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Domingo, 14 de diciembre de 2003

PERSONAJES

El Caso Ed Wood

(o Apuntes y Notas al Pie para una Teoría de
la Serendipia Artificial y de la Vanguardia Silvestre)


Ed Wood quería ser Orson Welles. Obviamente no pudo, pero suplantó la falta absoluta de talento wellesiano por un entusiasmo mesiánico que lo llevó a filmar películas en cinco días con presupuestos casi inexistentes. Esa producción le valió el doble título de “peor director de la peor película de la Historia”. Y la Ed Wood de Tim Burton lo reveló como el gran fetiche del cine. A 25 años de su muerte, Rodrigo Fresán exhuma su vida, obra y leyenda y explica por qué su verdadero valor pasa por otro lado.

 Por Rodrigo Fresán

En el principio de toda vanguardia, casi seguro, suele latir una palabra larga y casi secreta y de sonido travieso. La palabra es serendipity –su correspondencia y/o neologismo en castellano es serendipia– y se la utiliza todas y cada una de las veces que se necesita explicar y definir “el regalo de encontrar cosas valiosas o agradables no buscadas”, o bien (definición del diccionario inglés; la palabra no figura aún en el Diccionario de la Lengua Española, responsabilidad de la Real Academia Española) “la facultad de hacer descubrimientos afortunados e inesperados por accidente”.
La palabra en cuestión fue inventada por el escritor de novelas góticas Horace Walpole y aparece por primera vez en una carta a su amigo Horace Mann en 1754. Walpole –autor de la célebre novela gótica The Castle of Otranto, además de compulsivo camarada epistolar de todo aquel se le pusiera a tiro y pluma– hace alusión a un cuento de hadas que lo ha impresionado muy gratamente y que se titula “Los tres príncipes de Serendip”. En ese relato se cuentan las aventuras de tres nobles que –escribe Walpole– “están siempre haciendo descubrimientos, por accidente y sagacidad, de cosas que jamás se habían planteado encontrar”. De ahí, de Serendip, surge serendipity y de ahí surge serendipia: una forma mutante de la casualidad que nos ha formado y deformado a lo largo de los milenios tanto en lo público como en lo privado, tanto en lo histórico y como en lo íntimo: Colón “descubre” el Nuevo Mundo buscando una nueva ruta hacia Oriente navegando con rumbo Oeste; Sir Isaac Newton es “bautizado” por una manzana en picada a la hora de redactar la Ley de Gravedad, y cualquiera de nosotros comprende que esa mujer que pensaba era “el amor de la vida” al final no era otra cosa que “el ángel de la muerte”. Así las cosas.
La mayoría de las serendipias –por inclinación y hábitat– suelen orbitar alrededor del mundo de lo científico: el ADN, la penicilina, la píldora anticonceptiva, el LSD, los rayos X son serendipias famosas así como los post-it, el velcro y el minoxidil. Tal vez tenga que ver con el hecho de que los hombres de laboratorio están buscando todo el tiempo y, por lo tanto, tarde o temprano van a encontrar algo. Lo que no implica renunciar a la idea de la serendipia como forma azarosa de la Vanguardia. Esa Vanguardia que empieza como facción fracasada o alternativa o under de un determinado momento artístico (o de reacción contra un determinado momento artístico) y acaba siendo legitimada –serendipizada– por la perspectiva de los años, la inevitable compulsión retro del ser humano, y la encendida labia de algún crítico con buen ojo para lo que nadie quiso ver en su momento. Como bien explica Walpole en su carta, la sagacidad –del artista práctico o del espectador teórico– es parte importante e imprescindible de la serendipia que corre por las venas y arterias de las manifestaciones de la Cultura Trash. Acción y reacción y recién entonces ese ¡Eureka! de Arquímedes en la bañera, acaso el primer Homo-Serendipia.
Sí, hay que saber apreciar lo que no se buscaba pero se encontró, hay que saber mirar. O –lo que es más extraño y acaso más meritorio– convencerse de que allí hay algo que nunca estuvo, que no está, que jamás estará y que –por prepotencia y adicción de Vanguardia– aparece.
En el principio, todo es y todo puede llegar a ser Vanguardia. El asunto es llegar al final.
Lo que nos lleva directamente a la vida, pasión, muerte y resurrección de Edward D. Wood, Junior.

