NOTA DE TAPA
La pipa de la paz
El entusiasmo con que los países europeos partieron a la guerra en agosto de 1914 se esfumó para diciembre de ese mismo año después de un millón de muertos. Y para Navidad, el desencanto se hizo sentir de un modo único en la historia bélica: una oleada de paz que comenzó con un villancico recorrió todo el frente, llevó a los soldados de ambos bandos a sellar una tregua contra la voluntad de sus superiores, trepar de las trincheras y encontrarse desarmados en esa tierra de nadie sembrada de cadáveres. Ahí, durante dos días y a lo largo de cientos de kilómetros, miles de alemanes y británicos intercambiaron regalos, tomaron champagne, cantaron villancicos, armaron arbolitos, se cortaron el pelo, jugaron al fútbol, cavaron tumbas, rezaron juntos y enterraron a sus muertos. La decisión de los generales terminó con esa paz espontánea largamente ignorada por los historiadores y cuya impronta más indeleble sobre la faz de la Tierra es haber hecho mundialmente conocida la canción “Noche de paz, noche de amor”. En el flamante La pequeña paz en la Gran Guerra, del que Radar traduce algunos fragmentos, el alemán Michael Jürgs reconstruye esos pocos días de paz durante la Primera Guerra Mundial a los que conspicuamente se opuso un ignoto cabo llamado Adolf Hitler.
Por Michael Jürgs
Al principio es uno solo el que canta “Noche de paz, noche de amor”. La melodía del nacimiento de Cristo suena baja: perdida, se mece en el paisaje muerto de Flandes. Pero luego el canto comienza a encenderse como una ola sobre el campo, y “rifle contra rifle, desde la línea larga y oscura de las trincheras suena el todo duerme en derredor”. De este lado del campo, a cien metros de distancia, las posiciones de los británicos permanecen en silencio. Los soldados alemanes están de buen humor, canción a canción se alza un concierto de “miles de gargantas de hombres a derecha e izquierda”, hasta que se quedan sin aliento. Cuando se apaga el último tono, los de allá esperan un minuto y empiezan a aplaudir y a gritar “Good, old Fritz”, o “More, more”. Los alabados Fritzes contestan con “Merry Christmas” y “We not shoot, you not shoot”. “Nosotros no disparar, ustedes no disparar”. Y lo dicen en serio. Ponen velas sobre la punta de sus bayonetas, que sobresalen casi un metro por encima de las trincheras, y las encienden. Parecía la iluminación de un teatro, le escribirá un soldado inglés a sus padres. Con el escenario así iluminado, acaba de realizarse el ensayo general de la obra que se desarrollará en la frontera oeste durante los días siguientes. Acá y allá y en todas partes, desde el mar del norte hasta la frontera suiza.
El Intendente celestial produjo para Flandes las mejores condiciones metereológicas. Al caer la noche de este 24 de diciembre de 1914 –y la oscuridad ya llegaba a las cuatro y media de la tarde– el viento cambió de dirección. Un cielo estrellado “nos saludaba desde la casa del Todopoderoso” y la suave luz de la luna llena “prestaba al bello y amplio paisaje a lo Rembrandt de Flandes una impresión de agradable paz”. Gloria a Dios en las alturas, paz para los hombres en la tierra, anuncia el Evangelio para este día. Pero ante la evidente ausencia de una autoridad divina en la tierra, espontáneamente alemanes e ingleses (y, con mayor cautela, franceses y belgas) deciden no dispararse entre ellos. Nunca antes en la historia de una guerra surgió una paz así, de abajo. Nunca más volvió a repetirse. En 1914 no hubo en la frontera uno o dos casos de paz, en realidad hubo un espontáneo movimiento pacifista a lo largo de cientos de kilómetros y miles participaron de él. Esta gran historia de Navidad está formada por muchas pequeñas historias. Miles de cartas la describen detalladamente. Hay que contarlas todas. Sólo así ocurre el milagro.
