Domingo, 17 de abril de 2016 | Hoy
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El proteccionismo de animales es un campo lleno de amor, buenas intenciones, internas feroces, lucha por legislaciones y derechos y, cómo no, mucha extravagancia. Todo eso aparece en Los perros bandidos, la historia de la protección de animales en Argentina hasta fines del siglo XX de Silvia Urich que, con prólogo de Raúl Zaffaroni, ya va por su segunda edición. Desde el activismo decidido de Sarmiento hasta la pasión de Juan Domingo Perón por sus mascotas –es de 1954 la ley de protección vigente– pasando por la historia de las sociedades y hasta por algún espantoso exceso de matanza de perros, el libro de Urich es tan riguroso como entretenido y logra abarcarlo todo, en detalle y con una perspectiva que habla, también, del espíritu de cada época.
Por Salvador Biedma
En general, si uno bucea un poco en las historias de las sociedades protectoras de animales, encuentra en distintos lugares del mundo detalles curiosísimos, personajes extravagantes, escenas graciosas, terroríficas, conmovedoras, sucesos que cristalizan el espíritu de una época. Por algún motivo (tal vez porque en el vínculo con los animales muchos suspenden ciertas defensas del pudor) parecen prosperar en ese ámbito, más que en otros, circunstancias asombrosas. Esto se ve claramente en Los perritos bandidos, libro que analiza a lo largo de 350 páginas la historia de la protección de animales en Argentina hasta fines del siglo XX.
Silvia Urich, la autora, logra abarcar muchos de los tantos aspectos que implica el tema, desde las corridas de toros hasta las matanzas de perros, desde los cambios en la legislación hasta las internas de las sociedades protectoras, desde un loro que cantaba la Marcha Peronista sobre el hombro de Perón hasta las burlas que Caras y Caretas le propinaba al “loco” Ignacio Albarracín. Su mirada, que por momentos se concentra en los detalles y por momentos da una perspectiva amplia, hace interesante la cuestión para cualquier curioso, sin quitarle seriedad al asunto.
Aunque la protección de animales tiene numerosas aristas que preocupan a Urich, al conversar no evade las notas de color y recuerda jugosas anécdotas que figuran en el libro. “Personajes como Albarracín u Onelli”, dice, “tienen historias de vida tan interesantes… no entiendo cómo no se hicieron películas sobre ellos”. Y con una sonrisa comenta que, cuando entrevistó a Hipólito Paz, canciller y hombre de confianza de Perón, accedió a detalles que, en algunos casos, “me causaban mucha gracia”.
La historia de la protección de animales es, en buena medida, la de las sociedades protectoras. Muchas veces el Estado descansa en ellas algunas de sus funciones y parte de la sociedad suele reclamar su acción como si fuesen organismos estatales. La primera organización de este tipo que surgió en el país fue la SAPA (Sociedad Argentina Protectora de Animales). Funcionó en un templo metodista de la ciudad de Buenos Aires, en 1879, por iniciativa del reverendo Thomson.
Sarmiento presidió esa entidad entre 1881 y 1885. Ya andaba por los setenta años y cuentan que era difícil seguirle el ritmo; incluso para Ignacio Albarracín, su secretario (luego sucesor) en la SAPA, que tenía casi cuatro décadas menos que él. Desde ese cargo, Sarmiento llevó a cabo o propició muchísimas actividades: frenó corridas de toros en distintos puntos del país, organizó en 1885 la primera marcha a Plaza de Mayo en favor de los animales (a bordo de carruajes, participaron más de cincuenta coches), luchó contra los maltratos a los caballos en la ciudad de Buenos Aires, donde era usual que se lastimaran y murieran por fallas en el empedrado o en las herraduras (en 1879, Buenos Aires tenía 146 kilómetros de tranvía, más que Nueva York, Londres o Viena). La participación del sanjuanino resultó fundamental para lograr la Ley 2.786, que se conocería con su nombre. Por otra parte, mientras era presidente de la nación, había impulsado la creación del jardín zoológico porteño, aunque años después se manifestó disconforme al ver cómo vivían ahí los animales.