Citizen Wood
Ya se sabe: Edward D. Wood (1924-1978) es “el peor director de cine de toda la Historia” y fuerza creadora detrás de Plan 9 from Outer Space filmada entre cuatro y seis días de 1956 y hoy universalmente considerada “la peor película de toda la Historia”. Esta gloria en negativo es, claro, fácil de cuestionar: hubo directores de cine peores que Ed Wood y películas peores que su magnum opus. Pero una cosa sí es cierta: Ed Wood y sus películas son los especímenes más célebres a la hora de celebrar el celuloide trash. Y lo verdaderamente asombroso de los films de Ed Wood no es lo malos que son sino, sencillamente, que existan y que Ed Wood haya existido y que, habiendo existido, Ed Wood haya convencido a un nutrido grupo de outsiders de que lo apoyaran en sus peripatéticas empresas. ¿Cómo es esto posible? Fácil: Ed Wood –a diferencia de astutos hombres de negocios del cine clase B como William Castle– se consideraba un elegido, un iluminado, un hombre con una misión: hacer películas costara lo que costara y mejor todavía si costaban poco, casi nada, menos que nada. La estética Mecánica Popular de Ed Wood es la sublimación de lo doméstico y el do-it-yourself donde se funde el amateur con el auteur. La raíz de semejante equívoco está clara y Ed Wood no dejó de invocarla hasta su última hora como si se tratara de un mantra: el iniciático Citizen Kane del joven principiante Orson Welles. El no tener el talento de Welles no era otra cosa que un detalle menor porque –como bien testimonian los sobrevivientes de su naufragio–, para Ed Wood la cualidad más importante era el entusiasmo, condición del espíritu en cuyos orígenes tuvo que ver la inspiración divina y el arrebato de los profetas. Ser entusiasta –existencial y etimológicamente– equivale a haber sido rozado por el dedo de Dios. Y ahí está la enorme y fundamental diferencia entre una mala película de Ed Wood y cualquier otra mala película: la mala película de Ed Wood siempre será más entusiasta (y, por lo tanto, dotada de una rara y singular vocación vanguardista, porque para ser vanguardista hay que tener energía) que cualquier otra mala película por el sencillo motivo de que el serendípico Ed Wood –optimista reflejo y siempre dispuesto a encontrar la genialidad en cualquier parte sin siquiera buscarla– filmaba en el más desgraciado de los estados de gracia.
Mejor eso que nada, y tal vez eso es lo que hace posible el posterior descubrimiento y reformulación de Ed Wood como Mesías Trash: en estos tiempos fríos y desalmados, en las orillas de un nuevo milenio regido por la implacable prolijidad de las megacorporaciones y una edición perfecta donde todo aparece calculado al milímetro en la película de nuestras vidas, los serendípicos apreciarán, siempre, la anarquía rebosante de posibilidades e interpretación de cualquier artefacto filmado y firmado por Ed Wood: un vanguardista silvestre al que se le puede atribuir casi todo, porque –libres de toda obligación para con la lógica de un argumento o de un sentido dramático– todo es posible en una película, en el mundo según Ed Wood. Así, las películas de Ed Wood no gozan de buenos efectos especiales pero sí despiertan un afecto especial.

