OJOS DE VIDEOTAPE
¿Dónde están los niños?
En La ciudad de los niños perdidos, su segundo film conjunto, los autores de Delicatessen ofrecen una visión oscura y chirriante de la infancia.
“¿Es su película, acaso, una parábola sobre la desesperación del hombre moderno?”, les preguntaron con el ceño fruncido a Jean Pierre Jeunet y Marc Caro allá por 1995, en ocasión del estreno de su segundo film conjunto y el primero después de Delicatessen, La ciudad de los niños perdidos. “Nuestras películas no tienen ese tipo de mensajes”, contestaron entre ambos, que habían pasado los últimos catorce años de sus vidas nutriendo su entusiasmo por este proyecto de difícil financiación. Lo que se dice, una respuesta a lo Hitchcock: para los mensajes está el correo. Sin embargo, no se puede acusar así nomás de pretencioso a quien pretenda encontrar algún tipo de alegoría encriptada en el denso, cargadísimo sistema de imágenes de estos dos cineastas. La ciudad de los niños perdidos –que jamás pasó por los cines argentinos y que, aunque se la puede ver ocasionalmente en el cable, no estaba formalmente disponible en los videoclubes locales hasta ahora– fue recibida entonces con reacciones diversas, incluyendo múltiples signos de interrogación.
Tal vez un exceso de pretensiones haya atentado contra el resultado final pero si no alcanza a ser una gran película, es al menos una visualmente imponente y repleta de grandes momentos, personajes, escenografías y efectos digitales. Por encima de todo, ofrece una visión sobre la niñez más bien oscura. Dispuestos a despojar a los niños “perdidos” (secuestrados) de su producción onírica, el siniestro profesor Krank y el cerebro de todo el asunto (literalmente: un seso que flota en una pecera y que habla con la voz de Jean-Louis Trintignant), descubren que los párvulos son verdaderas fábricas de pesadillas. La película fue concebida, insisten sus autores, como una especie de cuento de hadas, uno que recoge la tradición más cruel de los relatos de los hermanos Grimm, Andersen o Perrault. Originalmente se trataba de la historia de un gigantón (que terminaría siendo encarnado por Ron Perlman, reclutado por Jeunet y Caro tras verlo en Cronos, del mexicano Guillermo del Toro) y una nena, pero fueron los detalles más minuciosos del diseño de producción los que terminaron por apoderarse de la historia. Las pequeñas grandes ideas alrededor de la fábula general. Las pulgas amaestradas. El faro y la niebla. La rata que arrastra un imán. La salvaje reacción en cadena desatada por la caída de una lágrima. Y esa obsesión por las cosas, por los objetos mecánicos, metálicos y si es posible herrumbados; esa pasión por lo viejo y lo táctil en un cine que casi una década atrás comenzaba a ser dominado por la entrada en escena de lo virtual y lo digital. Lo otro digital: lo que se puede tocar. Y, por supuesto, la música compuesta por Angelo Badalamenti, que siguió instrucciones muy precisas: las de pararse bajo la misma nube tóxica que le había llovido sobre la cabeza cuando musicalizara Terciopelo azul, de David Lynch.
La consigna final de J & C: leer Freud y desecharlo. “Es interesante, pero no es nuestro tema –dijeron–. Sobre esa base sólo hubiéramos podido hacer una parábola mediocre y aburrida.” La filmación fue previsiblemente complicada (“tuvimos todos los problemas imaginables: trabajar con niños, con un actor norteamericano, con muchos fx, con un plan de rodaje de medio año”). Y al final muchos se preguntaron, vanamente, si la película era para adultos o para niños. “Nada de eso importa –insistieron sus auteurs– porque después de todo y antes que nada, y como siempre, la hicimos para nosotros mismos.”