Domingo, 17 de julio de 2016 | Hoy
CINE > TARZáN DE LOS MONOS
Desde su nacimiento en 1912, en la primera novela por entregas que publicó Edgar Rice Burroughs en la revista The Al.-Story, Tarzán de los monos no ha dejado de fascinar una y otra vez a la cultura de masas. El cruce entre civilización y naturaleza salvaje, una mirada sobre el colonialismo en el Africa y el amor romántico no exento de sexo, lo consolidaron como uno de los iconos inamovibles del siglo XX difundido ampliamente por el cine y la televisión. En la última versión que ofrece La leyenda de Tarzán, dirigida por David Yates, responsable de las últimas cuatro entregas de la saga de Harry Potter, se recupera el costado más pulp del personaje, con el sueco Alexander Skarsgard encarnando un Tarzán de super acción moderno y ecológico.
Por Diego Brodersen
Tarzán siempre vuelve. En realidad, nunca se termina de ir. Desde la publicación por entregas de la historia seminal en la revista mensual The All-Story, allá por 1912, la más famosa creación del prolífico novelista norteamericano Edgar Rice Burroughs ha acaparado la atención de varias generaciones, tanto en su formulación escrita original como en las pantallas de cine y televisión. Si a ellas se les suman las incursiones en la historieta, la música y los juegos (de mesa y de video), además de la incorporación de algunos tópicos y situaciones en el habla cotidiana, resulta evidente que, más que una franquicia o un personaje de ficción famoso, el bebé criado por simios africanos, educado en las artes de la supervivencia en la naturaleza más salvaje y doctorado con honores en el arte del salto con liana, es fundamentalmente un icono de la cultura de masas del siglo XX, que ahora continúa su derrotero triunfal luego del cambio de milenio. Pero lo cierto es que, más allá de su nacimiento a comienzos del siglo pasado, muchas de las características del relato –sin exagerar, una parte relevante de su cosmovisión– tienen una pata firmemente apoyada en el XIX. Tarzán de los monos, la novela, es un ejemplo perfecto del relato tradicional de aventuras, pero es también hija dilecta de las teorías evolutivas de Darwin, del cientificismo a ultranza, de la obsesión por la nomenclatura biológica del reino Animalia. Y también de las teorías de Cesare Lombroso. “Kala era la pareja más joven de un macho llamado Tublat (…) A pesar de su juventud, era grande y poderosa, un animal espléndido y bien proporcionado, dueño de una frente alta y redonda, que denotaba una inteligencia superior a la de la mayoría de sus congéneres. Por eso, también, era dueña de una capacidad superior para el amor y el dolor maternos. Pero seguía siendo un mono, una bestia enorme y feroz de una especie cercana al gorila, aunque más inteligente; que, junto a la fuerza de sus primos, transformaba a su tipo en el más temible de los progenitores del hombre”. Así describe Burroughs a la madre adoptiva de Tarzán, hijo biológico de una pareja de ingleses abandonados a su suerte en una remota y salvaje región africana, rescatado con apenas un año de existencia de una muerte segura. Será la superioridad intelectual del hombre por sobre los monos lo que, eventualmente, permitirá que el hombre-mono no sólo sobreviva a toda clase de peligros e inclemencias, sino que, incluso, se transforme en el líder de sus hermanos putativos. Supervivencia del más apto, evolución genética, logros de la inteligencia humana.
Pero cada época tiene su Tarzán. En otras palabras, el personaje fue adaptado y moldeado para enfrentarse a distintos contextos y sensibilidades: de representante de la supremacía blanca a referente de la ecología y la defensa de los derechos de los animales; de sex symbol salvaje y primitivo a cruzado del amor romántico; de portador de instintos olvidados por el hombre civilizado a héroe de acción moderno, multipropósito. El propio autor continuó sus aventuras con veinticuatro novelas de su completa autoría, sin contar los otros textos aprobados por él mismo o sus descendientes y autorizados para formar parte del canon oficial. De El regreso de Tarzán a Tarzán y los gemelos, el hombre salvaje viajó a lo largo y ancho del mundo, recuperó su nombre familiar -John Clayton, Lord de Greystoke-, se casó con su amada Jane, tuvo un hijo, fue perseguido por un par de pérfidos rusos y participó de dos guerras mundiales, enfrentando a enemigos alemanes y japoneses con su proverbial instinto, coraje y fuerza.