Piezas de un rompeguerras
La paz de los de abajo empezó algunos días antes con medidas pacifistas. Por ejemplo en Armentières, detrás de la frontera belga. Los alemanes de origen sajón, en lugar de tirar granadas de mano, tiraron tortas de chocolate. Adentro, había un papel escondido. Los alemanes preguntan si no es posible declarar una tregua para esa noche entre las 19.30 y las 20.30. Su capitán cumple años y quisieran dedicarle una serenata. Los ingleses accedieron. Es más: se pararon al lado de sus trincheras, escucharon la música y hasta aplaudieron. Para que nada saliera mal, después de una hora los alemanes dispararon un par de veces al aire para anunciar el fin de la fiesta. Esto muestra que se toleraban treguas espontáneas. Una guerra en la que los soldados están durante meses a la distancia de un grito los unos de los otros tiene sus propias leyes, y crea su propia cercanía.
El soldado voluntario Goldschmidt, que hablaba perfectamente inglés, descubre tras interrogar a un prisionero que un pariente suyo se encuentra en la trinchera de enfrente. Su cuñado, que vivía en Londres, era jefe de una compañía inglesa. Por eso es que los dos se entendieron enseguida en esa Nochebuena. Desde ahora no se dispara más, y cuando los alemanes arman su acostumbrado arbolito y cantan, los del otro lado “la pasan bomba y nos desean feliz Navidad”. Los alemanes les tiran regalos a los ingleses y reciben a cambio galletas y corned beef, los otros quieren principalmente queso, pan negro y bizcochos.
El artillero de la brigada London Rifle piensa que los de allá se volvieron locos. Además de velas, los alemanes encendieron lámparas de petróleo iluminándose a sí mismos, algo que en circunstancias normales equivaldría a un suicidio. Un hombre de su propia compañía también parece haberse vuelto loco: “Uno de los dementes de nuestro regimiento salió de la trinchera y empezó a caminar hacia las líneas alemanas”. Ese loco se llama Turner y se encuentra con un alemán en el medio de esa extensión de tierra entre ambas líneas de trincheras que pasó a la Historia con el nombre de No Man’s Land (NML, Tierra de nadie). Turner es chicato. Pero esta noche no importa, la luna está lo suficientemente clara y alcanza para reconocer las sombras. ¿No tiene miedo de que le disparen? Puede ser. Nunca lo sabremos. En todo caso, se sabe que Turner sobrevivió a su excursión. Porque al día siguiente hizo historia: el Día de Navidad se llevó su cámara de bolsillo a la NML y fotografió a dos alemanes junto a dos de sus camaradas.
Atrás, en algún lugar, un par de ingleses cantan el himno nacional de su país. Los sajones del otro lado los aplauden. Luego piden una canción, y los otros acceden al pedido. Un poco más arriba, un mensajero alemán lleva un árbol de Navidad hasta la frontera enemiga. Al tomarlo, los ingleses encuentran un papel proponiendo una tregua navideña. Se encuentran a medio camino para ultimar los detalles.
En Pervize, entre Nieuwpoort y Diksmuide, las tropas alemanas levantaron un cartón por encima de su trinchera: instaban a los belgas a olvidar la guerra por al menos una hora. Una sola hora de paz. Después, cada cual podría volver a su posición. El teniente Naviau, jefe de la división, no lo piensa mucho y acepta. Más tarde perdería por ello un ascenso a oficial. “Festejamos Navidad juntos como hermanos. Los alemanes nos trajeron regalos, nosotros no teníamos nada. Ellos incluso ofrecieron vino.” Después empieza de nuevo, más bien sin ganas, el tiroteo cotidiano de un lado al otro.
