PUNCH
El último Don
Ha caído un tabú:Walter Kirn, colaborador más que habitual del New York Times dice que la última novela de Don DeLillo es totalitaria, académica y previsible. Y ni siquiera describe bien a Manhattan.
POR WALTER KIRN
Aunque Don DeLillo les pone nombre a sus personajes, podría tranquilamente asignarles números de serie. Las entidades cerebrales que pueblan las páginas de Cosmópolis –una novela sobre la aparente insania del hipercapitalismo de la era Nasdaq– son menos personas que frases hechas que caminan. Cuando dos o más se reúnen a conversar –sobre lingüística, economía, el tiempo o cualquiera de los cientos de gélidas preocupaciones posdoctorales que el autor les concede en lugar de almas–, el sonido que producen es tan monótono que no sólo es difícil darse cuenta de quién está hablando; también es un misterio por qué se toman semejante trabajo.
Veamos, por ejemplo, el siguiente diálogo, que parece coproducido entre Harold Pinter y Hal 2001. Interlocutor 1: “Hay una superficie común, una afinidad clara entre los movimientos del mercado y el mundo de la naturaleza”. Interlocutor 2: “Una estética de la interacción”. Interlocutor 1: “Sí. Sólo que en este caso empiezo a dudar de que alguna vez llegue a dar con ella”. Interlocutor 2: “¿Dudar? ¿Qué es dudar? Tú no crees en la duda. Me lo has dicho tú mismo. El poder de la informática elimina todo rastro de duda. Las dudas brotan de las experiencias pasadas. Pero el pasado está desapareciendo. Antaño conocíamos el pasado, pero no el futuro. Eso está cambiando. Necesitamos una nueva teoría del tiempo”.
Por supuesto que semejante estilo crea un efecto y tiene un sentido. Pero el efecto es viejo y el sentido, bastante antiguo, debe tener la misma fecha de vencimiento que las mesas de café de plexiglas, que 2001 Odisea del espacio o que las fiestas con fondue de la Universidad de Yale. A lo largo de más de 50 años, los norteamericanos y europeos educados han satirizado el materialismo desenfrenado, la rampante deshumanización y todo lo demás con alguna consistencia y más o menos de modo masivo, aunque sin provocar quizás mayores efectos en el mundo real. Hace rato que esta visión particularmente pesadillesca de la más quieta desesperación y esta desesperanza existencial cool huelen mal, atrapadas como están en las convenciones más trilladas y en actitudes tan vetustas como la antigua poesía medieval de caballería.
El hombre antes mencionado como “Interlocutor 1” es Eric Packer, un supermillonario dedicado al mercado de divisas que un día se sube a una limusina blanca high-tech equipada con toda clase de aparatos (desde pantallas de video que brotan de cualquier lado hasta un pequeño baño) para realizar un viaje largo como un libro por el centro de Manhattan. Packer acaba de apostar fuerte al yen (una jugada que si sale mal lo arruinará y desestabilizará bancos en todo el mundo), pero parece mucho más preocupado por cortarse el pelo en su peluquería preferida. Se supone que el detalle grafica una actitud inquietante y una capacidad de autocontrol imposible, pero Packer comparte esa condición con casi todos los personajes que se encuentra durante el viaje.
El resultado es una experiencia de lectura totalitaria sin sorpresa ni espontaneidad, un soñoliento ejercicio de suma o resta hecho en prosa. Ya sabemos que nuestro mundo ha sido transistorizado para el bien de otros. Dígannos algo que no sepamos. Pero DeLillo se niega. El suyo es un futurismo académico fosilizado. La Manhattan cuya vitalidad vibrante y venenosa inspira el título del libro y hace las veces de escenografía parece extrañamente poco desarrollada y está muy mal descripta. Para mí, por ejemplo, una limusina blanca y enorme tiene más que ver con las fiestas de egresados de Omaha que con las mañanas de Wall Street. ¿O la broma es demasiado sutil para surtir efecto? Difícil saberlo.
Algo es seguro: hay que tener mucho cuidado con las novelas de ideas. En particular cuando las ideas vienen primero y todo lo que tiene que ver con una novela (una historia, por ejemplo) pasa a segundo plano. Cosmópolis es como un campo de tiro intelectual en el que una serie de blancos enormes van apareciendo justo a tiempo para que el autor dispare contra ellos conlas balas que cargó antes de empezar a escribir. DeLillo no confía en la vieja convención de los personajes que toman el control de sus propias vidas y las situaciones que se construyen por sí mismas; más bien se atiene a su plan como un sargento al megáfono con el que entrena a sus nuevos reclutas para una marcha muy, muy larga.