La popularidad del personaje hizo que la naciente industria de cine adaptara muy tempranamente sus hazañas: ya en 1918, con cinco novelas publicadas, Tarzán de los monos llegaría a las pantallas silentes del mundo, seguida un año más tarde por una secuela y un puñado de films y seriales producidos durante los años 20. La cruza de romance, acción física, peligros de todo tipo y origen (natural, animal y humano) y parajes exóticos era demasiado fuerte para resistir el paso de la palabra escrita al cine y son precisamente esos mismos ingredientes los que han permitido que la supervivencia de Tarzán como personaje, hasta nuestros días, haya resultado relativamente sencilla. A ello habría que sumarle su versatilidad: si Tarzán fuera una mezcladora de audio, bastaría con subir y bajar algunos de los controles para obtener la versión animada y para toda la familia de Disney, Tarzán (1999), o la adaptación en clave “valijera” dirigida por John Derek en 1981, Tarzán, el hombre mono, pergeñada como vehículo para su esposa, la estrella del erotismo blondo Bo Derek. O bien cualquiera de las doce correrías protagonizadas por Weissmuller durante los años 30 y 40 y la encarnación más prestigiosa y presuntamente realista de la historia, Greystoke:la leyenda de Tarzán, rey de los monos (dirigida por Hugh Hudson), que en 1984 se proponía como el Tarzán que venía a desplazar a todos los tarzanes previos. Algo así como la versión definitiva del hombre mono cinematográfico.
A pesar de ello, el Tarzán más reconocido y recordado de la historia sigue siendo el encarnado por el atlético y musculoso ciudadano austro-húngaro (nacido en territorio actualmente rumano) Johnny Weissmuller. El hombre y su grito, creado –según reza la leyenda– en los estudios Metro Goldwyn Mayer en base a una mezcla de sonidos retocados (una hiena, un perro, un violín, entre otros) y con un particular regusto a canto tirolés. Tarzán, el hombre mono, dirigida por W.S. Van Dyke y estrenada en los Estados Unidos en abril de 1932, es el resultado de un interés cabal en el cine de aventuras, en la mezcla de exotismo, violencia y sexo que esos tiempos de escasa censura permitían llevar a la pantalla como entretenimientos familiares. Además de un desorbitado interés por los monos gigantes, por cierto: King Kong, que retoma algunos de los tópicos de Tarzán –entre otros, la idea central de la visita a un paraje nunca pisado por el hombre blanco–, llegaría apenas un año más tarde y el mismísimo Cecil B DeMille incluye una breve escena con un simio gigante y una humana semidesnuda en su superproducción bíblica El signo de la cruz. Tarzán, el hombre mono y su secuela, Tarzán y su compañera (1934, dirigida por Cedric Gibbons), tal vez las mejores películas basadas en la creación de Burroughs, conjugan esa fascinación por la aventura en lugares lejanos encarnada por sendos contingentes de cazadores y oportunistas, hijos dilectos del empresariado colonialista, obsesionados con llegar a un mítico cementerio de elefantes, posible cantera de incontables toneladas de marfil. Tanto en un film como en el otro, el hombre blanco atraviesa territorio virgen sin importarle en lo más mínimo el avasallamiento de la flora y fauna natural y, menos aún, el uso y abuso de los habitantes del lugar como changadores, lanceros de ocasión o “animales de carga”. Elemento que al espectador contemporáneo puede antojársele como políticamente incorrectísimo, tanto como el escaso interés por la vida de los animales en la ficción. Signo de los tiempos, el contraste con la versión de 1984 -a su vez, una de las más fieles a la novela original- no es menor; allí, el Tarzán encarnado por Christopher Lambert es plenamente consciente de la armonía del ecosistema selvático y de su desequilibrio ante la aparición de la civilización.
