Domingo, 17 de mayo de 2015 | Hoy
ENTREVISTA Un chico de dieciocho años sufre muerte cerebral tras un accidente. De manera urgente, su corazón, donación mediante, se convierte en dador de vida. Y son sus padres los que deben decidir qué hacer, reconstruyendo para eso la biografía del adolescente. Con esta trama tan compleja como angustiosa, la escritora francesa Maylis de Kerangal escribió Reparar a los vivos, una novela que el año pasado puso en el centro del debate la donación de órganos en su país. De paso por Buenos Aires, Kerangal habla sobre las motivaciones para escribir su libro y los riesgos de hacer una literatura militante sobre un tema de enorme sensibilidad.
Por Juan Pablo Bertazza
Con su característica autoestima, Sigmund Freud dejó en claro las tres grandes heridas narcisistas que, a lo largo del tiempo, fue sufriendo la humanidad. La primera aconteció en el siglo XVI cuando Copérnico echó por tierra el geocentrismo impuesto por Aristóteles para venir a decir que nuestro planeta no se ubica en el centro del Universo y que, al igual que tantos otros, sólo gira alrededor del Sol. Los otros dos golpes llegarían en el siglo XIX: con la teoría de la evolución de Darwin, según la cual básicamente descendemos del mono, y el inconsciente del propio Freud que pinchaba el globo del ego al establecer que no sólo no mandamos en el cosmos ni en la biología sino tampoco y ni siquiera en nuestra propia psiquis. El tiempo dirá cuál es el cuarto golpe. Pero hay un precandidato fuerte que tuvo lugar durante 1959, cuando durante el vigesimotercer Congreso Internacional de Neurología, los médicos franceses Maurice Goulon y Pierre Mollaret anunciaron otra revolución: la parálisis del corazón ya no era señal inequívoca de la muerte, como se venía pensando durante casi toda la historia de la medicina. Al mismo tiempo, surgía un nuevo estado que, incluso a nivel filosófico, significó un movimiento importante porque agregaba una tercera instancia a la dicotomía “vivo o muerto”, un tercer estado que es la muerte cerebral, donde el cerebro puede seguir funcionando con asistencia mecánica aun cuando el corazón no funcione más. Como consecuencia, caía destronado el papel del corazón como rey del cuerpo, para dar paso a la consagración del cerebro (o, mejor dicho, en el encéfalo) a nivel epistemológico. En definitiva, lo que tuvo lugar a partir de 1959 fue un cambio de paradigma que significó una especie de reactualización de Descartes: “Si ya no pienso ya no existo”.
En Reparar a los vivos (Anagrama), verdadero furor literario del primer semestre del año pasado en Francia, se describe el plano de un cerebro de una manera que también podría atribuirse a una historia, a un libro, a la literatura: “Está lleno de memoria, de coincidencias, de preguntas, es una especie de azar y de encuentro”. Un surfista de dieciocho años, al volver de una excursión junto con sus amigos para surcar las olas, sufre un accidente en su camioneta y, como consecuencia, tiene muerte cerebral. Además de lidiar con semejante tragedia, casi al instante sus padres deben encarar la más triste decisión de su vida: donar o no los órganos de su hijo, conscientes de que hacerlo significará asumir su muerte, pero además tratando de ponerse en los propios zapatos de Simon (tienen que indagar, por ejemplo, si era una persona generosa o no) porque la gran paradoja de la donación es que, en el caso de no haberlo aclarado en vida, no son los familiares sino el donante el que, en ausencia (y a partir del conocimiento que de él tienen los seres queridos) “toma” la decisión.
Reparar a los vivos –un raro equilibrio entre medicina y literatura– es la última novela de Maylis de Kerangal, escritora que estuvo de visita –sólo durante un día y por primera vez– en nuestro país pero increíblemente no por la Feria del Libro que acaba de concluir, sino para participar de un ciclo organizado por la Alianza Francesa.
Nacida en Toulon en 1967, Kerangal viene acumulando premios y lectores, pero empezó a hacerse conocida con la publicación de Nacimiento de un puente, novela con epígrafe de Jorge Luis Borges, traducida a ocho idiomas y merecedora de los premios Médicis, Franz Hessel y Gregor Von Rezzori, situada en una ciudad imaginaria pero perteneciente al estado de California de nombre Coca, donde la construcción de un puente colgante sirve como epicentro para contar la historia y el destino, las vueltas de la vida de una decena de personajes que se entrecruzan sin darse cuenta.