Vida de santo
Entonces Ed Wood –como paradigmático y definitivo representante de la serendipia causal y de la vanguardia, como soberano sin límites– quería escribir, producir, dirigir y actuar. ¡Amo del universo! Ed Wood quería ser Orson Welles. Ed Wood quería ser y hacer todo. Ed Wood quería que su obra fuera él y –paradoja terrible– el idiot savant Ed Wood consiguió hacer y ser todo eso que el genio certificado de Orson Welles jamás pudo obtener luego de Citizen Kane: el control absoluto de su universo artístico más allá de la férrea dictadura de los estudios. Así, mientras Orson Welles fue un Dios arrojado a los infiernos desde las alturas del Monte Hollywood, Ed Wood fue un Dios desde siempre subterráneo en el que nadie creía salvo él y un puñado de apóstoles-freak. De eso –deese Ed Wood– trata la película hagiográfica que le dedicó Tim Burton en 1994.
El que Ed Wood –vida y obra de un “mal” director de cine– sea hasta la fecha la mejor película de un muy buen director de cine como Tim Burton no deja de resultar interesante. Y obviamente serendípico. Burton encuentra en la desmejorada figura de Ed Wood el mejor motivo para mejorar él como artista. Ed Wood –acabado perfil de un inmaduro– es la obra más adulta y lograda de Tim Burton. Con Ed Wood, Tim Burton renuncia a su hasta entonces más que redituable peterpanismo cinematográfico y planta la vida de Ed Wood como transparente pero sustitutivo alter-ego real de su monstruo sensible Edward Scissorhands y de su reinventor navideño Jack Skellington: dos sublimaciones del vanguardista y cuentos-de-hadas de cabecera para todo artista maldito e incomprendido. El formato que utiliza Tim Burton para canonizar a Ed Wood es el de una biopic clásica del estilo de aquellas que en su momento se dedicaron a Glenn Miller, Babe Ruth, Charles Lindbergh o Louis Pasteur. En glorioso blanco y negro, repleta de licencias históricas, oportunas falsedades y con la más lineal e ingenua de las narraciones para emprolijar así una vida desprolija. El gran gesto vanguardista de Tim Burton es el de vendernos la historia de un fracasado como si fuera la más triunfal de las success-stories, descartando todos los detalles sórdidos, el espeluznante y largo crepúsculo junkie en el que filma numerosos films porno de una sordidez casi dolorosa (en serio: ya no hay nada gracioso en ellos) y limitando su acción a la edad dorada de Ed Wood y el núcleo duro de su arte constituido por sus tres clásicos: Glen or Glenda (1953), Bride of the Monster (1955) y –con triunfal estreno-clímax tan hollywoodense en el prestigioso Pantages Theatre que jamás tuvo lugar incluido– la ya mencionada Plan 9 From Outer Space. De este modo, Tim Burton digiere los supuestos y seguramente espontáneos e intuitivos rasgos vanguardistas en el cine y en la vida de Ed Wood y les obsequia el gesto más vanguardista y serendípico y piadoso de todos: normalizar lo anormal y encontrar un epifánico y post-mortem éxito en el más rotundo de los descréditos.
Queda por discutir cuán vanguardista fue y sigue siendo realmente Ed Wood, y allí nos enfrentamos a un callejón sin salida y a una película difícil de proyectar: nadie puede proponerse como vanguardista a sí mismo porque todo verdadero vanguardista actúa y acciona pensando que lo suyo es lo normal. No olvidemos que la intención y las ganas de Ed Wood pasaban por ser parte del Sistema y no actuar desde el más doloroso y humillante de los afueras. Y, he aquí lo verdaderamente extraño, lo todavía más extraño que un film de Ed Wood: toda vanguardia para ser vanguardia de verdad tiene que ser tarde o temprano certificada por el Sistema, digerida, sintetizada y, finalmente, imitada: así Tim Burton, el director que acaba contando a Ed Wood, termina siendo una versión mejorada de Ed Wood. Tim Burton como vanguardista asimilado y respetado por Hollywood. Cosa que no consiguieron ser ni Ed Wood ni Orson Welles.

La visita al maestro
Hay una escena clave en el Ed Wood de Tim Burton y es, otra vez, una escena que jamás tuvo lugar ni tiempo en nuestro mundo, a este lado de la pantalla: el encuentro entre Ed Wood y Orson Welles en la penumbra casi noir del Musso and Frank Grill de Los Angeles. Recuerden: Ed Wood llega allí vestido de mujer y enfurecido por las imposiciones de casting de su productores de la Iglesia Bautista de Beverly Hills, descubre a su héroe fumando y bebiendo a solas en un reservado. Ed Wood se acerca, se presenta (a Welles no parece extrañarle ni causarle molestia alguna el ser abordado por un travesti que dice ser director de cine), intercambian blues sobre las miserias del oficio y, al final, el Maestro ilumina y fortalece al aprendiz con las palabras justas: “Sólo merece la pena luchar por nuestros sueños; por qué limitarnos a filmar los sueños de los otros”.
Ed Wood sale de allí convencido y transfigurado: no comprometerá ni renunciará a la visión que lo llevará a crear la definitiva obra maestra por la que acabará siendo recordado y fracasar, pero fracasar a lo grande. Y no se equivoca, tiene razón, está en lo cierto.

El futuro
Lo cantó otro vanguardista casual –John Lennon– en uno de sus más atemporales y, sí, vanguardistas tracks: “Tomorrow Never Knows”. Lo explica increíblemente bien el falso adivino Criswell en su introducción y advertencia sin-zen-tido a Plan 9 From Outer Space: “Saludos mis amigos. Todos nosotros estamos interesados en el futuro; porque es allí donde ustedes y yo pasaremos el resto de nuestras vidas”.
Ya se lo dijo al principio: el paso del tiempo –la puesta en práctica de ese futuro que nunca llega pero que está ahí– es lo que acaba certificando una Vanguardia con V mayúscula. El futuro ha sido generoso con Ed Wood y su influencia es hoy detectable en un mundo imperfecto –pero divertido– donde lo malo es bueno, los perdedores ganan y la primera toma es, por supuesto, siempre buena e imposible de superar. Y –como en un sueño absurdo pero propio, como en una lógica pesadilla, como en una Vanguardia al ataque o en retirada, encontrando esto cuando se buscaba aquello, como “tirando de los hilos y danzando para lo que fuimos creados”, como en una película de Ed Wood– nada se entiende para que recién entonces, mucho después, todo se comprenda.
Como sucede en la vida.

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