Los tarzanes modelos 32 y 34 terminan involucrados en sendas masacres de humanos y animales, blancos y negros, civilizados y bárbaros, en un par de escenas extremadamente salvajes y –por esa misma razón– excitantes. Tan estimulantes para los sentidos del espectador como la tensión erótica entre el héroe y la heroína, que ese periodo previo a la aplicación del Código de Producción (el sistema de autocensura que dominaría Hollywood durante tres décadas, conocido familiarmente como Código Hays) permitía representar con bastante franqueza. Ver el minúsculo traje que luce la actriz Maureen O’Sullivan durante casi todo el metraje de Tarzán y su compañera y la escena (filmada pero no incluida en la versión final, recuperada décadas más tarde) de nado submarino en completo estado de desnudez. Si en Tarzan, el hombre mono la primera mirada entre los integrantes de la futura pareja arbórea refleja el flechazo del deseo sexual de manera frontal y directa, el flashback que recrea el primer encuentro entre Tarzán y Jane en la nueva versión, que se estrena este jueves, lo que reina es el encanto de la seducción cortés, el florecimiento del amor romántico en su máxima expresión.
Vivimos eras menos salvajes, más eufemísticas, al menos en las pantallas aptas para todo público.
La leyenda de Tarzán, la última encarnación del rey de los monos, posee un par de virtudes escondidas entre una docena de evidentes defectos: no intenta ni por asomo encaramarse en el trono de la “versión definitiva” de la historia y recupera parcialmente el costado más pulp del personaje. Dirigida por David Yates, el responsable de las últimas cuatro entregas de la saga de Harry Potter, el film encuentra a su protagonista (encarnado por el sueco Alexander Skarsgård, el hijo más famoso del también actor Stellan) completamente adaptado a la civilización londinense de 1888, conviviendo junto a su esposa Jane Parker/Clayton (la actriz australiana Margot Robbie) en la tranquilidad de una Britannia que todavía disfrutaba de su esplendor imperial. La noticia de que un enviado del Reino de Bélgica anda haciendo estragos en el Congo impulsa a la pareja a emprender viaje hacia el continente africano, acompañada de un emisario del gobierno norteamericano, interpretado con usual soltura por Samuel L. Jackson. Allí deberán enfrentarse a diversos peligros, en particular al vicioso Leon Rom (Christoph Waltz en estado de villanía “de taquito”), esclavista empedernido a cargo de la explotación de recursos minerales del lugar que, a falta de un elemento más tradicional, suele utilizar un rosario cristiano como arma letal. Tan rutinario es el punto de partida y el desarrollo del relato que el guión perfectamente podría haber sido el inicio de alguna de las secuelas inferiores del Tarzán de Weissmuller o de aquel otro interpretado por Gordon Scott en los años 50 (o por Ron Ely en la serie televisiva de los 60). La historia del pasado del hombre mono en la selva es retratada mediante una serie de flashbacks que parece pensada para aquellos espectadores que desconocen por completo el origen del héroe, pero no quieren detenerse demasiado en esas naderías y retrasar la presencia de la superacción. Anecdótico o no, resulta interesante que tanto Rom como el personaje interpretado por Jackson (George Washington Williams) se hayan basado muy libremente en personas de carne y hueso que estuvieron, indudablemente,en veredas ideológicas diametralmente opuestas.
El Tarzán versión 2016 es ecologista, anti esclavista y defensor de la tolerancia ante las diferencias entre razas (tanto animales como humanas), alguien capaz de lanzarse desde cientos de metros de altura, alcanzar un tren en movimiento desde una liana o derribar él solito a dos docenas de soldados. Un héroe de acción moderno que, sin embargo, sigue manteniendo algunos atavismos de los viejos tarzanes, en particular el respeto por sus pares simiescos y la comprensión del comportamiento de los otros animales: nuevamente, como en tantas otras ocasiones, Tarzán es ayudado por elefantes, bueyes, monos y leones, creando una estampida de características gigantescas en el clímax narrativo(por supuesto, casi todos los animales son digitales, otro signo de los tiempos que corren).Finalmente, para aquellos que se lo pregunten casi como una cuestión existencial… no hay Chita ni descendencia directa haciendo las veces de alivio cómico. Pero, ¿han cambiado tanto los tiempos? ¿Sigue siendo relevante o, por el contrario, el personaje se ha convertido en un anacronismo andante y volante? La enésima encarnación del héroe de la selva demuestra que, más allá de los valores y deméritos de la película, la figura de Tarzán es poco menos que inmortal. Al fin y al cabo, la figura musculosa de un hombre blanco en plena posesión de su físico, espíritu e intelecto sigue resultando envidiable y vendedora.
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