Con un recorrido más que exitoso, Nacimiento de un puente llegó a la última instancia del Premio Goncourt (quedó entre los cuatro finalistas), aunque lo terminaría ganando Michel Houellebecq con El mapa y el territorio.
Kerangal se detiene en esas veinticuatro horas de tiempo que corren durante el trasplante del corazón de Simon a Claire Mèjan. Pero, a la vez, la suya es una novela que indaga en las profundidades del dolor, sobre todo el dolor abismal de la madre apenas se entera de la noticia del accidente y debe comunicársela a su ex marido, y da vueltas y titubea, consciente de que está a punto de dejarlo al otro lado de esa línea que divide a las personas felices de las que sufrieron una tragedia.
En esa exploración en torno al dolor que tiene una larga tradición –liderada quizá por Marguerite Duras, pero nutrida también por Philippe Forest y la novela Todo cuanto amé de Siri Hustvedt– abundan las frases y expresiones que tocan los límites de la palabra, que orillan lo inefable, esa zona frágil del lenguaje que intenta representar lo irrepresentable: “Por el momento, lo que sienten no es transmisible, porque los fulmina con un lenguaje que no puede compartirse, anterior a las palabras y a la gramática, que acaso sea el otro nombre del dolor; no pueden sustraerse a él, no pueden sustituirlo por una descripción, no pueden reconstruir ninguna imagen suya, se han quedado a la vez cercenados de sí mismos y del mundo que los rodea”.
Esa tristeza que aparece plasmada en la novela por un logrado equilibrio entre la psicología de los personajes y las descripciones banales y cotidianas del mundo exterior, como siempre cruelmente incólume ante las tragedias personales, sacude al lector, lo sumerge en el barro de sus páginas por lo que, atención, ésta es una de esas novelas que no se pueden leer bajo cualquier circunstancia, y con cualquier estado de ánimo.
“Es cierto que la gran puerta de entrada a este libro es el dolor: el dolor por la muerte de un joven. Funciona al revés de la tragedia clásica donde la muerte era la salida. Acá, luego de la muerte hay un camino que se da casi a contrapelo de la vida, sobre todo a partir del trasplante cardíaco que, para mí, es un hecho sobresaliente de la contemporaneidad: cataliza épica, técnica y poesía, una epopeya humana que construye una colectividad de sujetos que no se conocen entre sí. Eso repercute en la novela casi a la manera de los cantares de gesta medievales donde el centro de todo estaba en el corazón que el caballero le ofrecía a su amada. Como si al final de ese recorrido hubiera una pequeña luz, pero sin que eso signifique poder reparar nada”, explica Kerangal.
¿Cómo surge la idea de escribir sobre semejante dolor?
–Puede haber muchas razones pero también un motivo más privado que tiene que ver con que este libro lo escribí bajo el movimiento de la experiencia de la muerte de mi padre, hacerlo fue la manera que encontré para atravesar, desde el lenguaje, la experiencia de la muerte. La dificultad de escribirlo fue doble: personal porque me removió el dolor y también literaria, porque el aspecto patético podía hundir todo el libro. Es decir, tenía que controlar las emociones para que el libro no se hundiera, la novela no tiene contraste, no tiene humor, solo el dolor y la migración del corazón del joven, todo eso necesitaba algún tipo de contención.
¿Alcanzan las palabras para expresar el dolor?
–Creo que hay cosas indecibles pero, al menos en la novela, traté de buscar una forma extra de poder decirlas. Por otro lado, lo que me apasionó es que, al mismo tiempo, todo es una cuestión de verbos: sentir tristeza, lamentarse, quejarse, decidir, ponerse en el lugar de Simon. Es un libro muy íntimo, aun cuando eso no se pueda percibir, porque tomé la distancia suficiente como para que tuviera su propia forma. La literatura es esa distancia, ese desplazamiento. De hecho, hay algo que dijo Bernard-Marie Koltès en una entrevista que me gusta mucho y que si bien se refiere al teatro, para mí constituye una buena definición de lo que es la literatura: “No se puede decir nada con palabras, se está forzado a decir más allá de las palabras. Uno no le puede hacer decir a alguien ‘estoy triste’. Uno está obligado a hacerle decir ‘Voy a dar una vuelta’”. Es decir, siempre hay un movimiento y yo reconozco la literatura precisamente en ese desplazamiento. En muchos sentidos, pero también en el de esa distancia indispensable para que lo íntimo aparezca cambiado.
