Domingo, 6 de marzo de 2016 | Hoy
CINE > LA JUGADA MAESTRA
La semana que viene se estrena La jugada maestra (Pawn Sacrifice) una película que llega bastante tarde –es de 2014–, dirigida por Edward Zwick y protagonizada por Tobey Maguire. Aunque, en algún sentido, resulta una oportunidad perdida, el film sirve para revivir y traer hasta estos días aquel mítico match de ajedrez que Bobby Fischer y Boris Spassky jugaron en 1972 en Islandia. Un enfrentamiento comparable al de Ali-Foreman, fue el único evento en la historia del deporte que tuvo en vilo al mundo entero, un mundo que ya estaba conteniendo la respiración en medio de la Guerra Fría que movía sus peones y alfiles en un tablero mucho más real.
Por Fernando Krapp
Es una pena que ningún diario norteamericano de 1972 haya tenido idea de enviar a un escritor para cubrir los 24 partidos que Bobby Fischer y Boris Spassky se disputaron en Islandia. Probablemente Saul Bellow o bien un joven Philip Roth podrían haber narrado e intepretado la densa trascendencia vivida en aquellos meses de tensión, de tire y afloje, mientras dos tipos de traje de franela y corbata tejían sus movimientos sobre un tablero. O mejor: quizás un Robert Coover podría haber revelado el trasfondo paranoico que hostigó a los dos jugadores. Todo aquello que conspirativamente se orquestó alrededor del juego, mientras la bombas hacían volar por el aire a los marines en Vietnam, Nixon metía micrófonos en el Senado y los rusos mandaban a su perrita Laika en una desenfrenada carrera por el espacio.
No es que no haya habido literatura ajedrecística sobre la partida, todo lo contrario. En Fields Forces, por ejemplo, George Steiner repasó las partidas y sus implicancias políticas. Los grandes maestros de todo el mundo analizaron los movimientos en varios libros, y hasta hoy se siguen estudiando en clubes de ajedrez. Hace unos años los periodistas David Edmonds y John Eidinow de la BBC publicaron el libro Bobby Fischer fue a la guerra donde llevaron a un lenguaje más corriente la importancia de algunas jugadas.
Ahora es el turno del cine. Pawn Sacrifice cubre medianamente las expectativas. La dirige Edward Zwick, un realizador correcto, de esos que Hollywood se reserva para historias más o menos correctas, que había demostrado su corrección con una muy buena película llamada Diamante de Sangre. Pero el mayor desacierto es la elección del protagónico. A Tobey Maguire el papel de Bobby Fischer le queda demasiado grande. Maguire busca, al extrañar los gestos, dar con una mirada algo perdida y aparemente caótica, de estar viviendo todo el tiempo en el planeta Alfil. Lo cierto es que Bobby Fischer, antes de su debacle mental tras coronarse como campeón del mundo, era un excéntrico, sí, pero no dejaba de entrenarse tanto física como mentalmente. Su personalidad, agresiva y canchera, era respetuosa con los grandes Maestros. Su enorme estatura y su aspecto de deportista atlético no logran encarnarse en el caminar pesado que Maguire hace para darle un giro a su interpretación.
La historia de Pawn Sacrifice se centra en el match de ajedrez más importante del siglo. Bobby Fischer, el joven de 29 años, autodidacta de Brooklyn, que desafió al campeón por el título mundial, Boris Spassky (intepretado por un medido Liev Schreiber). La película reconstruye el furor que generó el encuentro en todo el mundo. Hoy día, un partido de ajedrez no le movería las pestañas a nadie. Pero en aquel momento fue realmente una sensación: no solo por la épica de un niño pobre desafiando a los rusos, sino por el halo de estrella de rock que Bobby Fischer había desplegado a lo largo de sus 29 años, y por el trasfondo de la Guerra Fría. La batalla entre estos dos titanes del ajedrez fue tan celebrada como la pelea de Mohamed Ali y George Foreman. Nunca el ajedrez volvió a tener esa relevancia mundial, ni ese halo de misticismo de dos inteligencias peleando por un tablero. Quizás tuvieron trascendencia los partidos celebrados entre Karpov y Kasparov durante los ochenta –en cuyo trasfondo se percibía la apertura de Rusia al mundo– o los que jugaron Kasparov y la computadora diseñada por IBM, Deep Blue, que Kasparov denunció como “una máquina demasiado creativa para ser artificial”; pero lo cierto es que ninguna otra disputa generó tantas pasiones, ni tantos fervores.
