Domingo, 17 de abril de 2016 | Hoy
HISTORIETA > TROCHE
Nació en Buenos Aires hace 39 años, hijo de exiliados tupamaros, vivió su infancia en México y Francia, y terminó volviendo a Montevideo con apenas diez años. Vecino del popular barrio de La Teja, Troche fue repositor de supermercado, jardinero y empleado de limpieza, pero nunca dejó de ser dibujante. Después de animar durante una década un personaje llamado Mangrullo en la prensa uruguaya, a través de internet se popularizaron los trabajos que terminó publicando en Dibujos invisibles, su primer libro argentino, que agotó dos ediciones, y llevó de gira por Brasil y Francia. Tres años después ese viaje continúa en Equipaje, que presentará en la Feria del Libro porteña junto a Kioskerman y Tute.
Por Ana Fornaro
Un ojo que saca a su propia lágrima de un aljibe, un hombre que planta una nota para germinar su música, un chico que se une a un fogón colectivo llevando a su propia llama, personas que se mojan cada una con su propia lluvia. El universo del dibujante uruguayo Gervasio Troche está habitado por personajes solitarios pero que aprendieron a acompañarse a sí mismos, seres aparentemente incomunicados con el exterior pero bien enchufados a su interior. O mejor: en los dibujos se adivina la máxima del Tao que dice que tal como es adentro, lo es afuera, y viceversa. Allí, además, el cosmos está omnipresente, como ese otro gigante que nos contiene. También hay muchos árboles que buscan el desarraigo y ven sin nostalgia cómo sus hojas los abandonan (siempre es otoño en sus historias), edificios que parecen de utilería, linternas y focos que iluminan la escena: una página que se va llenando de líneas y vacíos, de luces y de sombras, donde no hay palabras pero tampoco silencio. Porque Troche, el artista que nació en Buenos Aires hace 39 años por el exilio de sus padres tupamaros, que vivió una infancia demasiado intensa entre perseguidos políticos en México y Francia, que volvió –sin haberse ido– a Montevideo a sus diez años, se dio cuenta con el tiempo que no necesitaba de explicaciones verbales, que su guión ya estaba en los dibujos, en esa idea que, dice, le va bajando mientras camina por La Teja, su barrio de toda la vida, o mira por la ventana, o garabatea en la página en blanco, a veces paciente, otras desesperado. Pero acompañándose a sí mismo, como sus personajes.
En el principio estuvo la historieta franco-belga, que leía en un barrio suburbano de París, mientras su padre, poeta que vivía de pintar letras en carteles, y su madre, actriz, que traía dinero a casa haciendo espectáculos de clown, organizaban obras teatrales con contenido político. Troche naturalizaba, extrañado, ese mundo de focos, performances y mensajes densos. Internalizaba la inestabilidad y la dificultad de sus padres para adaptarse a culturas diferentes, el miedo y la soledad. “A diferencia de mis padres, que siempre tuvieron eso de la escena, yo siempre fui muy tímido. Entonces dibujaba. Nunca fui un natural, ni tuve mucho dominio técnico, algo que me sigue costando, pero encontré que esa era la forma de expresar lo que tenía adentro. De contar historias. La escena para mí es la página”, explica en un bar montevideano, tan montevideano que en lo que dura la entrevista entrará por casualidad, justo cuando lo nombra, el dibujante Ombú, uno de sus maestros. La tarde parece salida de sus libros: afuera todo es viento, gris, lluvia y hojas que se caen de los árboles, mientras Troche comenta la reciente publicación de Equipaje (que presentará en la Feria del Libro de Buenos Aires el 30 de abril junto al dibujante Tute) a tres años del exitoso Dibujos Invisibles, su primer libro, que agotó dos ediciones en Argentina y lo llevó de gira por Brasil y Francia, donde ya tiene un público cautivo desde que colgó sus dibujos a un blog, allá por 2009, una ventaba que le cambió la vida. “Lo que pasó con el blog todavía no lo puedo explicar, como también me cuesta explicar mis dibujos. Fue muy fuerte sentir que había tanta gente afuera que se copaba con lo que hacía. Gracias a ese blog publiqué Dibujos Invisibles, que es una recopilación, y la respuesta que tuve fue impresionante. En Brasil, por ejemplo, pude irme de gira porque lectores del blog recaudaron plata para que fuera a presentar mi libro”, dice. Hasta ese momento, Troche tenía un personaje único, Mangrullo, y publicaba una tira diaria en el diario uruguayo La República, además de algunas ilustraciones para notas. Mangrullo es un hombrecito narigón que vive en una isla pero que también se encuentra en otras situaciones absurdas desde donde baja línea existencial. A diferencia de sus historietas actuales, Mangrullo hablaba. “Era más punk”, explica. “Lo creé a los 16 años porque me permitía decir lo que yo pensaba, en un momento en que escuchaba mucho a los Redondos y estaba como más enojado. Tiene mucha influencia de la Pantera Rosa, por eso de encontrarse en distintos escenarios, pero también de Caloi y Quino, que eran mis referentes en esa época. Ahora mis dibujos ya no tienen humor ni palabras. Fue un proceso, no fue de un día para el otro. Pero para mí sigue siendo historieta. No importa si tienen un cuadrito solo o quinientos”. Mangrullo duró diez años y nació en los periódicos barriales donde Troche llevaba sus carpetas. “No me pagaban un mango, pero yo me moría por publicar. De hecho, llegué a buscar sponsor de kioskos y pequeños negocios para que avisaran debajo de mi tira. Me daban 100 pesos uruguayos, que para mí era una fortuna. Me acuerdo perfectamente cuando vi impreso un dibujo mío por primera vez. La emoción, olía la página, la tinta. Algo que me volvió a pasar cuando vi mi primer libro publicado. Para mí publicar un libro era un sueño. Nunca soñé con volverme rico con esto pero sí con hacer libros”.