Los alemanes ofrecieron una tregua. Pero la cosa no quedó en los acostumbrados intercambios de galletas por pan, pudding por tabaco. ¿Gustarían los Gentlemen tal vez un poco de cerveza? El depósito de la cervecería estaba lleno y no, no tenían por qué preocuparse, no es que los quisieran emborrachar, se trataba de una cerveza muy liviana. Los ingleses dudaron, pero no mucho. Venga esa cerveza.
Sin esperar respuesta, pues a último minuto podría haber venido la orden de quedarse en las trincheras, los soldados trepan al alba de sus trincheras. Al principio son cientos, pronto serán miles. Se encuentran en campos sembrados de muertos, llenos de pozos y cráteres, con enemigos a los que, dos días antes, les hubieran disparado de sólo verlos. La Tierra de nadie se convierte en Tierra de todos.
El entendimiento no es casi nunca un problema. Muchos soldados de infantería hablan inglés porque ya estuvieron alguna vez en Inglaterra. Los voluntarios aprendieron la lengua del enemigo en las escuelas de las que pasaron, sin escalas, a esta guerra que nadie creía posible.
Además de la calma conjunta antes de la próxima tormenta, además de la sensación de estar entre hombres que comparten un mismo destino, la paz de Navidad sirvió de forma bien práctica. En algunos lugares los enemigos llegaron a intercambiar herramientas, pues el día fue utilizado para reforzar las posiciones. También esto fue parte de la locura.
Nunca en la historia de las guerras ocurrieron hermandades de este tipo. “Fue lo más hermoso de la guerra”, dijeron más tarde los testigos en los diarios ingleses. Aunque por orden de arriba la paz no duró mucho, el hecho de que haya tenido lugar es “la mejor y más conmovedora historia de Navidad de nuestro tiempo”, como dijo el historiador inglés Malcom Brownen en su libro Christmas Truce (1984), el primero que trató el milagro en la frontera occidental. Pero no fue sólo la Navidad de los de abajo. También los oficiales estaban hartos. Por eso hicieron la vista gorda o directamente participaron del armisticio que sus subordinados empezaron sin pedirles permiso. Desobedecieron las órdenes de sus superiores, pero por las dudas escribieron en sus informes que sus hombres rechazaron virilmente cualquier intento de amistad. Eso podría explicar por qué algunos historiadores, basándose en esos documentos, ni tratan el tema, o sólo lo mencionan en una nota al pie. Sin embargo, la paz navideña de 1914 no fue una aparición aislada, sino un movimiento de masas. Eso se pudo ver después de la fiesta. Y se usaron todos los medios para presentarla como un asunto marginal, sin importancia.
El entusiasmo con que los pueblos europeos partieron como borrachos a la guerra en agosto de 1914 se esfumó para diciembre de ese mismo año después de un millón de muertos. Se ahogó en sangre. No es un milagro que ocurriera uno en Navidad. No es un milagro que los alemanes, en lugar de su himno de sacrificio “Deutschland, Deutschland über alles” cantaran la canción de la “Noche de paz, noche de amor”. Una hermosa melodía, un texto sentimental, por esa época sólo popular en Alemania y Austria. Pero como fue el himno de la paz navideña en Flandes se hizo famoso después de esa primera noche de tregua bélica.
Todas las voces todas
El estudiante Rickmer en una grabación que guarda el Imperial War Museum de Londres: “Tomamos una champaña en la NML, fumamos y conversamos. Fue un momento de hermandad en el sentimiento compartido de que debíamos parar esta guerra de una vez por todas. Los generales se enteraron después e hicieron todo lo posible para que algo así no volviera a ocurrir jamás”.
Anota un inglés: “Estaba lleno de gente. Intercambiaron regalos de sus respectivos países. Hablamos alemán e inglés y nos entendíamos sin palabras. Nos señalábamos mutuamente dónde estaban colocadas las minas. No teníamos con nosotros ni un cuchillo”.
