Domingo, 27 de diciembre de 2015 | Hoy
SARAH THORNTON
El artista actual puede ser una mezcla de estrella de rock y millonario excéntrico, líder carismático de una nueva religión, entretenedor masivo y teórico del mundo líquido. Vive en un mundo de figuraciones, belleza y evasión pero también tiene los pies sobre la tierra de las galerías y el mercado. Para abordar todo este universo donde lo bello y lo caro conviven y preguntarse qué significa en definitiva ser un artista profesional en el arte contemporáneo, la historiadora y socióloga Sarah Thornton ha escrito un libro riguroso y fascinante, 33 artistas en 3 actos, donde aborda vida y obra de figuras de la talla de Damien Hirst, Cindy Sherman, Ai Weiwei, Jeff Koons, Yayoi Kusama o Marina Abramovic captados en sus estudios, en sus casas, en momentos creativos o de reflexión. El resultado es un mapa, un recorrido y una gran interrogación sobre los artistas del mundo visual.
Por Mercedes Halfon
¿De qué hablamos cuando hablamos de arte contemporáneo? ¿De un entretenimiento masivo, un trabajo con parámetros complejos, un bien de lujo, una religión alternativa? Todas respuestas posibles. Su mundo es fascinante y parece estar envuelto en cierto halo de misterio, como un fruto de sabor exótico que solo gusta a los nativos. Quizás una puerta de acceso más amplia para esos templos de modernidad que son las galerías, los museos y la jerga del arte contemporáneo, sean los mismos artistas: figuras con una historia y un discurso que necesariamente articula con el afuera. Los artistas de éxito son hoy una rara mezcla de estrellas de rock, millonarios excéntricos y líderes carismáticos expertos en lanzar frases contundentes. Esto debe haber pensado Sarah Thornton cuando inició la tarea de retratarlos en 33 artistas en 3 actos, un libro monumental que ofrece un recorrido planetario por las estrellas más fulgurantes de este nuevo parnaso. Una razonada crónica en la que describe con argucia el lugar creciente que ocupan en la sociedad y su ambigua posición entre la contracultura y el dinero.
Sarah Thornton –historiadora del arte y doctora en sociología– viene escribiendo sobre el mundo y el mercado del arte para prestigiosos medios anglosajones como Artforum, The Economist y The New Yorker, entre otros. También de su autoría es Siete días en el mundo del arte (Edasha), una extensa radiografía del oscuro y encantador poder detrás de las paredes de los museos, que se tradujo a dieciséis idiomas. Por eso en este nuevo libro, lejos de encandilarse con los brillos que despliegan los artistas emblemáticos y mejor pagos del mundo, su gesto es el de rasguñar en la superficie –el lienzo ¿una antigüedad?– para descubrir la trama que une los discursos, vidas y obras de arte en estos tiempos.
No hace falta más que observar a los protagonistas del relato Damien Hirst, Cindy Sherman, Ai Weiwei, Jeff Koons, Yayoi Kusama, Marina Abramovic, entre muchos otros para comprender la importancia que tienen sus figuras de artista en relación a su éxito. ¿Cómo se construyeron esas identidades, esas figuras de autor? Thornton parte de la base de que en arte ya no existe una medida objetiva de la calidad, por lo que los más ambiciosos de sus oficiantes deben establecer una medida propia de la excelencia. Como deidades competitivas, crean obras que necesitan convencer y atraer a seguidores fieles.
El que empezó con todo esto fue, tiempo atrás, Marcel Duchamp. El llamado abuelo del arte contemporáneo dio el primer paso cuando con su Ready made Fuente –el celebérrimo mingitorio que firmó con el seudónimo R. Mutt y entregó a un museo en 1917– rechazó lo hecho a mano como característica del trabajo artístico. Su gesto, además de producir un corrimiento hacia las ideas más allá de los objetos, puso un fuerte acento en la construcción de identidades como eje del arte. Lo que le da existencia, credibilidad, unión a una obra no es sólo su concepto, sino también su creador. Como señala Thornton, Duchamp también fue de los primeros en jugar con su persona pública, presentándose a sí mismo como un estafador, un loco, o un travesti bajo el nombre de Rrose Sèlavy.
De ahí, quizás, la alusión del título del libro al lenguaje del teatro. 33 artistas en 3 actos es también la estructura del relato, en el que cada uno de los “personajes” es contado en tres “escenas” distintas: a veces se trata de verlos en sus estudios –las salas de ensayo donde practican su creencia en sí mismos– otras en conferencias o exposiciones ante el público y la prensa –donde los vemos propiamente, actuando–.
El Star del kitch monumental Jeff Koons aparece presentando una muestra en el Victoria & Albert Museum de Londres. Tiene puesto un traje Gucci y con la soltura de un presentador de TV cuenta los principales hitos de su trayectoria artística, entre los que se encuentra su trabajo con la Cicciolina, la célebre actriz porno italiana, esposa suya durante un breve tiempo. Con ella protagonizó la serie de fotografías y esculturas explícitas “Made in Heaven”. Koons le confiesa a Thornton: “El camino más rápido para llegar a ser una estrella de cine es filmar una película porno. Esa era mi idea de participación en la cultura popular norteamericana”. En el otro polo geográfico y conceptual está el artista y activista chino Ai Weiwei. Si bien él también se interesa en la explotación de los medios masivos como parte de su trabajo, su relación frente al Poder es totalmente distinta. La primera escena en la que se nos muestra, se lo describe con un jogguin gastado, contestando con virulencia la entrevista que le hacen en la Academia de Ciencias Sociales de Shangai. Weiwei tiene un hematoma en la cara producto de la golpiza que le propinó la policía de la provincia de Sichuan, pocos días atrás. “Tenemos un gobierno totalitario que utiliza medios monopólicos para alcanzar sus metas”, dice con tristeza: “China puede parecer radiante y brillante, pero en realidad es salvaje y oscura”.