Pawn Sacrifice no husmea mucho en la infancia de Fischer, ni busca paralelos edípicos un poco tirados de los pelos para definir su genialidad innata, algo que se agradece. Pero claramente Fischer tuvo problemas: no era hijo del hombre a quien creía su padre, y su madre, judía y rusa, perseguida por la CIA, fue acusada de comunista y colaboracionista. Ella se exilió en Brooklyn y mantenía a sus dos hijos con dos trabajos. A los 6 años, el pequeño Bobby demostró inclinación por el ajedrez y al poco tiempo las piezas y el tablero ocuparon toda su mente. Problemático, irascible, controlador, su madre abandonó la casa cuando él tenía 16 años. La película apenas concede el tiempo necesario a su ecléctica formación ajedrecística, entre las plazas de Brooklyn, las partidas en Washington Square y el club de Ajedrez de Manhattan.
En aquellos años, el ajedrez en Estados Unidos no era considerado un deporte nacional. Los Grandes Maestros muchas veces debían vivir de otra cosa, relegando el deporte a un segundo plano. Fischer revolucionó el mundillo al coronarse campeón nacional a los 15 años y de a poco fue poniendo el deporte en las primeras planas. Cuatro años después denunciaría a los rusos de conspiradores. Según Fischer, las partidas disputadas en el torneo interzonal de Curacao entre los maestros rusos Petrosian, Geller y Keres habían terminado muy pronto. No habían jugado para ganar sino para hacer tablas entre ellos, así se generaba un cuello de botella. Si bien los rusos lo negaron, Fischer se salió con la suya años después y la asociación hizo un cambio en el campeonato mundial: en lugar del clásico juego de todos contra todos, se implementó un sistema de eliminación.
El tour de force de Fischer para disputar el título mundial es increíble. Capaz de volver loco a los organizadores con sus pedidos descabellados acerca de la iluminación, enemigo acérrimo de los cameramans que temían por la continuidad laboral cada vez que debían cubrir un partido, y terror de los conserjes de hoteles, en esos años Fischer recorrió todos los torneos del mundo. Jugó contra Spassky en Mar del Plata y perdió por no intercambiar damas. En 1963 ganó por sexta vez el torneo de Estados Unidos sin perder ni un partido ni empatarlo (un logro único en el juego). En 1964, rechazó jugar el interzonal de Amsterdam porque los rusos seguían sin cambiar las reglas. En 1965, fue invitado a un torneo en Cuba organizado por el maestro Capablanca. Tras el desastre de Bahía de los Cochinos y la crisis de los misiles, no obtuvo el permiso de su país para viajar, y terminó jugando bajo un sistema de telex en donde salió segundo. Se encerró en su casa de Pasadena, California, zafó del servicio militar y se alistó en una iglesia fundamentalista. Recluído, estudió solo sin dejar de entrenar físicamente. En 1966, en vistas de que sus denuncias por conspiración seguían sin ser consideradas, anunció un primer retiro del ajedrez. Tenía 21 años.
Tras varios años de torneos nacionales y varias peleas con organizadores y representantes, (y gracias a un nuevo director de la comitiva ajedrecística norteamericana que le prometió lo impensable, en términos económicos), años de ostracismo y estudio solitario, Fischer estaba listo para volver a las grandes ligas en 1970. En una seguidilla de victorias monumentales, sobre el ruso Mark Taimanov por seis a cero (una victoria tan desproporcionada que Taimanov escribió un libro llamado Yo fui víctima de Fischer), contra el maestro danés Bent Larsen (también 6 a 0), y contra el ex campeón del mundo, el armenio Tigran Petrosian (partidos que disputaron en Buenos Aires), Fischer volvía al centro del mundo. Estaba listo para viajar a Reikiavik y enfrentarse contra el campeón: su viejo rival, Boris Spassky.
Se dice que hay más variaciones posibles en una partida de ajedrez que átomos en el universo y segundos que han transcurridos desde que el sistema solar se creó después del Big Band. Eso significa que en el momento de empezar una partida, hay más de mil millones de senderos por los que pueden transcurrir los movimientos. A esta enorme cantidad de variaciones, se le impone a cada jugador memoria, creatividad y estilo. El estilo de Fischer era elegante y preciso, frío como el acero y simple como una nota bien ejecutada. Para usar una metáfora musical, era más armónico que melódico. No por nada fue llamado el Mozart del Ajedrez. A diferencia de muchos ajedrecistas, no memorizaba jugadas (aunque tenía una memoria prodigiosa), sino que dentro de su juego había un elemento de radical importancia: lo impredecible. Obviamente, el ajedrez no es un juego de azar, y a pesar de las miles de millones de jugadas posibles que hay cuando se abre una partida, de a poco el juego se convierte en una sumatoria lógica. Lo impredecible en él funcionaba de otra manera. Así lo demostró en los juegos contra Spassky.
