Domingo, 10 de julio de 2016 | Hoy
SERIES > THE GIRLFRIEND EXPERIENCE
Los trece capítulos de The Girlfriend Experience exploran la prostitución de lujo con Riley Keough –la talentosa y bella nieta de Elvis Presley– como protagonista y bajo la dirección y guión de Lodge Kerrigan y Amy Seimetz. La apuesta es un juego de espejos entre el mundo diurno jurídico corporativo y las más francas transacciones nocturnas. En su laconismo y su desinterés por la psicología, la serie resulta tan misteriosa como la lógica financiera que nos atraviesa.
Por Paula Vázquez Prieto
Una mujer camina lentamente por un pasillo angosto y apenas iluminado, inmerso en tonalidades ocres y decorado con cuadros dispuestos de manera simétrica. Solo vemos parte de su espalda, su nuca queda cubierta por el pelo recogido. Su andar es pausado pero firme hasta que se detiene frente a la puerta de lo que parece ser una habitación de hotel. Golpea y alguien abre. “¿Dónde está el tipo?, le pregunta a la chica que la recibe algo distraída. “Se fue a una reunión pero dejó la tarjeta de crédito”. Esa imprevista travesura definirá la entrada de Christine (Riley Keough –la hermosa actriz es hija de Lisa Marie Presley y nieta de Elvis–) en un mundo en el que, más allá del sexo y el dinero que lo rigen, también serán sus propias reglas las que se impongan. The Girlfriend Experience es algo más que la reactualización del ambiente de la prostitución de lujo que Steven Soderbergh exploró en 2009 en aquel docudrama indie con Sasha Grey a la cabeza. Poco queda ahora de aquella verborragia de sus protagonistas, de aquellos tenues lazos afectivos y de aquel intento por ofrecer una única metáfora del mundo actual dominado por la lógica financiera. La serie creada por Lodge Kerrigan (director de películas independientes como Clean, Shaven y Claire Dolan y series como The Americans o The Killing) y Amy Seimetz (actriz y productora que aquí interpreta a la hermana de la protagonista) explora con una inusual lucidez un mundo en el que habitan personajes concretos y reales, cuyo misterio no es el de la lógica que los preside sino el de su propia existencia material.
Con solo 13 capítulos, filmada en la ciudad de Toronto pero ambientada en Chicago, y producida por la cadena Starz, The Girlfriend Experience cuenta la historia de Christine, una joven veinteañera que estudia abogacía y busca trabajo en una firma especialista en patentes médicas, que tiene sexo ocasional y comparte un departamento con un ex novio, y que, al mismo tiempo, convierte el coqueteo con el sexo pago de la mano de una compañera de estudios en una entrada profesional en el mundo de la prostitución. Al inicio todo parece parte de un juego en el que las reglas se aprenden cuando ya se está sentado frente al tablero. Christine se siente seducida por el hotel de lujo en el que la recibe Avery (Kate Lyn Sheil), por el room service y las batas blancas, por ese ambiente pulido y aséptico que esconde sus oscuridades en el revés. Así nace su alter ego, Chelsea, que cobra forma a través de un book en internet, que adquiere los servicios de una intermediaria que funciona como manager, que se muda a un nuevo departamento amplio e impersonal. La doble vida de Christine/Chelsea permite a la serie un juego de espejos que evita profundidades superfluas y motivaciones trascendentales: importa la fisicidad más que la psicología, el gesto más que la palabra, el movimiento más que la motivación. De pronto, todo para Christine se convierte en apariencia, todo se rige por esa superficie vidriada que domina empresas y restaurantes, que torna opaco aquello que parece límpido.
Una de las claves de The Girlfriend Experience es la compleja personalidad de Christine y la lúcida interpretación de Riley Keough. Christine podría ser la hermana menor de aquellas mujeres chabrolianas que tomaban prestados los rostros de Stéphane Audran o Isabelle Huppert para ofrecer una gélida visión de enigma y apatía que oculta, tras los pliegues de la mirada y la gestualidad, el torbellino de sus sordas emociones. Al igual que en aquellas, la intimidad de Christine se reconstruye como un rompecabezas: su familia se intuye en conversaciones telefónicas y visitas fugaces, sus lazos afectivos se dispersan de manera mecánica y ecléctica sin ofrecer clave alguna para la interpretación de sus actos o decisiones. Lo único que ofrece Christine/Chelsea es su fenomenología, sus rasgos perfectos esculpidos en hielo, sus gestos tenues, su mirada intensa y penetrante, enigmática, indescifrable. Su gozo en el sexo o en la conquista de sus deseos es difuso, ambivalente; sus orgasmos son solitarios, como su vida frente a la computadora. Su cuerpo se pierde en la multitud de estudiantes o en los infinitos pasillos de la compañía en la que aspira a ascender y solo es real y concreto frente a otra mirada, a otra que no es más que el reflejo de la propia, de la que única que parece importar.
“Ellos solo quieren escuchar sus propias palabras”, le dice Christine a Avery mientras se prepara para una entrevista de trabajo como pasante de abogacía. Esa idea del lenguaje como mera repetición de frases hechas, como vaciado de sentido, otorga verdadera importancia al silencio. En su vida diurna, Christine sabe que el lenguaje opaca la verdad en sus vericuetos, por ello evita todo rastro de locuacidad y se imita a expresiones lacónicas y concisas, apenas expresivas. Su aparente falta de emoción en realidad expresa su propia conciencia de la mentira de toda representación. Por ello, cuando de noche se convierte en Chelsea, sus juegos eróticos se nutren de la palabra, ahora convertida en herramienta de seducción. Chelsea sonríe y actúa para quienes le pagan, representa su papel con convicción y profesionalismo. Esta dualidad nunca es esquizoide porque el extremo racionalismo de la puesta en escena nos deja en claro que no hay dos mundos sino uno, que es el mismo que se oculta y se revela. Es de día cuando la despiadada lógica competitiva de las empresas y sus instrumentos jurídicos se disfraza en sonrisas y amabilidad, es entre esas paredes hospitalarias donde se cuecen las estafas multimillonarias y se idean las trampas más sofisticadas. En cambio, de noche, Chelsea se mueve como pez en el agua, las transacciones son más claras pese a su aire de juego de rol.
No hay nada moral en la mirada que ofrece la serie pese a que nunca olvida el estigma social que eso conlleva. Lo que resulta verdaderamente complejo no es cómo ella se define en los tensos límites de sus personalidades, o en los ambiguos términos de sus deseos, sino la consciente demostración de un misterio que escapa a toda posible explicación. Cuanto más se esfuerza la cámara por entender eso que subyace a sus expresiones y comportamientos, más descubre que no hay nada que entender. Es que, en realidad, son esas limitaciones al entendimiento las que quedan para siempre al descubierto.
The Girlfriend Experience se da en los servicios On Demand, en el paquete FOX+ (están subidos todos los capítulos, en el canal FOX1). En Cablevisión Play cablevisionplay y en DirecTV Play directvplay.com
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