Domingo, 10 de mayo de 2015 | Hoy
UN MúSICO ELIGE SU CANCIóN FAVORITA: EL TATA CEDRóN Y “LA VIAJERA PERDIDA”, DE HéCTOR PEDRO BLOMBERG Y ENRIQUE MACIEL
Por Juan Carlos “Tata” Cedrón
Entre el enorme repertorio de canciones que podría citar como mis favoritas en este momento elijo “La viajera perdida”, porque hoy estoy rescatando poemas de Héctor Pedro Blomberg, que nació en 1889 o por ahí, y que es anterior a la generación de Tuñón, pero tiene ese mismo mundo de los viajes. Blomberg fue de hecho un referente para Tuñón. Era hijo de un marino noruego; a los 20 vio un barco en el puerto, agarró un bolso y se fue; primero a Noruega y luego a recorrer otros países. “La viajera perdida” tiene mucho que ver con ese universo de Tuñón, que está poblado de puertos, de marineros, de viajes por países lejanos y de personajes que provienen de estos lugares remotos. Yo podría pensar en “La pulpera de Santa Lucía”, que es una de sus obras más conocidas, que es extraordinaria también y que la hizo junto con Enrique Maciel –es la primera, de una obra genial, que hicieron en colaboración Maciel y Blomberg–, o en muchos otros de los temas que hicieron juntos, como el de la lucha entre unitarios y federales, en composiciones donde los malos no eran tan malos ni los buenos tan buenos; o como “La que murió en París”, sobre una chica muy educada, corresponsal del diario La Razón y descendiente de Domingo French, que lo acompañó como secretaria y que difundía las notas que Blomberg escribía sobre el tango, pero que durante su viaje enfermó y murió. Pero son especialmente estas historias suyas de viajeros aquellas de las que estoy impregnado desde chico. Historias como la de “El chino del Aurora” (“¿Por qué maté a aquel chino a bordo del Aurora?/ No me había hecho nada; de una humildad sin fin”), o como el poema “Las dos irlandesas”, al que yo rescaté y le puse música. “Las dos irlandesas” habla de estas dos chicas europeas que llegan desde Shanghai en un barco, con dos chinos, a un piringundín de Dock Sur, y terminan muy mal. Blomberg escribió mucho sobre el mundo que conoció viajando, que ese mundo que se abrió ante él, y lo abrió a los demás, como luego lo hizo Tuñón. Como lo hizo también Blaise Cendrars, con “El poema del Transiberiano”, que cruza de París a Moscú. A mí todo ese mundo me fascina.
Esa veta poética me interesó siempre, y Blomberg en particular, como dije, desde chico. Tengo cuarenta y pico de poemas musicalizados, y no somos los primeros que hacemos esto: existe una larga tradición del dúo poeta-músico, como Troilo con Manzi. Yo trabajé durante mucho tiempo con la obra de Tuñón, que tiene una coincidencia con Blomberg: Tuñón es, como él, sensible al mundo de los barcos; al “mundillo”, como lo llamaba él mismo. Es él quien lo rescata como poeta-ensayista, como novelista, en los años ’50, cuando Blomberg había sido olvidado; cinco años antes de su muerte. Ese universo, el de los barcos y los viajes de los que escribió Blomberg, aparece especialmente representado en “La viajera perdida”, es por eso que la elijo entre muchas de sus grandes obras.
Yo no podría decir que repetí la experiencia de aquellos, Tuñón, Blomberg, porque yo ya nací en otra época, una en que el viaje ya era otra cosa; cuando viajar no era la cosa romántica de otros tiempos, de los barcos, de los piratas y los camellos. Sí ha sido una experiencia muy interesante; tuve una vida muy rica, viajé durante treinta años, con los compañeros del cuarteto por Asia y por Europa. Y en cuanto a mi cruce con la literatura, eso es algo que le debo a mi hermano Alberto, gran pintor. Puedo decir que provengo de una familia donde todos fuimos artistas, pero hay algo con los pintores y su relación con la literatura y el análisis de su propia obra que no se da tanto en los músicos. Alberto fue entre nuestros hermanos el que nos armó un poco a los demás, en los ’60: nos juntábamos con todo un grupo de artistas en la casa de Brouillon, ahí escuché por primera vez “La cerveza del pescador Schiltigheim” de Tuñón, y “La muerte no tendrá poder” de Dylan Thomas, y así. Yo era más pibe pero me empezó a llevar a las reuniones y con eso me animaba. Así fue como me fui acercando de a poco a ese mundo, leyendo mucha poesía. Los pintores siempre fueron cultivados, en literatura, en ensayos; muy de analizar sus obras, de discutirlas, de reflexionar y estudiar sus significados; algo tan diferente de lo que hace el músico. En este sentido, lo mío se parece un poco a lo que hizo con poesía Paco Ibáñez, de algún modo somos paralelos, y a él a su vez lo animó un pintor: Jesús Soto, una de las grandes figuras del arte cinético.
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