapa bisagra –El Bestiario (1963-1966) y la Pop-psicodelia (1966-71)– de uno de los artistas más integrales, carismáticos y originales de este país.
Por María Gainza
El LSD circuló libremente en California hasta octubre de 1966. Y si hoy usted puede recordarlo, entonces probablemente no anduvo por ahí. Recién arribado, Jorge de la Vega estaba del otro lado, en Nueva York, donde la ola hippie llegó gorda y espumosa en fluorescentes bandas de arco iris y explotó sobre las costas de Manhattan empapando la isla de ácido lisérgico, misticismo y mescalina. El artista argentino sintonizó pronto el espíritu de psicodelia reinante y se dejó arrastrar. Entonces ocurrió lo inevitable. Sus animalotes fantásticos nacidos en Buenos Aires de sobras y chorreaduras dieron paso a unos monstruos aún más pesadillescos: los norteamericanos prósperos de dientes de porcelana, casas Town & Country en Los Hamptons y Mustangs rojo fuego. La muestra en el Museo de Arte Latinoamericano curada por Mercedes Casanegra ilustra estas dos etapas con rigor: El Bestiario o Los Monstruos (1963-1966) y la Pop-psicodelia (1966-71). Pero fundamentalmente nos pone frente a frente con unos seres desquiciados, surgidos de la mente de uno los artistas más radicales de la historia del arte argentino.
El physique du rol
Jorge de la Vega nació un 27 de marzo de 1930, en “una casa que era una pirotecnia. Un lugar donde los chistes surgían incesantemente como dardos y se vivía un desorden sensacional, pero un desorden fértil”, recuerda su gran amigo Pussy Rivarola. Ese ámbito disparó temprano la creatividad del niño Jorge: a los cuatro años ya dibujaba y pintaba como un energúmeno. “Pertenezco al tragicómico grupo de los individuos precoces; no sabía ni escribir pero dibujaba con tinta china en el piso de mi casa las cosas que veía o imaginaba”, reflexionó De la Vega sobre su infancia. Pasó por la carrera de arquitectura pero nunca la terminó. Mas tarde diría que no tenía el physique du rol para ser arquitecto. Pero gracias a sus dotes para el dibujo (que lo sacarían varias veces de apuros), el estudio de Rivarola y Mario Soto lo contrató para que realizara perspectivas. Pero De la Vega no podía con su genio y ni bien terminaba una perspectiva la llenaba de personajes y situaciones, como si no soportara ver esos espacios tan grandes y desolados. Por esos años y en sus ratos libres, tantea entre retratos, naturalezas muertas, bodegones a lo École de París y geometrías.
Un dato: a las 16 años, sin decirle a nadie, participó en un concurso de croquis y manchas donde presentó en papel canson y tinta “En el circo”, un payaso que tenía de la brida a un percherón. Recibió una mención honorífica y un diploma aunque muchos dudaron de que lo hubiera hecho él. Esa atmósfera circense y carnavalesca lo seguiría para el resto de su vida. Como si hubiera imágenes que vienen primero y toman asiento en la mente mucho antes de que el artista sepa exactamente por qué están ahí.
Un viajecito reparador
Esas vueltas de la vida: la muestra del hermano de una compañera de la facultad le abrió la cabeza. Era 1959 y De la Vega fue a la inauguración de la primera exposición individual de Luis Felipe Noé en la galería Witcomb sin grandes expectativas. ¿Qué habrá visto ahí, en esos cuadros informalistas, para sentirse tan en sintonía? Porque sabemos que ese mismo día De la Vega le confesó a Noé que si bien su pintura era bien diferente, él veía puntos en común. Charlas y reuniones entre los dos artistas producirán la chispa inicial. Dos años más tarde se les suman Ernesto Deira y Rómulo Macció e inauguran en la galería Peuser la muestra “Otra Figuración”, no como una vuelta a la figuración tras el reinado de la abstracción de los ‘50, sino como una búsqueda existencial y libre de lo humano. De la Vega lo explicaría así: “No fui exactamente yo quien introdujo figuras humanas en mi pintura; creo que fueron ellas mismas las que me utilizaron para inventarse; no fue una imposición voluntaria sino un encuentro natural”. La muestra fue el puntapié de la nueva figuración en la Argentina (una taxonomía que pronto lo aprieta y la cual desborda). Porque para De la Vega significó más que nada el inicio de una exploración que lo llevaría hasta los límites de la pintura.
