Domingo, 6 de marzo de 2016 | Hoy
Por Byung-Chul Han
En las películas actuales, al rostro se lo filma a menudo en primer plano. El primer plano hace que el cuerpo aparezca en su conjunto de forma pornográfica. Lo despoja del lenguaje. Lo pornográfico es que al cuerpo lo despojen de su lenguaje. Las partes del cuerpo filmadas en primer plano surten el efecto de parecer órganos sexuales: “El primer plano de una cara es tan obsceno como el de un sexo. Es un sexo. Cualquier imagen, cualquier forma, cualquier parte del cuerpo vista de cerca es un sexo” (Baudrillard, El otro por él mismo).
Para Walter Benjamin, el primer plano representa aún una praxis lingüística y hermenéutica. El primer plano lee el cuerpo.
En el primer plano del rostro se difumina por completo el trasfondo. Conduce a una pérdida del mundo. La estética del primer plano refleja una sociedad que se ha convertido ella misma en una sociedad del primer plano. El rostro da la impresión de haber quedado atrapado en sí mismo, volviéndose autorreferencial. Ya no es un rostro que contenga mundo, es decir, ya no es expresivo. El selfie es, exactamente, este rostro vacío e inexpresivo. La adicción al selfie remite al vacío interior del yo. Hoy, el yo es muy pobre en cuanto a formas de expresión estables con las que pudiera identificarse y que le otorgaran una identidad firme. Hoy nada tiene consistencia. Esta inconsistencia repercute también en el yo, desestabilizándolo y volviéndolo inseguro. Precisamente esta inseguridad, este miedo por sí mismo, conduce a la adicción al selfie, a una marcha en vacío del yo, que nunca encuentra sosiego. En vista del vacío interior, el sujeto del selfie trata en vano de producirse a sí mismo. El selfie es el sí mismo en formas vacías. Estas reproducen el vacío. Lo que genera la adicción al selfie no es un autoenamoramiento o una vanidad narcisistas, sino un vacío interior. Aquí no hay ningún yo estable y narcisista que se ame a sí mismo. Más bien nos hallamos ante un narcisismo negativo.
En el primer plano, al rostro se lo satina hasta convertirlo en faz, en face. La faz, o face, no tiene ni hondura ni bajura. Es, justamente, lisa. Le falta la interioridad. Faz significa “fachada” (del latín facies). Para exponer la faz como una fachada no se necesita profundidad de campo. Esta última incluso desfavorecería la fachada. Así es como se abre del todo el diafragma. El diafragma abierto elimina la hondura, la interioridad, la mirada. Convierte la faz en obscena y pornográfica. La intención de exponer destruye esa reserva que constituye la interioridad de la mirada: “El no mira nada: retiene hacia adentro su amor y su miedo: la Mirada es esto” (Barthes, La cámara lúcida). La faz, o el face, que se expone es sin mirada.
El cuerpo se encuentra hoy en crisis. No solo se desintegra en partes corporales pornográficas, sino también en series de datos digitales. La fe en la mensurabilidad y cuantificabilidad de la vida domina la época digital en su conjunto. También el movimiento Quantified Self aclama esta fe. Al cuerpo se lo provee de sensores digitales que registran todos los datos que se refieren a la corporalidad. Quantified Self transforma el cuerpo en una pantalla de control y vigilancia. Los datos recogidos se ponen también en la red y se intercambian. El dataísmo disuelve el cuerpo en datos, lo conforma a los datos. Por otro lado, el cuerpo se desmiembra en objetos parciales que semejan órganos sexuales. El cuerpo transparente ha dejado de ser el escenario narrativo de lo imaginario. Más bien es una agregación de datos o de objetos parciales.
La conexión digital interconecta el cuerpo convirtiéndolo en una red. El coche que se conduce a sí mismo no es otra cosa que una terminal móvil de informaciones a la que o me limita a estar conectado. Con ello, conducir un coche pasa a ser un proceso puramente trasnacional. La velocidad está del todo desacoplada de lo imaginario. El coche ha dejado de ser una prolongación del cuerpo ocupada por las fantasías de poder, posesión y apropiación. El coche que se conduce a sí mismo ha dejado de ser un falo. Un falo al que yo me limito a estar conectado es una contradicción. También compartir un coche, car-sharing, deshechiza y desacraliza el coche. También deshechiza el cuerpo. Sobre el falo no tiene vigencia en principio de compartir o de sharing, pues él es justamente el símbolo de posesión, propiedad y poder por antonomasia. Las categorías de la economía de compartir o del sharing, tales como “conexión” o “acceso”, destruyen la fantasía del poder y la apropiación. En el coche que se conduce a sí mismo yo no soy ningún actor, ni demiurgo, ni dramaturgo, sino un mero interfaz, o interface, en la red global de comunicación.
Este fragmento pertenece al libro La salvación de lo bello de editorial Herder, de reciente publicación en Argentina. Byung-Chul Han es un filósofo nacido en Corea del Sur enseña en Berlín. Varios de sus libros circulan actualmente, entre los que se puede destacar esta breve reflexión sobre la belleza en la era digital y también un excelente ensayo sobre La filosofía del budismo zen.
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