Recuerda Carl Mühlegg, a sus 80 años: “Los soldados treparon de sus trincheras y se encontraron en la NML, soldados que no se hicieron nada y que no eran enemigos personales, que tenían padres, mujeres e hijos en casa y que ahora, en el milagro de Navidad, en el mito del nacimiento de Cristo, se hacían regalos mutuamente e intercambiaban apretones de manos”.
El general brigadier Edward Graf Gleichen: “Salieron de sus trincheras y caminaron alrededor con paquetes de cigarrillos, deseándose feliz Navidad. ¿Qué debían hacer nuestros hombres? ¿Disparar? No se puede disparar contra hombres desarmados”.
El cabo Adolf Hitler estaba en Wijtschate. Cuando la paz se presentó tan inesperadamente en Navidad, le dijo furioso a su camarada Heinrich Lugauer (batallón de reserva bávaro número 16) que el encuentro entre ingleses y alemanes en la NML debía ser duramente desaprobado. A Hitler le resultaba inadmisible que los soldados de ambos bandos se encontraran para darse la mano y cantar canciones de Navidad en lugar de disparar los unos contra los otros.
Un soldado francés: “Queridos padres, no pueden creer las cosas que pasan acá en la guerra. Ni yo las hubiera creído de no haberlas visto con mi propios ojos. Anteayer se dieron la mano frente a nuestras trincheras alemanes y franceses. Increíble”.
“Si los soldados enemigos se hubieran entendido en la misma lengua y no sólo mediante cantos corales”, le escribe un joven fusilero a su madre, “quién sabe, quizá se hubieran puesto de acuerdo rápidamente por sobre las trincheras: guerra estúpida. Vayámonos a casa. Mientras podamos ir y no que nos lleven”.
Un oficial francés: “Hay que haber vivido esa noche para entenderla. Hay horas en las que uno puede olvidarse de que estamos acá para matar”. Un teniente mayor alemán: “Desde las fosas francesas, a unos cuarenta metros de distancia, aparece de pronto un quepi. Eh, camarade allemand, pas tirer, brout, brout, des cigarretes. Un mosquetero alemán salió enseguida de su fosa y gritó: Bonjour, Monsieur. Le tiró su pan negro y el francés sus cigarrillos”.
Hay que imaginarse, escribe el capitán alemán Josef Sewald, ¡al fin y al cabo estamos en guerra! En el primer día de Navidad había un peluquero que cortaba el pelo por un par de cigarrillos, no importa de dónde viniera el soldado, de un lado o del otro. Y más. Muchos enemigos se cortaban mutuamente el pelo. A lo largo de todo ese 25 de diciembre de 1914 se repitieron escenas igual de desopilantes y encuentros absurdos en la frontera occidental de Flandes.
Entre toda esa alegría era horrible pensar, escribe un soldado, que un día se puede estar en paz con los otros y que al otro hay que matarse mutuamente.
Escribe el capitán mayor sajón Johannes Niemman: “Después de los cantos toda la guerra pareció hundirse en una suerte de paz burguesa, por todos lados se daban la mano... ¿Es que de pronto había estallado la paz? Enseguida estuve parado en el medio del tumulto. ¿Qué se podía hacer?”. Niemman no puede hacer nada. Entonces toma parte en el festejo.
Emil Curt Gumbrecht, de la quinta compañía del regimiento 104: “No suena un disparo en todo el día, y uno se pregunta si no es de esperar que pronto llegue la paz”.
“Fue un golpe, como si la guerra hubiera acabado de repente.”
“Los pájaros volvían de todas partes. Nunca vemos ninguno. A la tarde conté como cincuenta gorriones y les di de comer.”
La Navidad estuvo marcada por estas sensaciones.