En sus primeros años, la SAPA también rindió batallas contra el desplumado de aves vivas, el tiro a la paloma, los actos de crueldad en los mataderos, el uso de espuelas que hacían sangrar a los caballos y exigió el cumplimiento de un reglamento de tambos. En 1883, el semanario El Mosquito publicó en contratapa un poema satírico, una de las tantas burlas a Sarmiento (burlas que también las heredaría su pariente Albarracín): “Tú proteges a potrillos, / Toros, vacas y carneros, […] / Pero no a los indiecillos”. A fines del siglo XIX, también se criticaba que existiera en el país una ley contra el maltrato a animales antes que una en favor de los niños. Los proteccionistas se atajaban diciendo que habían logrado la norma gracias a su insistente paciencia.
Urich resalta el hecho que la protección de animales sea enarbolada desde muy diversas ideologías. Basta repasar los nombres de los presidentes de la república que tomaron esta bandera: Sarmiento, Mitre y Perón. Mitre, con una participación secundaria, forjó el primer eslogan del proteccionismo argentino: “Justicia hasta para los animales”. En Los perritos bandidos se insiste en la diferencia de concepto con otra frase propagandista: “Sea compasivo con los animales”. La última tiene un matiz ligado a la caridad mientras que la primera supone derechos.
La risa y la burla han sido muchas veces la primera reacción ante propuestas legislativas en favor de los animales. En Irlanda, en 1821, cuando se intentó promover una norma que evitara el maltrato a caballos, las carcajadas impidieron oír lo que se decía y hubo luego una seguidilla de comentarios irónicos. Sin embargo, en el mismo recinto se aprobó, al año siguiente, una ley con un sentido similar.
Aún suele ser objeto de risa el vínculo de Perón con sus caniches, que tantas veces lo acompañan en fotos, sobre todo, durante su exilio en España. El título del libro de Urich está tomado de una carta, no se sabe si apócrifa, en la que Perón le pedía a Nelly Rivas que cuidara a sus perros: “Los quiero mucho a esos perritos bandidos”. Cuando el diario Clarín publicó esas palabras, diez días después del golpe del ’55, incitaron la burla no sólo de los antiperonistas, sino también de los partidarios de Perón.
Cuando demasiados años después el General pudo volver al país, el viaje se hizo en dos aviones. El primero, desde ya, lo transportaba a él con toda una comitiva. El segundo, según dice Julián Licastro y Urich cita en su libro, “llevaba cuestiones de mudanza, documentación y muchos de los animales de los que Perón no se quería desprender: patos, pavos, además de, obviamente, sus perros”. Cuando vio esos dos aviones en el aeropuerto de Barajas, Licastro pensó que aquello era “el arca de Perón”.
Datos y anécdotas así aporta el libro, poco tratados o desconocidos por completo. Ni siquiera son muchos los que saben que la ley de protección de los animales que está vigente fue promulgada a instancias de Perón, en 1954. Lo que la hace particularmente valiosa es que se trata de un tipo de normativa que rige para todo el territorio nacional, con supremacía sobre las normas provinciales. Urich cree que esta ley no tuvo difusión suficiente dado el momento en que se aprobó: pocos meses antes del golpe de Estado.
A la investigadora le resultaba llamativo que Perón, con el cariño que le tenía a los animales –por ejemplo, alimentaba todos los días a las palomas en una ventana de la Casa Rosada–, hubiese demorado años en promover una legislación sobre este tema. Y halló que, en realidad, ya lo había intentado, sin éxito, en 1947 y 1951. Al parecer, muchos sintieron un clima favorable para el proteccionismo durante los primeros dos mandatos de Perón. Hasta le formulaban pedidos asociando la frase “justicia hasta para los animales” con los derechos de los desposeídos. Sin embargo, una mancha quedó en el legajo proteccionista de Perón: la firma de un decreto que permitía el tiro a la paloma.
Urich se toma unos segundos, hace la cuenta y dice que le llevó tres años la investigación para el libro. Ella fue miembro de la ONG Club de Animales Felices, fundada en 1988 y muy activa durante los ’90. “Conocía bien lo que había ocurrido en las décadas de 1980 y 1990. Había una serie de personajes vinculados al proteccionismo que resultaban pintorescos o, en algunos casos, bastante siniestros. Me pareció que había historias atractivas para contar, pero que hacía falta remontarse al pasado para explicar ciertas cosas. Y así fui yendo cada vez más atrás, hasta el origen (institucional, por lo menos, que era lo que más me interesaba) de la protección de animales en el país. Conocer esta historia permite entender algunas actitudes de la actualidad, por qué está tan presente la protección de animales en Argentina, por qué hay una tradición diferente a la de otros países”.
