Domingo, 10 de abril de 2016 | Hoy
Por Paula Perez Alonso
Hacemos la cola desde temprano en el CETC –el Centro de la Experimentación del Teatro Colón– para ubicarnos cerca del escenario. Bajamos dos pisos por las escaleras amplias y blancas hacia el corazón de lo imprevisible. Cuando voy al encuentro de música contemporánea me desarmo de prevenciones y de capas y capas de preconceptos (aunque sé que el vacío absoluto no existe). En la luz apenumbrada, contengo la expectativa y me entrego a la exploración de lo no dicho hasta ahora: ¿Cuál será el dispositivo de invención que se desplegará esta vez? Hace pocos días Bob Ostertag agradeció con énfasis y emoción la posibilidad de haber mostrado cuatro días seguidos las facetas diferentes de su música, y destacó el hecho de que un teatro le brindara esta oportunidad única en su vida como algo excepcional. Bob Ostertag expresa de manera clara que no se parte de ninguna nada y que el absoluto tampoco existe.
Si Rilke, en su Libro de Horas, se maravillaba en su amor a Dios, Un Libro de Horas de Ostertag es “música devocional a nada en particular”. Para él, la voz humana es el principio y el fin de la música. Por eso en muchas de sus composiciones remplaza las cuerdas por la voz. Está lejos de aquel compositor osificado que compone para intérpretes que, sabe, tocarán de modo imperfecto; para Ostertag, la música pasa por la relación íntima del instrumento con el intérprete, que siempre da lugar para la improvisación. En esto refuta a Stockhausen, que en su música electrónica quería crear un continuum que tuviera la voz humana en un extremo y la sintética en otro; para esto quebraba la voz humana en sus componentes sónicos y después los recreaba electrónicamente.
Ostertag es un tipo de una sensibilidad extraña, vive en la música desde muy chico (puede hacer música con cualquier cosa) pero nada de lo que hace transmite la construcción de “una carrera”, sino un movimiento sostenido en libertad: él no va a ningún lado. Como pionero de la música electrónica e inventor de aparatos para reproducirla, a fines de los 70 se unió a la música emergente del downtown de Nueva York; en la década del 80 interrumpió su trabajo porque se prendió a la guerrilla de El Salvador, pasó siete años junto a las organizaciones insurgentes, y cuando los desacuerdos lo alejaron compuso Sooner or later, como un adiós. En la segunda jornada en Buenos Aires, después de tocar con un joystick de videojuegos y un sintetizador Aalto su música más experimental, nos introduce a esta pieza de manera muy dulce; nos explica que volvió a tocarla pocos días antes, en una visita a El Salvador después de mucho tiempo. La voz de un chico que entierra a su padre clavada en el desgarramiento irrumpe en la música que activa desde una pantalla táctil, una mosca zumba cerca y una pala saca piedras mientras se cava una fosa; Ostertag vuelve a emocionarse y nos clava ahí también a nosotros; la reiteración del clamor del chico, la mosca, la pala perforan el dramatismo de la historia. El último día tocó con Pierre Hébert en dúo, Living Cinema, una combinación extraordinaria de música y animación que incluye juguetes que también hacen música mientras se van remplazando adentro y afuera de un ring de box, con una tensión de la improvisación sobre lo programado.
Hébert también es un genio. Va dibujando grafismos en un tablero electrónico y seleccionando imágenes que tiene en su computadora y los proyecta en una pantalla: titulares de las negociaciones con los buitres, un Donald Trump solarizado y ridículo, el femicidio, migrantes huyendo hacia Europa en un lanchón precario. Todo sucede en simultáneo. Ellos se miran, se comunican como los músicos en una jam session. Entre los dos hacen una obra de arte que me deja perpleja, me excede. Salto de uno a otro, trato de incorporar los elementos y los registros, los sigo hipnotizada. Ostertag tiene un arco muy amplio: ha tocado con los vanguardistas John Zorn y Fred Frith y con la rockera Lynn Breedlove, desde Mike Patton hasta el Kronos Quartet y la diva travesti Justin Bond.
Una semana antes me había impresionado Stifters’s Dinge, un artefacto musical-teatral de gran precisión que Heiner Goebbels arma junto a Claus Grünberg, un ingeniero. Goebbels es un artista que no afloja en la búsqueda y sin embargo desecha el sentido. (Gabriela Massuh nos contó que lo conoce desde sus años de rockero pelilargo en los 80). Es la primera vez en la historia del Colón que el público se ubica sobre el escenario, en gradas. Para Goebbels es importante que cada función sea ante solo 160 personas, justamente para que todo el público esté suficientemente cerca y, una vez terminada la obra, pueda caminar alrededor de su invento y ver cómo se producen estos sonidos inesperados. Suenan los instrumentos pero no son personas las que los tocan: él las sustrae de la escena y prueba cuál es el efecto de ese detalle, qué pasa con esa falta. Hay un fuera de situación, él la llama “la estética de la ausencia”, que nos descoloca. Sin sujeto, ¿se afinan los sentidos?, ¿la atención? Al retirar a los intérpretes, lo que hay es la materialidad de las cosas, la experiencia directa. Dinge es cosas en alemán. ¿Y Stifter? Es Adalbert Stifter, cuyo texto arranca el primer movimiento, la voz de la grabación es clara y pausada al reproducir al clásico del siglo XIX que describe con gran precisión las instancias de la naturaleza, en sus rituales de repetición y de amenaza latente. Sin embargo, la ausencia no es total, porque hay cinco pianos, una maquinaria no humana que pulsa las cuerdas y en algún momento toca Bach y no suena solo por ellas, también oímos el sonido de percusión que viene de las cajas. Las intervenciones son múltiples: los movimientos de las telas, que producen un ritmo, cantos de Nueva Guinea y también griegos; se oye la voz de Bill Burroughs, reticente y metálico, y en el movimiento siguiente se reproduce parte de una entrevista a Lévi-Strauss que declara que tiene pocos amigos porque no se hace ilusiones con el hombre, y otra a Malcolm X.
¿Si algo nos dejara completamente fuera del cuadro porque no encontramos ningún elemento para relacionarnos con él, si fuera totalmente nuevo, habilitaríamos un vínculo para el diálogo, un lenguaje? ¿Podríamos soportar esa tensión, la afasia?
Goebbels y Ostertag tienen formas diferentes de acercarse a la música pero se parecen en que los dos manipulan y combinan elementos, visiones de descubrimientos y experimentaciones de otras composiciones. Cada uno crea y usa la tecnología para inventar: cambia la representación y cambia la forma, es algo nuevo siempre. Saer decía: Si no hay riesgo, ¿para qué escribir? Estos músicos crean experiencias que no pueden pasar inadvertidas, uno no es el mismo después de vivirlas. Abren mi posibilidad de percepción. Inventan un lenguaje, una posibilidad, una visión, un campo nuevo, un camino, cuyo mayor atractivo es que no va a ningún lado. Es lo que espero que suceda entre la materialidad y la ilusión.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.