Ambas escenas se suceden dando inicio al mecanismo del libro. En esta exploración íntima del artista profesional, la autora produce contrastes, diálogos no pronunciados pero de algún modo establecidos entre sus protagonistas. 33 artistas en 3 actos es una suerte de muestra que en vez de contrastar obras, contrasta sujetos, las mentes de quienes las crearon. La sutileza de su crítica aparece en el modo en que plantea cada figura, pero también en el lugar que esta descripción ocupa en el libro, seguido o antecedido por quién. También en dejar que las críticas las hagan otros. Deja, por ejemplo, en boca del artista mexicano Gabriel Orozco las críticas a Koons. O, respecto de las consecuencias de convertirse en una figura pública de inmensas proporciones, deja asentada una reflexión de Tammy Rae Acrland, una fotógrafa y activa agitadora de la escena queer de Seattle. Hablando de su juventud junto a, justamente, Kurt Cobain y del modo que todo terminó para él, ella dice: “Ser famoso puede hacer pedazos tu identidad. Todo el mundo cree que es tu dueño”.
Pero no todos son superestrellas en estas páginas. El recorte se compone de artistas oriundos de catorce países de cinco continentes. La mayoría nacidos en las décadas del 50 y el 60. Entre ellos, también artistas de perfiles más bajos, vinculados a la academia, al feminismo, etc. etc. etc. Hay un recorrido por distintos estilos o modos de abordar el arte contemporáneo en primera persona: animador cultural versus académico; materialista versus idealista; narcisista versus altruista; lobo solitario versus colaborador.
Todos ellos están repartidos a lo largo de tres grandes capítulos, como fronteras temáticas que los agrupan. La primera parte es Política, donde se ponen de manifiesto artistas en los que actitudes hacia el poder, el dominio de lo ético y la responsabilidad es marcada en sus obras. La segunda sección es Afinidades, donde se muestran las relaciones que tienen con sus pares, aunque éstos sean parte de su familia –como en el caso del matrimonio de Laurie Simmons y Carroll Dunham, cuyas hijas Grace y Lena “Girls” Dunham también están vinculadas con el arte y al espectáculo–. La tercera y última parte es Oficio, donde se da cuenta de las habilidades que poseen para hacer su obra, en un sentido amplio, desde su concepción, su realización hasta sus estrategias de mercado.
Una de los personajes que con insistencia aparece en el último apartado es Damien Hirst. El británico, con sus obras de vivisecciones de tiburones, o enormes cuadros puntillistas hechos con alas de mariposas reales, logró lo que muy pocos: transformar el arte conceptual, árido por naturaleza, en esculturas ingeniosas, llamativas y estimulantes. Con Hirst la autora va al grano, segura de que su reputación lo precede. Lo describe como alguien célebre por sus capacidades empresariales –ideas originales, marketing y administración de su fortuna–. Como le gustaba decir a Andy Warhol, un verdadero “artista de los negocios”. Centrada en este asunto, es donde más lúcida y numérica se vuelve la autora. Comenta la primera retrospectiva mayor de Hirst en la Tate Modern en 2012 que incluía setenta y tres obras realizadas en el transcurso de veinticuatro años, según un orden cronológico: “la trayectoria general va de descarnada y deslumbrante (...) hasta el arte que parece un objeto de lujo hecho a medida”. No deja de consignar que, además, la obra del artista se ha estancado en los últimos años en los mercados, algo que podría ser irrelevante en la reputación de cualquier otro, pero no en él cuya perspicacia financiera es parte de su “persona artística”.
Siempre con la idea de entender qué es un artista profesional en el mundo contemporáneo, Thornton deja caer distintas definiciones que los propios retratados van soltando a lo largo de sus páginas, a veces como reflexiones espontáneas, a veces como meditados axiomas personales. Algunas de ellas: “El artista es el enemigo de la sensibilidad general”. “Es un estado mental.” “Es un líder. Es como un emprendedor independiente cuya principal tarea es gerenciar su empresa.” “El artista tiene poderes mágicos.” “Es un filósofo solitario.” “Son individuos que hablan en nombre del grupo.” “Son unos soplones.” “El arte no es un trabajo para el artista, así como la religión no es un trabajo para el sacerdote.” “Como artista uno tiene la oportunidad de escribir el mundo o crear el mundo que existe en sus fantasías”. “Ser artista es ser indulgente con uno mismo.”
Thornton termina su libro con Andrea Fraser, performer, profesora tiempo completo en la UCLA, “pilar de la crítica a las instituciones”, cuyo trabajo muchas veces versa sobre su mismo oficio y sus enormes contradicciones. La autora cuenta la experiencia de haberla visto en una de sus performance y la charla posterior donde le hace la pregunta caballito de batalla de todo su volumen: ¿Qué es ser un artista para vos? Fraser, después de pensar algún tiempo dice lo siguiente: “Los artistas no somos parte de la solución, somos parte del problema.” ¿Y cuál es el problema? “Ya hablemos de capital cultural o capital económico, el arte se beneficia de la inequidad y la cada vez más desigual distribución del poder social y los privilegios. La vanguardia ha intentado escapar de sus privilegios en los últimos cien años, pero el mundo del arte es cada vez más un mercado donde el que gana se queda con absolutamente todo.” Podría parecer un certificado de defunción definitivo para cualquier instinto libertario o de crítica radical, pero para Fraser finalmente –y pareciera que para Thornton también– su propio oficio es algo contra lo que también hay que luchar. “Cuando no me siento del todo pesimista pienso que es una época muy estimulante para ser artista.”
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