Son tiempos en que las habas del “fin de la pintura como reina soberana” se cuecen a fuego alto. Berni expone su Juanito y Ramona de los desechos de una ciudad, Rubén Santantonín anda con sus mordazas de cartón intentando captar la realidad que se vuelve esquiva como una pelotita de mercurio entre los dedos y Kenneth Kemble rompe todo. “Reconozco que fue difícil comprender la ola de monstruismo que se abatía sobre la ciudad. Recuerdo haber escrito sobre esa angry generation porteña preguntándome de qué podían estar furiosos esos jóvenes”, decía Damián Bayón en 1974.
En 1962 los jóvenes nuevofigurativos viajan a Europa. El objetivo era París pero al llegar se dieron cuenta de que ya era tarde: la meca se había trasladado a Nueva York. Pero el viaje no había sido en vano. En las largas noches sobre la cubierta del barco Noé y De la Vega aceitaron sus ideas de ruptura con la pintura-pintura (lo que Noé luego denominó “una visión quebrada”). Es decir que, antes de poner pie en suelo francés, ya estaba todo dicho. Entonces De la Vega se bajó, rompió los bastidores y los envolvió con telas a modo de grandes drapeados. Los llamó Formas liberadas (salvo unas fotografías no queda registro de estas obras). Fue la acción que marcaría el golpe de timón más contundente de su carrera. Algo que la historia del arte no había logrado evaluar en su total magnitud: “Hasta el presente no ha habido una asimilación adecuada de este momento bisagra. Esta exposición ofrece la oportunidad de conocer el núcleo del quiebre”, explica Casanegra.
Monsters Inc.
“El mundo de De la Vega, después de atravesar el campo pictórico de la neofiguración y la fractura de sus Formas liberadas, retorna a la pintura sólo en apariencia”, explica Marcelo Pacheco en el libro de próxima publicación, Jorge de la Vega. Un artista contemporáneo. Su etapa siguiente, El Bestiario, nacerá de esa acción clara que significó escapar de la historia del arte. El resultado fue un enmarañado conjunto de piedras, fichas de nácar, maderas, monedas, calcomanías, tornillos, vidrios, plásticos, telas drapeadas, papelitos y óleo chorreado que dio forma a una zoología entre cómica y siniestra.
“Pintaba animales quiméricos que flotaban en el espacio sideral”, comentó sobre este período De la Vega. Es verdad que hay un clima de mundo infantil, de collage y pegatina, que Ricardo Martín-Crosa en un texto de 1978 denominó el “Escuelismo de De la Vega”, reconociendo una iconografía que “remite a libros de lectura de niños o a álbumes para colorear” y recursos formales vinculados a una “retórica de enseñanza primaria argentina con tufillo de aula”. Pero habría que agregar que si éste es el mundo de la infancia, es más que nada el de las noches de tormenta, cuando las madres apagan la luz, entornan la puerta y los niños quedan solos, con ojos alertas apenas asomando por debajo de las sábanas. Es una matinée continuada de Jacinta Pichimahuida y Monsters Inc.
Y como generalmente ocurre con las obsesiones, éstas aparecen temprano y persisten. Están las pseudoanamorfosis –sobre una figura en relieve se realiza un frottage con una tela que luego húmeda es colocada sobre el lienzo– que actúan como un guante estirado que dado vuelta deja ver sus costuras, hilvanes y desflecados; y los espejos que duplican las figuras las enfrentan con su doble. Juntos, ambos recursos producen un clima inquietante cercano a quedarse encerrado dentro del laberinto de espejos del Italpark, con todos esos otros nosotros, deformes y mirones.
Cada época imaginó sus propias bestias. Desde los centauros y medusas de la Antigüedad, a los bestiarios medievales –tratados que contenían la descripción de animales fantásticos en correspondencia con pasiones humanas–, hasta el siglo XVIII donde se afianzó como nunca un reparto universal del miedo –por ese tiempo Goya se encaprichó en sus grabados ypinturas con machos cabríos, asnos en actitudes humanas y gatos semihundidos en la arena, Fuseli concibió su gigante Polifemo “mitad gorila mitad Pensador de Rodin” (según el historiador Kenneth Clark) y Blake creó la imagen más tremenda del “descendimiento” humano, el Nabucodonosor con pezuñas y pelos que se arrastra por un piso cavernoso– lo monstruoso siempre ha servido como desestabilizador del orden dado. Pero al final, lo que late más hondo en estas imágenes y más que nunca en el moderno De la Vega es la posibilidad de una hibridación que acaba pareciéndose al espejo de Dorian Grey: el monstruo nos devuelve la imagen fiel de nosotros mismos.