Hasta los 32 años, Troche, que siempre se sintió dibujante, trabajó en empresas de limpieza y como repositor en supermercados, como jardinero y hasta haciendo saneamiento en camiones atmosféricos, “un trabajo literalmente de mierda, siempre de peón, de obrero, pero de algo tenía que vivir y la verdad es que también esos laburos me dejaron buenos recuerdos y muy buenos compañeros. Gente muy solidaria y cariñosa que se reía conmigo porque yo siempre estaba con mi libretita, en mi mundo, me encerraba a dibujar en el baño. Yo estaba mal, pero a su vez fue una época de mucha creatividad: llegaba a mi casa muerto de ganas de dibujar”. Desde el gran salto al vacío, vive de dar talleres y de hacer algunas ilustraciones para notas económicas en Folha de Sao Paulo o del suplemento de La Nación, pero todavía su vida económica no se estabilizó. “Es muy difícil vivir de esto, pero se va logrando. Pasa que también la mayoría de las cosas que te piden son gratis. Y ahí hay que salir a explicar que esto también es un laburo, y que da laburo. Yo puedo estar días con una idea y también pasan meses que no sale nada. Esos momentos son un horror. Son crisis, que a su vez son transformaciones que me llevan a hacer lo que hago ahora”.
Nunca estudió dibujo formalmente pero fueron los talleres de Ombú y Tunda (dos referentes uruguayos) que le abrieron la cabeza y donde descubrió a los dibujantes Sempé, Folon y Steinberg, maestros que le permitieron escaparse del personaje único y de las palabras, que le abrieron la línea y el vacío como posibilidades que ahora explora y convierte en poesía. El trabajo de Troche es difícil de encasillar y ha ido mutando. Aunque en Dibujos Invisibles (el título se lo sugirió el argentino Kioskerman, al describir así su trabajo) aparecen repetidos ciertos tópicos que se continúan en Equipaje (la lluvia, la música, el aislamiento de la ciudad, la línea como eje, la figura del equilibrista), el tono, aunque existencial, todavía tiene un toque naïf. Con Equipaje el dibujo se puso más denso, un tanto más oscuro. “Yo me siento ahora más identificado con Equipaje, es más mi voz, al menos la actual. Pero fue muy difícil hacer ese libro. Después de Dibujos Invisibles la editorial me encargó otro libro de un año para el otro, pero me di cuenta que no podía. Entré en una crisis muy grande porque pensaba ‘la tengo que romper de vuelta’ y la exigencia era mucha. Entonces frené de golpe. Le dije a la editorial que necesitaba más tiempo y me puse a dibujar como antes, para el blog, porque sí, y no para un libro. Tardé casi tres años pero no me quejo, porque me doy cuenta que es lo que me llevan los procesos internos. No soy el mismo de Dibujos Invisibles y está bueno que se note”.
Para Troche, sin caer en interpretaciones lineales, todos sus personajes son él, o tienen algo de su mirada sobre las cosas y sobre sí mismo. “Dibujo sobre todo para comunicarme conmigo, y después recién ahí puedo comunicarme con los demás y en realidad tampoco, porque no sé qué están sintiendo las personas cuando miran mis dibujos”, dice quien ha hecho de esta búsqueda creativa el pilar de sus talleres. El año pasado, cuando vino a la Feria del Libro, se le acercó un hombre con muchos dibujos. Estaban hechos en un taller del Bajo Flores, en un espacio educativo coordinado por curas villeros y tenían como inspiración sus Dibujos Invisibles. Troche le dijo que quería conocerlos y dar un taller allí. La experiencia fue tan buena que la volverá a repetir este año. “Para mí esos intercambios son impresionantes. Esas personas tienen vidas demasiado difíciles y todo eso aparece en lo que hacen. A mí no me importa la técnica sino que sepan que la hoja está ahí, esperándolos para expresar lo que tienen adentro. Yo arranqué contándoles mi historia, que también fue complicada a su manera, y cómo el dibujo me ayudó a escaparme. Sigue siendo un escape”.
