Domingo, 17 de julio de 2016 | Hoy
Por Fernanda García Lao
Si lo primero fue la palabra, la Historia comenzó tardísimo. Los gruñidos anteriores quedaron afuera. Hubo que esperar a que se nos acomodara el hocico para decir algo y que ese algo fuera imitable, repetible y se contagiara al resto. Hubo que saber modular y hacer figuras con la lengua. La sutileza era imprescindible, si se abría mucho la boca la palabra no se hacía. Mejor retener el aire y soltarlo con cuentagotas que eructar un chillido.
Y el silencio, qué. ¿Acaso no sirve? Los animales mudos a simple vista, como los insectos, salvo ruidosas excepciones, no fueron tomados en cuenta. ¿O son derivaciones del lenguaje? Qué fue primero, ¿la hormiga, o la palabra que la nombra?
Para Burroughs, la palabra hablada no bastaba. Nos hacía falta la escritura. Ese virus, según él, que albergamos como un parásito en nuestra células con tanto éxito que pensamos que es parte de nosotros. Siguiendo su lógica, los analfabetos son gente sana. Que no ha sido contagiada o ha derrotado a la palabra escrita. ¿Con qué? De oralidad también se vive.
Lo que no se cuenta no existe, sugieren algunos. Pero Dios, su palabra, es contado a pesar de lo monumental de su ausencia. Siglos hablando de alguien que no está. Un borrado. ¿Creador arrepentido? El mundo no tiene autor a la vista. Es un anónimo.
Entonces, apareció la literatura. Para decir lo que no es. Inventa espejismos pero lo hace recurriendo a la verosimilitud. Usa la verdad como trampolín para saltar hacia otro lado. Y no se conforma con crear historias, se propone interferir en las ideas. Hacer palabras. Imponer lo que no existe con la potencia del que sí está. La literatura le quiebra la mano a Dios.
La quijotada irrumpe en el mundo a partir del siglo XVI. ¿Cómo se decía antes? De Sade, sadismo. De Von Sacher-Masoch, masoquismo. Balzac populariza un modo de contar. La verdad en entregas. A mediados del XIX, Flaubert inventa el bovarismo, ese estado de insatisfacción crónica, no sólo femenino, derivado de la disparidad entre las aspiraciones personales y la realidad. El fondo del mar lleva la firma de Julio Verne y la imagen que tenemos de Marte es una creación de Ray Bradbury. Más acá, los mataderos son de Echeverría y los locos, de Arlt.
Me digo que el autor no importa, que la humanidad devora ese tipo de dioses hasta aniquilarlos y hacerlos invisibles, una generación tras otra. El autor se convierte en perversión, o su personaje en fenómeno. El mundo se acomoda rápido. No hay que leer a Sade para entender el sadismo.
Según Shelley, citado por Borges, todos los poemas son un solo poema infinito que los poetas y el tiempo escriben en fragmentos. Sin embargo, todos queremos firmar nuestra parte. Que quede constancia de nuestro nombre. ¿Será que pretendemos un mercado o algunos fieles, aunque seamos profanos y la profanación, base de nuestra naturaleza?
Y qué pasa con la palabra mal escrita en estos tiempos de ferocidad virtual. Como apunta Nicolas Bourriaud “Si la autopista permite efectivamente viajar más rápido y con eficacia, también tiene como defecto transformar a sus usuarios en meros consumidores de kilómetros y de sus productos derivados”. Somos gente sin tiempo. La aceleración también licua las palabras. La humanidad escribe con apuro en soportes descartables. Nunca se escribió tanto y tan mal. Pero si el arte es diálogo, de qué hablamos cuando escribimos a medias. ¿La sintaxis tiene dueño?
A pesar del apuro, o a partir de él, hay necesidad de decir. Y más escritores que lectores. A nadie se le niega una novela. Prolifera el deseo de verse por escrito, como si la edición fuera una prueba de nuestra existencia. Pero Harold Bloom nos advierte: toda escritura es una reescritura. La sombra de la palabra se proyecta desde el principio y quien la usa no es más que una ruta por la que ella se traslada.
Después del intento de virtualizar la literatura, el mercado está reconociendo su fracaso. Contra la masticación acelerada, los lectores, especímenes en vías de extinción, seguimos prefiriendo el papel. Y los escritores también. Somos consumistas de objetos. A la palabra escrita, pero sin cuerpo tangible, pareciera que se la lleva el viento. Los libros, como el sexo, tienen olor. No es lo mismo ver porno por internet que practicarlo.
Hace una semana, un remisero me preguntó a qué me dedicaba. Escribo, respondí. Qué. Ficción. Para qué. No sé, le dije, tal vez porque no entiendo. ¿Y escribiendo entendés? No, pero hago el intento. Es como practicar buceo sin agua. El tipo corrigió el espejo retrovisor para enfocarme. Ah, una locura, me dijo. Sí, le respondí. Una locura, pero con sistema. El tipo tragó saliva. Qué pena que ya nadie lea, ¿no? ¿Te molesta si pongo la radio?
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