Alguien alguna vez le preguntó a De la Vega por qué se aferraba con tal intensidad al collage (Pacheco habla de bricolage en el sentido que le da Lévi-Strauss de un trabajo a partir de “arreglárselas con lo que uno tenga” en pos de “coleccionar piezas que retrasmitan mensajes”) y él contestó que se debía a su interés por hacer que la obra “funcione en relación a la distancia donde se encuentra el espectador de una manera viviente”. Porque su visión entendía sus seres yendo al frente, “sujetados a los bordes de la tela pero con una autonomía que nace de su peso casi real”. Es que los lienzos de De la Vega están concebidos así, como un campo de batalla donde todo se mezcla, se revuelve, se junta, para hablar en un tiempo más presente, haciendo que la vida brote del lienzo como una bañadera que rebalsa.
El submarino amarillo
Los americanos bailaban desaforados sobre un volcán cuando hacia el Norte partió el artista a lo que denominaría “la experiencia más significativa de mi vida”. Un año antes, en 1965, el norteamericano Jack Squier, de visita por Buenos Aires, lo había invitado a los Estados Unidos como profesor visitante de la Universidad de Cornell. Llegó entonces De la Vega al país de los paraísos artificiales donde hacía unos años Timothy Leary había comenzado a investigar los hongos alucinógenos en amigos como Allen Ginsberg (quien, drogado, llamó a Kerouac por teléfono diciéndole a la operadora que llamaba Dios) y Oscar Janiger había registrado el impacto de la “píldora de la creatividad” y sus alteraciones ópticas en alrededor de 1000 voluntarios entre los que se incluían Cary Grant, Anaïs Nin y Aldous Huxley.
Ahora, una digresión, porque es necesario repasar por un momento en qué década estamos. Después de todo, no sólo de droga vive el hombre de estos años: en 1961 se levanta el Muro de Berlín, en 1963 John F. Kennedy es asesinado, en 1967 Kubrick filma 2001 Odisea en el Espacio, el mismo año Los Beatles sacan Sgt. Pepper y en 1968 filman El submarino amarillo, al año siguiente el hombre pisa la luna, todo esto surcado por el fantasma de Vietnam. Imagínese un poco de ese acelere y ahora multiplíquelo por mil. Eso eran los swinging sixties. Del paso del artista por los Estados Unidos han sobrevivido varias de las cartas que le envió a su madre. Cartas pasadas por el filtro de lo que un hijo le puede contar a una madre, con lo cual sobre sus experiencias psicodélicas mucho no se sabe. De todas formas estamos hablando de un ser hipersensible a su entorno con lo cual, haya experimentado o no, el efecto submarino le pegó.
Las cartas hablan más bien de su estrecho contacto con los alumnos. Cuentan por ejemplo: “Ayer fui a almorzar con un nigeriano y hablando de música folklórica le dije que me gustaba la de Africa y le canté a capella el “High Life: oña coyi mi, mi vere nocó”. Se quedó asombrado. Dice que me quiere llevar a Nigeria, seguramente para exhibirme como un fenómeno”. Evidencian también un enorme afecto por los hijos de Noé que en esos años viven en Nueva York: “Mi ahijado, Gaspar, está cada día más lindulín y más bestia, porque cuanto más quiere a los demás más trompadas les da” (bastante premonitorio de la estética del hoy joven director de cine).Todo este tiempo De la Vega trabaja en cosas nuevas, “aporreando los bastidores que están produciendo resultados bastante insólitos”.
Un día Alfredo Bonino –que le venía prometiendo una muestra individual en su galería de Nueva York– visita al artista para conocer sus últimos trabajos. El giro está dado. Lo que Bonino ve es el shock que Estados Unidos le habían producido a De la Vega: “Adiós a las figuras mitológicas y búsquedas del hombre. Norteamérica es un mundo tan poderoso y artificial que por contraste el hombre adquiere relieve... Me dediqué entonces a pintar la felicidad de los americanos”, comenta el artista. Por lo pronto el collage había desaparecido y en su lugar el frío acrílico conformaba unas caras de revista publicitaria, con carnes rollizas y maceradas a lo Rubens, que se enroscaban como chinchulines, todo en colores planos y chillones. Según cuenta De la Vega, al galerista le parecieron “estrordinarios” y “magníficos”. Pero la muestra nunca se realizó.