En tierra de nadie
Desde la oscuridad de la otra trinchera alguien grita que tiene algo importante que decir. “Hay treinta muertos de los suyos delante de nuestra trinchera. Quiero organizar su entierro para mañana. Estoy solo y desarmado.” Ahora se puede ver al hombre que hablaba. Cientos de fusiles lo apuntan. Entonces un inglés trepa de su trinchera y va hacia el alemán. Se encuentran a medio camino. Hablan entre ellos. Los francotiradores bajan sus armas. Al volver trae un paquete de diarios alemanes, porque él y algunos de sus colegas dominan el idioma del enemigo. Arreglaron para enterrar al otro día a los muertos que yacen hace semanas entre ambas trincheras. Como señal de buena voluntad, cuenta el británico a sus camaradas, los alemanes saldrán de sus trincheras a las nueve en punto de la mañana, armados nada más que con palas.
Un par de kilómetros más allá hay más que un par de velas. Los soldados ingleses no creen en lo que ven: sobre las trincheras enemigas brillan los tradicionales arbolitos de Navidad, algunos adornados con linternas. Varios alemanes toman las linternas y avanzan por la NML; algunos francotiradores ingleses proponen apagárselas a los tiros. Uno empieza a disparar, pero después del primer tiro se escucha “en muy buen inglés” por qué no charlamos en lugar de disparar. Se encuentran en la NML. Es un grupo pequeño. Lo iluminan las linternas, por si a alguno se le ocurre hacer un falso movimiento. De vez en cuando se escuchan risas. Parecen entenderse. Se separan a la media hora, bajo los aplausos que se elevan desde ambas trincheras. También ellos arreglaron enterrar a sus muertos al día siguiente. Su presencia les pesa en las almas. Como si los enfrentara diariamente con su futuro.
El capellán sueco J. Esslemont Adams se acerca a las fosas alemanas y pide hablar con un oficial, al que le propone enterrar a los muertos. El otro acepta de inmediato y hasta le ofrece al escocés que dirija la ceremonia. Ellos no tienen ningún religioso, sólo un estudiante de teología. Adams pregunta si el estudiante conoce el Salmo 23, que es el que quiere recitar él. Por supuesto que lo conoce. Bueno, entonces tomamos ése. En nombre de Dios. Primero se separan las pilas de muertos por naciones, los ingleses para el lado de los ingleses, los alemanes para el de los alemanes. Después, sin fijarse en las naciones, se reparten palas entre los soldados para abrir las tumbas. Anota el voluntario Eduard Tölke: “De repente ocurrió algo único en la NML: nuestra gente ayudaba al enemigo a enterrar a sus muertos”. Luego, a la derecha los ingleses y a la izquierda los alemanes, los hombres se colocan al costado de la gran tumba, oficiales y soldados mezclados, se sacan sus gorros y recitan el rezo del capellán Adams, primero en inglés, después en alemán. El estudiante de teología traduce para sus camaradas. Rezan todos juntos el Padrenuestro, cada uno en su idioma, y después de un minuto de silencio intercambian apretujones de manos y vuelven a cubrirse la cabeza.
El historiador norteamericano Stanlez Weintraub arriesgó una interpretación en su libro Silent Night: sólo con “la liberación de la NML de los muertos que yacían allí” se hizo lugar para que se pudiera dialogar. Recién después del entierro, sobre las tumbas, se pudieron superar los abismos. Sin los muertos no habría habido vida en Navidad. Interrogado acerca de si, además del credo en el nacimiento de Jesús, hubo otra fe religiosa como motivación para la paz navideña, el historiador menciona una pasión común: “El fútbol, que era la religión de la clase trabajadora”.
Juegos de guerra
Para el día de Navidad, el suelo barroso está lo suficientemente seco como para jugar. Para muchos, la verdadera historia no es la de la tregua, la de la paz, sino la de un partido de fútbol.
Entre los ingleses, el fútbol era la actividad predilecta cuando descansaban del frente en la retaguardia. No había rangos, se jugaba con pelotas de cuero, que para muchos soldados del Reino eran parte esencial del equipamiento de guerra.