Para empezar, llegó tarde a su primera partida, como era su costumbre. Hizo esperar al campeón por unos minutos y la foto de Spassky, de piernas cruzadas, con su melena leonina mirándose las uñas recorrió el mundo. Fischer abrió con blancas. Era un juego sencillo que según los analistas se desarrollaría sin ningún problema hacia las tablas. Durante la partida, no dejó de molestarse por los ruidos en la sala, por la cercanía del público y por el siseo de una cámara de filmación que como una mosca golpeaba detrás de las cortinas. Hasta que en un momento hizo algo impredecible. Agarró su alfil y comió un peón de la punta del tablero. Un error que cualquier novato reconocería, ya que al elevar el peón de la línea, Fischer perdería, así, sin más, una pieza. Otra vez las fotos recorrieron el mundo: el aspirante se agarraba varias veces el pelo y la cara sin llegar a entender lo que había hecho. Todos los analistas y grandes maestros presentes entendían cómo la promesa norteamericana estaba perdiendo el primer match como un principiante.
En el segundo, no se presentó. Otra vez las fotos recorrieron el mundo. Fischer no solo desconfiaba de que los rusos lo estaban espiando y grabando sino que no quería público, reclamaba otro tablero, y exigía jugar en un salón de ping pong. Spassky era una persona muy caballerosa, le gustaba trabar amistad con sus rivales y creía en el ambiente de camaradería (aunque más adelante él mismo empezaría a quejarse cuando las partidas se le empezaran a ir de las manos). Y siempre aseguró que para él, jugar con Fischer, era un placer. Después de acceder, Fischer tuvo dos partidas monumentales.
En el match tres, jugaba con negras. A diferencia de lo que se podía esperar (gustaba de empezar con una defensa conocida como siciliana), abrió con un caballo. Los analistas quedaron perplejos. A mitad del partido, cuando el tablero le daba una pequeña ventaja a Spassky, Fischer tuvo uno de sus movimiento impredecibles: entregó un caballo desprotegiendo el centro del tablero y cruzó peones. Esto quiere decir: abría su juego a un sentido anti estético. Estaba desorientando a su contrincante. Y si bien la posicición de estar con los peones cruzados podía ser para él (para cualquiera) una desventaja, dio vuelta el match. Y las caricaturas de los diarios del mundo mostraron a Fischer salir de un cuadrilátero de box con la camisa arremangada.
Pawn Sacrifice elige narrar esos matchs y sobre todo el sexto. Para los estandares de la narrativa de Hollywood, la sexta partida ofrece todo los condimentos necesarios de un gran clímax, y lo logra. Fischer comenzó su juego de un modo muy inusual: movió dos casilleros el peón del alfil de la reina. Una apertura conocida como “el inglés”. Spassky abrió lo ojos; probablemente se haya recriminado no haber leído todo el expediente que los rusos le habían preparado sobre las aperturas de su oponente. Lo cierto es que Fischer la había usado una sola vez. Y nadie sabía si podía desarrollar un juego empezando de esa manera o había tenido un error. Para darnos una idea de la magnitud del movimiento, Edmonds y Eidinow en su libro dicen que es como si un boxeador diestro empezara a pegar con la zurda. Nosotros podemos decir que es como si un delantero de área empezara a jugar como volante de enganche.
“No creo en la psicología. Creo en las buenas jugadas”, es una de las frases más conocidas de Fischer. Es claro que en el match seis combinó las dos cosas: desorientación psicológica y maestría estilística. Al jugar con blancas, se esperaba más agresividad de su parte, pero Fischer decidió contener el juego. Lo hizo de un modo que Spassky no tuviera manera de escapar hasta encerrarse entre sus propias piezas. Cuando terminó, Spassky mismo se puso de pie y empezó a aplaudir. No solo porque fuese caballero ni porque estuviera teniendo un gesto deportivo, sino porque acababa de contemplar la creación artística en ajedrez. Esa fue considerada la mayor jugada de Bobby Fischer en su carrera (y en el siglo).
Ahí es donde se queda Pawn Sacrifice, y ahí fue donde, en cierto modo también, se quedó Fischer. Su descenso a los infiernos paranoicos es conocido. Años después se negó a jugar contra Karpov y perdió el título mundial por abandono. Terminó sus días como un perseguido político de su propio país, vagabundeó en las calles de Tokio, y se hizo ciudadano no tan ilustre de Islandia quien le dio asilo político. Fischer había tomado la posta del único jugador de ajedrez norteamericano con chances de salir campeón del mundo, su admirado Paul Morthy, quien a mediados del Siglo XIX, sorprendió por su precisión en el juego. Morthy también terminó acorralado por sus fantasmas: vagabundeaba hablando en francés por las calles de Nueva Orleans, y fue encontrado muerto en una bañera llena de zapatos de mujer. Bobby Fischer murió el 17 de enero del 2008 de insuficiencia renal. Sus años de entrega profesional al ajedrez fueron apenas cinco. Pero ya lo dijo Valdimir Nabokov, “no hay nada de anormal en que un jugador de ajedrez sea anormal. Esto es normal”.
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