Lo que son los engranajes del mercado del arte: un buen día Sam Hunter, director del Museo Judío de Nueva York, de paso por la Bienal de Córdoba escribe una artículo en la revista Art in America ponderando a De la Vega y poniéndolo a la altura de Warhol. Entonces De la Vega confiesa: “Es la primera vez que veo un cuadro mío como si realmente fuera de un pintor importante y no de un pobre papanatas”. Unos días después, en una de esas fiestas neoyorquinas donde, entre otras figuritas encontramos a Jorge Romero Brest de paso por la ciudad, Hunter anuncia que De la Vega es el artista más importante de Suramérica. De la Vega relata: “Cuando salimos Brest me dijo que estaba realmente entusiasmado con mi nueva pintura y que le parecía que estaba en el mejor momento de mi carrera (como siempre, por las dudas, dejó que primero lo dijera otro para no meter la pata)”.
El déme dos
Mientras Warhol rescataba apático los objetos de consumo, De la Vega menos impávido miraba hacia el consumidor, hacia aquellos vulgares hombres y mujeres que se amontonan en la góndola de ofertas del supermercado. Inflados al máximo como air-bags, se estiran, deforman y apretujan, pero curiosamente no hay dolor, hay más bien hipocresía y sonrisas de “somos todos espléndidos y acá estamos regio”. Sin embargo algo anda mal. Hunter S. Thompson, periodista estrella de la Rolling Stone, escribe por 1971 en su libro Pánico y locura en Las Vegas: “¿Quiénes son estas personas, estas caras? ¿De dónde vienen? Parecen caricaturas de vendedores de autos usados, todas persiguiendo el sueño americano en un casino... Pero la energía que impulsó los ‘60 pronto se acabó. Esa fue la gran falla del viaje de Tim Leary. Una generación de buscadores fracasados que nunca entendieron la falacia esencial de la cultura del ácido: la presunción desesperada de que alguien o a al menos alguna fuerza nos tenderá una luz al final del túnel”. Algo de ese final anuncian los rostros sacados de De la Vega.
Tal vez presintiera que la fiesta había terminado cuando volvió a Buenos Aires en 1967. El hecho es que pronto optó por abandonar el color y concentrarse en el blanco y negro. Pero ya era tarde, la pintura se había vuelto una camisa demasiado ajustada para semejante hombre que “vivía al spiedo” (según Federico Peralta Ramos) y desde 1968 empezó a dedicarle sus últimos años (muere de un aneurisma en 1971) a la música. “El gusanito”, compuesta en su adolescencia para la hija de un amigo, ya era un hit que circulaba anónimamente desde hacía varios años en los ambientes universitarios. Se veía que tenía pasta, que componía unas canciones entre Jacques Brel y María Elena Walsh, pequeñas y existenciales, y un día, casi sin buscarlo, le ofrecieron grabar un disco que presentó en la galería Bonino: “Jorge de la Vega expone canciones”. Concretó así, como tituló la revista Panorama, “el primer vernissage musical de que se tenga noticia”.
Del otro lado del espejo
De la Vega decía que “El gusanito” era “como una canción para chicos con trasfondo metafísico”. Esa sensación de mundo infantil existencial y dado vuelta emparienta su obra con la de Lewis Caroll. Como si ambos hubieran estado parados del mismo lado del espejo cuando en sus intríngulis describían un territorio poético de trabalenguas y juegos de palabras que quiebran la lógica, de transformaciones por brebajes extraños, gatos de Cheshire de sonrisa enorme y filosos dientes irrumpiendo cada dos por tres y orugas fumonas que sobre hongos mágicos preguntan intolerantes: “¿Quién eres tú?”.
Rompecabezas se exhibió en 1970 en la Galería Carmen Waugh, treinta piezas intercambiables con fragmentos de los cuerpos gordinflones iban acompañadas por canciones hiladas a través de un monólogo en el cual De la Vega decretaba: “Viendo mis propios cuadros pienso que indudablemente un crimen se puede contar; eso sí, el crimen sería bastante extraño, porque todos parecen estar encantados de haber sido asesinados”. Para todos los que no estuvimos ahí, la muestra del Malba vuelve a rearmar el rompecabezas.
Un día se fue. Durante su funeral en la Chacarita, Noé comentó que el artista había muerto “justo cuando estaba tomando conciencia de que lo que había que dar vuelta era mucho más que la pintura”. Y sin embargo Jorge de la Vega sabía que era ahí donde tenía que empezar. Después de todo, parecían pensar esos ojos picantes escondidos detrás de unos anteojos negros y redondos como los de un gusanito de juguete: si uno no hace lo que quiere en la pintura, ¿dónde lo va ha hacer?
Subnotas