Domingo, 10 de mayo de 2015 | Hoy
TELEVISION Con el cambio de canal –de Telefe a América y un 24 horas de TV digital–, la edición 2015 del reality más famoso del mundo reafirmó en sus primeros diez días la tendencia a desplazar las historias de vida por un afán de encasillar a los participantes en estereotipos televisivos, y que pronto encuentren su lugar en el mundo mediático una vez que dejen la casa. Pragmático, crudo y hot, Gran Hermano conserva una vez más el discreto encanto de distraer al espectador a fuerza de voyeurismo y pequeñas intrigas.
Por Julián Gorodischer
Hace varias horas que un espectador se mantiene inmóvil en un sillón verde en un living: se detuvo en el rostro de Mariano Verón, el patovica al que atribuyen parecido con Ricardo Fort; hace un rato largo que lo enfocan estando dormido. El que mira la tele se quedó colgado de ese plano; su mente va y viene entre el sueño, interrumpido por el ronquido de Mariano, y la indecisión sobre si apagar el televisor o no.
El espectador pensaba, hace un rato, sobre si seguir entregado a esa pegajosa viscosidad que se siente como segunda piel después de un lapso prolongado de exposición, esa inclasificable dejadez comparable al “soltarse del mundo” que atribuyó Buñuel a los invitados al banquete de El ángel exterminador. ¿Podrá, finalmente, recuperar la posición de sentado?
Mentiría si dijera que uno se siente acompañado por Mariano; su presencia remarca una falta: ¿por qué algún técnico, un director, no traslada la narración a uno de los sectores del living-comedor?; ¡vamos!, plano a la bulliciosa reunión que seguramente se celebra, según delata un persistente murmullo, siempre fuera de nuestro ángulo visual. Sólo llegan, desde cerca pero ausentes, roncos y agudos chillidos, risas..., esos ruidos que caracterizan a los agrupamientos festivos.
Hace unos 20 minutos, nos regalaron un paneo al living y nos hubiera gustado detenernos en aquella charla de los pibes, mientras intercambiaban claves para seducir. “Laburar, esperar”, se alcanzó a escuchar. Pero en este programa no se maneja la clásica prioridad de los nudos sobre los tiempos muertos. Se apasionan, sus creativos, con los relegados a algún margen inactivo. Cuando los vemos hacer uso tan ocioso de un tiempo sin segmentos, se añora algo del orden de una libertad previa a la organización social del trabajo. Sí, en esa forma descarada del retozo, sin ningún afán productivo, sin metas, horarios, sin horas para cada cosa, sin culpa ni tormento, ni temor por haberse quedado fuera del mundo.
Así estaba yo, el pasado fin de semana, transcurriendo como si hubiera compartido el escenario con el subgrupo de elite dentro de Gran Hermano, los bellos y sex symbols (Francisco, Fernando, Nico, Maipi), quienes retozaban –como si compartiéramos el mismo respaldo– en el estratégico sillón en forma de pirámide invertida que funciona como facilitador de una denigración continua a los ausentes. Me asomaba mediante una ventana al signo pleno de la banalidad –creía–, que me retuvo en un estado de creciente ansiedad, horas pegado a una narración sólo apta para ser rellenada con un maquineo infernal sobre fantasmas que arrastre cada uno.
Esas horas, en las que no podía recuperar la posición de sentado, descubrí que esta gente actúa y proclama (baja línea) con mucha mayor intensidad que sus precursores, las estrellas repentinas Tamara, Gastón o Silvina Luna, en las primeras ediciones del reality. Estos dan lecciones de buen vivir, opinan sobre la actualidad del espectáculo, se desdicen sobre lo pronunciado la hora anterior, con clara conciencia de estar siendo exhibidos: a la corta, eso los salva de la desesperación ante el vacío, se supone. Esta inercia, para ellos, es trabajo; se están construyendo un futuro. “Vos ya sos famoso”, le decía Camila a Fernando, mientras lo admiraba levantar unas pesas. “Aunque no quieras, cuando salgas te van a señalar”, le devolvía el otro, sosteniéndola en sus ejercicios de abdominales.
Entraron, cada uno de ellos, con una función testimonial: para denunciar, aclarar, escrachar, aleccionar, acompañar; no hay uno que no se haya definido menos como un ser que una función. En ese marco, podrán ser menos espontáneos, pero son más televisivos: es cada participante el que se adapta hoy a la lógica del entretenimiento masivo, y ya no una excursión de los medios masivos a la realidad del mundo exterior.
Así estaba pegado al canal 30 de Cablevisión digital –el pasado domingo, cuando todavía había transmisión en continuado– comprobando la variación en el criterio de casting: ya no hay pretensión de naturalidad, ni “gente común”. No hay ninguna posibilidad de representación del televidente cualquiera. Cada uno de éstos es la réplica de un arquetipo televisivo que nos resulta familiar; desde las chicas de los videos hot al galán que interactúa con las estrellas de Intrusos, todos son intrínsecamente televisivos.
Ahí están hoy, cual fenómenos del circo de Tod Browning: replicantes de antiguos y futuros personajes mediáticos. El millonario ostentoso, la “loca” que se operó para parecerse al modisto Jorge Ibáñez, la niña violada devenida en horroroso tópico habitual de la cultura de masas.
Ahora, sólo podemos seguir la actualidad de “La Casa” en las galas que conduce Jorge Rial y los debates que modera Pamela David. No nos es menos adictiva: el tono alto de los escándalos nos salva de la monotonía del trabajo a casa; todas las noches, una nueva intriga sobre un nuevo y pornográfico video prohibido. Ay, ese sadismo implícito –cómplices, sólo por quedarnos mirando– al presenciar la subordinación de “la loca” Solano al designio del varón mayoritario; es verla dormir en un colchón tirado en el piso, rodeado de las chicas, y saber que el cupo de la diversidad se cubrió, sí, pero nunca fue tan cruel el “Gran Hermano” con los lgttb. También la chica “trans” fue objeto de varios dedos en alto.
A Solano lo vendaron e indujeron a besar al twittero teen, Eloy, en la fiesta del sábado, y después Eloy fue consolado y el grupo le pidió perdón por el engaño padecido. El pensaba que estaba besando a una de las chicas. ¿Qué nos hace perdernos en el rumoreo interminable sobre quiénes complotaron para mandar a la placa a Francisco, acatar la mediática curiosidad de los paneles de turno sobre cómo fue violada (Camila), sobre si Nico se la metió o no a Marian) cuando –la primera noche– él sorprendió a la “botinera” mientras el resto dormía.
Hasta que se interrumpió su transmisión (se ignoran todavía los motivos), el canal 30 nos sumergía en una extraña tele surrealista con planos de durmientes y murmullos en el off, de diálogos sobre la nada y atípica cercanía afectiva al acompañarlos en la rutina diaria: podrían ser considerados revolucionarios en el marco del melodrama o la comedia juvenil, entre otros géneros hegemónicos.
Claro, ahí está el poder revulsivo de este género: celebra una cierta violación al artificio televisivo, al guión de telenovela, al programa de concurso, sobreviviendo incluso a la manipulación de quien lo usa como usina productora de contenido escandaloso. El espectador entrenado podrá, entonces, cada tanto, huir de sí mismo, quedarse en suspenso, y preguntarse, por ejemplo: qué piensa, qué trama, cómo sobrevive a ese infierno la que permanece con los ojos abiertos en el pabellón a oscuras; cuando sus compañeras duermen, ella sigue inmóvil sin pestañear.
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