Urich se ha dedicado al diseño gráfico y también a la escritura de libros para chicos, al cine y al teatro. Escribió con Roberto Etchepare una biografía de Chico Buarque y en 2010 publicó Escuchen, lectorcitos: La Biblioteca Infantil General Perón. Ahora está haciendo una investigación histórica sobre cómo circuló y fue recibido La razón de mi vida, el famoso texto de Evita.
Los choques y encontronazos parecen una constante en la historia argentina de las sociedades protectoras de animales. Durante la larguísima y muy activa presidencia de Ignacio Albarracín en la SAPA, un grupo de socios decidió apartarse y fundar otra organización: la Sarmiento. Resultaron mucho más comunes las disputas y los celos entre las dos entidades que la colaboración. Además, usualmente personas ajenas las confundían o creían que eran una misma y única institución. Claro que las protectoras se fueron multiplicando y algunas trabajaban asociándose en casos puntuales o de manera más continua, pero solían asomar chispazos. En particular, con respecto a un tema: la superpoblación de perros.
Con la primera invasión inglesa (1806), llegó a Buenos Aires la rabia canina. La enfermedad se mantendría en forma endémica, según el libro de Urich, 178 años. Junto a otros peligros, ésta fue en su momento la principal causa para que se buscase controlar la superpoblación canina. Y la solución fue, durante décadas, la matanza, a cargo de los municipios. Hubo protectoras que la apoyaban e incluso la impulsaban en tanto otras la combatían; sobre todo, cuando quedó demostrado que los programas de esterilización atacaban la causa y resultaban mucho más efectivos, a la vez que menos crueles.
Clara Leloir Unzué de Menditegui llegó a la presidencia de la Sarmiento en los años ’60, cuando la entidad venía cuesta abajo. (Si al inicio los miembros y las autoridades de las protectoras eran casi exclusivamente varones, las mujeres fueron haciéndose lugar con pioneras como Rosa de Pierángeli, que combatía la vivisección.) Leloir Unzué tuvo que abandonar la presidencia de la Sarmiento en 1973, por la fuerza, cuando se hallaron unos setenta perros muertos (en su mayoría, entregados por personas que creían que la entidad les encontraría dueño) a los que les habían inyectado una droga que mata provocando mucho sufrimiento, pero que es muy barata y se aplica fácil.
Años después, a raíz de una investigación que había iniciado una persona casi por accidente y que terminó implicando todo un despliegue policial, encontraron que Leloir Unzué seguía practicando por su cuenta, con algunos colaboradores, en un domicilio privado, matanzas de perros y utilizaba la misma droga. No hablamos de acortar el sufrimiento de un animal próximo a morir, sino de perros sanos que le entregaban de buena fe quienes no podían cuidarlos.
En el libro y también al conversar, Urich hace especial hincapié en los intereses que se ponen en juego alrededor del proteccionismo. Habla, en particular, de la presión de los colegios de veterinarios, que han puesto mucha energía en evitar la atención pública y gratuita de animales, sea en el caso puntual de la esterilización o en propuestas más amplias. Aunque no lo dicen así, los colegios consideran que esas iniciativas traerían una suerte de “competencia desleal” para quienes cobran los servicios. Y la autora de Los perritos bandidos también subraya que los proteccionistas, más que tomar a su cargo la solución de problemas, deben exigir que el Estado se ocupe.
“El proteccionismo de animales es muy particular”, comenta. “Cada proteccionista piensa que todo empezó con él. En campos más amplios, como la ecología, hay otro tipo de relación con el camino recorrido”. Ese camino ahora quedó registrado con detalle, inteligencia y gracia en su libro, que ya va por la segunda edición y cuenta con prólogo de Raúl Zaffaroni.
Otro punto notable de Los perritos bandidos es que, salvo algunas excepciones (por ejemplo, cuando relaciona las siglas de la Triple A con las de la Asociación Amigas de los Animales, que tenía entre sus filas a la esposa del nazi Walter Kutschmann y donaba cámaras de gas para matanzas de animales), hace un planteo equilibrado, no muestra ánimo de evangelizar a los lectores, más allá de que, sin lugar a dudas, tiene una clara mirada de respeto hacia los animales.
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