En un taller para principiantes se debe repetir demasiado la frase “yo no sé dibujar” o “no me sale”...
–Sí, porque así como la soledad, eso que está tan presente en mis dibujos, tiene mala prensa, también está mal visto el dibujo “mal hecho”. Pero lo que a mí me interesa que se entienda es que no hay dibujo mal hecho. Es nuestra cultura la que te inculca que el dibujo está bien hecho cuanto mejor imita a la realidad. Pero eso no es así, el dibujo no tiene que reproducir la realidad. Como decía Basquiat, cualquier raya dice algo. Se borra y se intenta, se busca, se busca, se busca todo el tiempo. Y en ese sentido está bueno ver lo que hacen otros artistas, las cosas que te permiten.
¿Quiénes te permitieron cosas a vos?
–Fueron variando según las épocas. Pero, sobre todo, Steinberg y el Quino de los dibujos mudos. Que, claro, son bestias de la técnica, pero no tanto por eso sino porque podían decir sin palabras. También me influenció mucho El Circo de Calder, por eso hay tanta presencia de equilibristas, aunque en realidad mi línea no es una cuerda floja. No es que yo estoy diciendo “ay, me siento en la cuerda floja”, sino la línea como un lugar desde donde pueden empezar a pasar cosas. Ahora estoy mirando mucho a Giacometti. De este lado y más recientes me gustó mucho el primer trabajo de Liniers, con Bonjour y Macanudo. Sentía que había una sensibilidad que podía plasmarse, una poesía. Lo mismo sucede con Tute, Kioskerman o Max Cachimba, que es un maestro, no sólo por lo que hace sino por cómo vive. Y de Uruguay me gusta mucho el trabajo de Fidel Sclavo y de Leslie. Y Ombú y Tunda me abrieron mucho la cabeza en sus talleres.
Su último trabajo, Equipaje, también fue titulado por otra persona. Esta vez fue su madre, a quien dedica el libro. Así como le cuesta hacer un análisis de sus dibujos, le cuesta encontrarles título que los resuma o conceptualice. En Equipaje aparecen muchas valijas, claro, pero en lugar de contener cosas contienen personas. En las historias de Troche siempre aparece un borramiento entre objetos y personajes, entre personajes y entorno, como si toda materialidad fuera efímera e ilusoria, como si toda realidad se mordiera la cola. Así, una marioneta es manejada por un títere que lleva en la mano y viceversa o un hombre rescata, desde un avión de papel, a un náufrago de un barco de papel. No hay un “detrás” de las cosas, un binarismo de significante y significado, sino que todo se continúa en un movimiento perpetuo. Por eso sus dibujos exigen una mirada tranquila, que se tome su tiempo y se vuelva experiencia. Por eso es tan difícil describir con palabras eso que se esconde, porque en realidad no está escondido. “Hay algo que me interesa mucho y que supongo que se plasma en los dibujos y es no tenerle miedo al vacío. Respetar el vacío. Estar dos horas mirando una hoja en blanco no es una pérdida de tiempo. Todo lo contrario. Creo que tenemos que salir de la velocidad actual, del desenfreno que da internet, de tanta cantidad de información que no sabemos qué hacer con ella. Yo ahí vuelvo a lo básico: la lluvia, el árbol, un instrumento, la luz y oscuridad”.
En Equipaje aparece más que nunca explicitada la idea de trayecto, de desplazamiento. “Gervasio es un piloto del espacio”, dice Max Cachimba en la contratapa y Troche (Gervasio) agrega: “Supongo que mi vida fue un equipaje, con tantas idas y vueltas en mi infancia pero también por las cargas y por los vacíos. Es algo que no se termina nunca”. Sus primeras vueltas por el mundo no fueron las más felices pero ahora gira gracias a sus dibujos que lo han repatriado, sin querer, de vuelta a sus orígenes. El año pasado fue invitado al festival francés de Angoulême (uno de los más importantes en el mundo de la historieta) y aprovechó el viaje para ir a reconocer el barrio suburbano de las afueras de París que lo vio crecer. “Fue muy fuerte. Por suerte fui con mi novia porque solo habría sido demasiado. Volver a ver a ese lugar, los edificios, las viviendas sociales, está todo bastante parecido a cómo lo recordaba. Aunque todavía no sé si lo procesé. Por ahora no me siento de ningún lado. Supongo que me quedé en el aire”, dice, y los equilibristas, los hombres voladores, los pájaros, las hojas que se caen de los árboles, las flores que abandonan sus macetas, las ciudades que parecen escenografías y las palabras de Cachimba vuelven a resonar como una enorme nota al pie. En la página.
Troche charlará en la Feria del Libro el viernes 29 junto a Kiorkerman, y presentará Equipaje junto a Tute el sábado 30.
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