Ese desplazamiento que Kerangal entiende como un faro de lo que debería ser la literatura, estructura, de hecho, toda su novela. Incluso como una vibración que se materializa en sus frases extensas y de largo aliento, casi asfixiantes, en una serie de escenarios claustrofóbicos como el del hospital donde transcurre casi toda la novela. Pero al principio hay, claro, una primera onda, una primera ola literal que establece una fuerte división que repercute en todo el libro: “A doscientos metros de la orilla, las aguas ya no son más que una tensión ondulatoria, se ahondan y se abomban, alzándose como una sábana lanzada sobre un somier”. Desde ese comienzo que muestra a Simon en plena acción, bien aferrado a la tabla de la vida, se anuncia y también se vislumbra el otro lado del libro, esa costa que representa otro mundo, un mundo sin historia del que el adolescente ya se ha desligado porque, tal como dice la novela, solo permanece a “ese oleaje aleatorio que lo arrastra y remolinea”.
“El surf es fundamental porque da la primera ola al libro que luego irá se fusionará con otras, como la onda P, que es la primera que fabrica el corazón, la onda sonora de las voces que viajan por los teléfonos, la onda del golpe del accidente, las ondas de las emociones y finalmente la onda de la escritura y de la lectura. La escritura es, en definitiva, un surf que atraviesa la ola del lenguaje y Reparar a los vivos es un circuito, un sistema de ondas”, explica Kerangal y es cierto que escribir una novela significa, en cierta forma, lograr que se vaya escribiendo a sí misma, a la manera de las ondas concéntricas que provoca el impacto de una piedra en el agua. Simetrías y coincidencias como la obra de teatro que da título a la novela, una frase correspondiente al diálogo que tienen Voinitzev y Triletzki (“¿Qué hacer, Nikolái? Enterrar a los muertos y reparar a los vivos”) en Platónov. La obra fue escrita por Chéjov cuando tenía dieciocho años y después de permanecer desaparecida durante muchos años, fue encontrada en 1921 en la caja fuerte de un banco de Moscú. Dieciocho años es la edad que tiene también Simon cuando sufre el accidente que le termina costando la vida.
“Ah, eso no lo sabía”, se sorprende Kerangal, pero sí me había resultado muy llamativo el hecho de que Chéjov, además de escritor, también era médico.
Hay también varias citas a Dostoievski, ¿qué significa la literatura rusa para Francia en general y para tu obra en particular?
–Es muy importante, muchos de nuestros autores admiran a referentes como Tolstoi, Dostoievski o Bulgákov. No hay una temporada donde no se estrene una obra de Chéjov en París, hay una línea muy familiar y fuerte entre ambas literaturas. En mi caso tengo una influencia doble: los rusos pero también los norteamericanos sobre todo en lo que respecta a la descripción y el movimiento porque leí mucho a Faulkner y Steinbeck. En esta novela hay conciencia interior de los personajes pero también descripciones, no es la historia que emerge a partir de una sola conciencia sino de varios personajes.
Como creadora del personaje de Simon, ¿considerás que él habría querido donar sus órganos?
–Yo creo que él nunca había pensado que podía morir, era inmortal, entonces los padres tienen que releer la vida de su hijo para encontrar una respuesta. Y a pesar de que en un momento sienten que le sacan los órganos a su hijo como si fuera un pollo, logran que algo de la vida –no de la existencia– de su hijo sobreviva. Por supuesto no hay reparación posible de la muerte de Simon, se terminó la vida de alguien que es irremplazable. Pero algo de la vida de sus órganos se puede salvar, y en ese sentido hay como una luz.
¿Escribir esta novela te hizo cambiar algo en tu postura acerca de la donación de órganos?
–La verdad es que nunca había pensado demasiado en el tema más allá de haber decidido donar. Traté de que no fuera un libro panfletario sobre la donación pero descubrí todas estas cuestiones al escribirlo, mis reflexiones se fueron hilvanando durante el proceso de escritura. Quizás ahora que lo pienso, el libro funciona casi como una tarjeta de donador, a favor, pero no quería eso porque la literatura tiene que mantenerse en un estado salvaje. Lo que sí me parece interesante es una carga positivista del libro en el sentido de que, en su proceso, algo se cumple. Acá, luego de la anuencia de los padres de Simon, se realiza el trasplante, si los padres se hubieran negado el libro caía. También mi libro anterior se hubiera detenido sin la construcción del puente, en ese sentido se parecen: en los dos algo se cumple, algo se realiza.
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