De arcos se usan un par de palos de madera, gorros o cascos. Las pelotas vienen del lado de los anglosajones. “Mandamos a uno con la bicicleta a nuestros puestos de reserva a buscar la pelota”, cuenta Harold Bryan de las Scottish Guards en una carta a sus padres. Sin embargo, para él no es tan importante el partido de fútbol, de por sí bastante alocado para una guerra, sino un match de box entre un escocés y un alemán. “Se pegaron de tal manera que tuvimos que pararlos.” Obviamente, aunque no era para nada obvio, todos rechazaron la propuesta de hacer un duelo entre un inglés y un alemán, cada uno con un tiro en la pistola. “Al fin y al cabo habíamos pactado un cese de fuego.”
Donde no había una pelota, se usaba un pedazo de paja bien aprisionada envuelta en alambre, de lo que había a montones. Como chicos corrían tras sus curiosas pelotas, alentados por los que miraban desde las tribunas/trincheras. Los que tienen cámaras fotografían el Juego de Guerra. De algún lugar apareció una pelota, recuerda Ernie Williams: “Armamos algunos arcos, dos fueron de arqueros y después todos se pusieron a patear. Habremos sido un par de cientos”.
Cientos juegan al fútbol entre los frentes, y cuando alguien se cae en el barro, pues con uniforme y botas se hace difícil mantener un juego elegante, lo ayuda a levantarse su oponente, que en realidad es su enemigo. Pero sólo los profesionales pueden hacer frente al piso congelado y lleno de agujeros. Pertenecen al así llamado Footballers Battalion, porque la unidad reunía a los mejores jugadores del Reino. Ganaban todos los partidos contra otras tropas, hasta que la muerte los fue diezmando. Había oficiales ingleses –y esto no es ninguna leyenda– que pateaban la pelota para adelante y avanzaban en el campo de batalla seguidos por su equipo, o sea su compañía. A veces incluso tenían éxito con estos ataques, pues llegaban hasta las líneas enemigas antes de que los alemanes salieran de su estupefacción y se decidieran a disparar. Pero también pasaba a menudo que para el pateador ésta era la última patada de su vida y que quedaba muerto junto a su pelota en el No Man’s Land. Que en ciertos lugares tuvieron lugar partidos en serio, con referís y cambio de lado después del primer tiempo, y que la victoria final de los sajones sobre los escoceses fue de 3 a 2, es una leyenda. La alimentó con exactamente ese resultado Johannes Niemman en sus anotaciones. En el diario de los fusileros de Lancashire fue confirmada, los Fritzes le ganaron a los Tommys por 3 a 2 y el partido se jugó con una lata de conservas vacía. Sólo que en circunstancias normales, el tercer gol de los alemanes hubiera sido invalidado: el reverendo Jolly, el eclesiástico del regimiento inglés y referí del partido, no se dio cuenta de que el gol del triunfo fue hecho en una clara posición adelantada. El puntero izquierdo de los sajones lo reconoció después del partido: había sido offside.
Según otras fuentes, es el regimiento de Bedfordshire el que perdió contra los sajones, pero el informe tiene otro final: el partido tuvo que ser interrumpido cuando iba 3 a 2 porque la pelota de cuero se clavó en la punta del alambrado de púa.
Segundo tiempo
En Wulvergem son los escoceses los que de pronto trepan de sus trincheras con una pelota de verdad. Una pelota de cuero. Marcan los arcos con aquello que llevan en la cabeza. Con sus gorros. Los sajones de enfrente del regimiento 133 ponen sus cascos. A falta de referí, todos se atuvieron a las reglas, cuenta un jugador alemán. El partido dura una hora, luego están todos agotados. El piso sigue congelado y surcado por grietas, lo que impide un juego preciso. “Muchos pases se iban afuera.” Así y todo, se juega. Pero la mayor parte de los partidos planeados para hoy, el segundo día de Navidad, no pueden tener lugar tan fácilmente como ayer. Tanto que se habían alegrado de poder jugar el picadito. Algunos no logran conseguir una pelota a tiempo. Otros son interrumpidos por los oficiales, o directamente se les prohíbe jugar. La guerra no es un juego. La guerra es una cosa seria. Pero a pesar de todos los obstáculos, el Boxing Day (segundo día de Navidad) se llena de fútbol. Incluso los franceses, que hasta hoy callan la historia de la paz en el frente, jugaron ese día. En algún lugar, el partido fracasa por el estado del campo de juego. Mucho alambre de púa, mucha munición oxidada. Los oponentes arreglan para limpiar el campo en los próximos días, llenar los agujeros y jugar el partido en Año Nuevo. ¿Creían verdaderamente que la paz iba a durar tanto tiempo? “Si se hubieran repartido diez mil pelotas de fútbol por todo el frente y se hubiera dejado jugar a los soldados”, fantasea uno de ellos, “¿no habría sido ésa una solución feliz? ¿Guerra sin derramamiento de sangre?”. “Qué furiosos habrían estado los generales y los políticos”, se imagina Leslie Walkinton, a sabiendas de que nunca hubo una oportunidad real de paz en la Navidad de 1914, “si la gente normal, los John Citizen de ambos lados hubieran decidido: okey, esto fue todo, está húmedo, incómodo, frío, nos parece tonto, nos vamos a casa”.
“La plana mayor del ejército”, recuerda un belga, “tenía miedo de que el ejemplo de la paz navideña hiciera escuela. En Navidad habíamos experimentado y entendido que los del otro lado eran hombres normales como nosotros, que estábamos hundidos en la misma mierda y que todos teníamos miedo de la misma muerte, que nos podía tocar a todos por igual. Eso une”.
Un soldado alemán en su diario personal: “Los ingleses están extraordinariamente agradecidos por la tregua, porque al fin pudieron jugar al fútbol de nuevo. Pero la cosa ya se está poniendo ridícula y debe lentamente llegar a su fin”.
Al otro día, domingo 27 de diciembre de 1914, sube la temperatura. El cielo se pone gris. Empieza a llover, hay tormentas, el nivel de agua en las trincheras crece, el barro se pega a las botas. El escenario de la NML se ve pronto tan desconsolado como hace un par de días. El Intendente divino apaga las luces y deja su tierra de nuevo a los hombres.
No lo debería haber hecho.
El fin de la paz
Los Hampshires recibieron de los sajones de enfrente, cuando a éstos les prohibieron el 30 de diciembre cualquier otro tipo de encuentros, el siguiente mensaje de impotencia: “Queridos camaradas, les tengo que informar que a partir de este momento tenemos prohibido reunirnos con ustedes allí afuera. Pero nosotros seguiremos siendo siempre sus camaradas. Si nos obligan a disparar, lo haremos siempre por arriba”.
“Gentlemen –les escriben los sajones a sus enemigos–, nuestro coronel ha ordenado reiniciar el fuego a medianoche. Es un honor para nosotros informárselos.” Entregan el mensaje a la tarde, cuando se encuentran con los ingleses en la NML para la hora del té. Con el clima lluvioso nada mejor que un té caliente, ¿y quién si no un inglés para prepararlo bien? Los sajones llevan licor.
Un año después, Navidad, 1915: “Estuvimos patinando por el campo como arriba de una pista de hielo y después jugamos al fútbol. Los alemanes nos imitaron. Pero cada uno jugó entre sí, no unos contra otros”.
Navidad, 1916: frente al quinto regimiento King’s Liverpool en Ypres algunos soldados alemanes trepan de sus trincheras, les desean a los ingleses Merry Christmas y les proponen encontrarse a mitad de camino en la NML. Major Gordon echa una mirada y ordena a dos de sus francotirados que bajen a los alemanes. Ellos obedecen. Private Walter Hoskyn lo vivió. En su diario personal dice: “Ese perro asqueroso... No fue un acto digno de un británico”.