Domingo, 17 de julio de 2016 | Hoy
PINTURA > ANA SOKOL
A principios de los ‘60, Leonor Vassena y dos amigas fundaron una galería de arte naïf en un departamento céntrico. Recorrían la ciudad buscando talentos indisciplinados, a los artistas ingenuos. En una de esas recorridas dieron con Ana Sokol, una peluquera y pintora ucraniana: le armaron una muestra, gozó de breve fama y pronto cayó en el olvido. Ahora rescata su obra la artista Paola Vega, que se puso en contacto con los dueños de más de una docena de pinturas de Sokol y con ese material organizó una retrospectiva en la galería Formosa. Y vuelven a verse estas misteriosas pinturas sobre la naturaleza, las costumbres familiares, los animales, con un poco de Ucrania en vestidos y rasgos; todo en cuadros gastados por el tiempo que alguna vez recibieron premios y hasta el elogio de Manuel Mujica Lainez, amigo y cliente de la artista.
Por Claudio Iglesias
Pintura ingenua: arte naïf o dominical. Outsider art, arte indisciplinado. Y tantos otros nombres para un tipo de arte que no se anima a decir su nombre: el de quienes se dedican a pintar sin saber, o saben pero no se dedican. O son un poco desadaptativos con el aparato institucional del arte. Ahí están los ingenuos: los hay en las islas del Delta, en el monte misionero y en los barrios de las afueras de Bariloche. También en el microcentro, entre financieras y puestos de panchos. Son los artistas espontáneos o, como se dice en algunos países, empíricos. Porque no tienen teoría o fingen no tenerla, y sostienen una relación estrictamente personal con el concepto de arte. No se los considera mucho y, cuando se los considera, se les adjudica una actitud improductiva: la de no hacer en serio lo que hacen, no meter la cuchara en el guiso. Los ingenuos casi siempre caen olvidados, salvo unos pocos exponentes del género. Sólo los recuerdan los familiares y amigos; sus cuadros quedan colgados en livings o bodegones, maltrechos e indefensos frente a las emanaciones vaporosas de la cocina, sus nombres y fechas olvidadas como botellas de vino de las que se hubieran borrado las etiquetas. Hasta que una llave calza en la cerradura, la puerta se abre y un mundo de imágenes reclusas vuelve a ver la luz.
Leonor Vassena y dos amigas, en 1963, decidieron fundar una galería de arte naïf en el departamento céntrico que usaban para trabajar. La galería se llamó por eso El Taller, y quedaba en la calle 25 de mayo. Las tres amigas tenían todo un método para encontrar el talento ingenuo: salían en auto sin mucho rumbo, casi siempre en dirección a La Boca, a preguntar en bodegones por los artistas del barrio. Así fue que descubrieron a José Luis Menghi, un herrero de profesión cuyas naturalezas muertas todavía circulan en los remates. Vassena también se trajo a un artista de un viaje por Brasil (un pintor de camarones muy notorios) y también fueron conocidas las muestras de escritores que hizo la galería, donde se mostraron trabajos de Cortázar y Pizarnik, entre otros. Con ese espíritu amateur invencible fue que Vassena y sus amigas se encontraron con la peluquería de Ana Sokol, también en la calle 25 de mayo. “En el medio de la sala, el inmenso sillón a pedal se parecía a la silla eléctrica. En las paredes no cabía nada que no fuera un cuadro: Ana Sokol había desalojado antiguos retratos ovales, bandejas grabadas, varillas de láminas escolares para enmarcar sus cuadros llamados naïf”, escribió María Moreno sobre la peluquería. Sokol, la protagonista de esta historia, era una peluquera y artista que había nacido en Lvov, Ucrania, en 1902. En 1922, con su marido y sus dos hijos, emigró a la Argentina. Puso la peluquería en 1935, en lo que todavía era una calle de marineros y piringundines, pegada al río. Sokol pintó y tuvo amigos: Pichon Rivière, Mujica Láinez (un habitué de El Taller) y los personajes más desaforados que asistían al peculiar local a cortarse el pelo.
Tras su primer descubrimiento por Vassena y sus amigas, Sokol tuvo algunas muestras, llegó a aparecer en los diarios y hasta ganó un paradójico premio de pintura ingenua que alguna vez existió en esta ciudad, y del que queda como prueba un catálogo. Después cayó olvidada y sus cuadros se desperdigaron en el anonimato. Pero recientemente la volvió a invocar Paola Vega, una artista devota de otras artistas extrañas, que así buscando datos que llegó a encontrarse con Sokol. Vassena y sus compinches usaban un automóvil en sus viajes de campo a La Boca; Paola Vega utilizó internet. Averiguando se puso en contacto con los dueños de más de una docena de pinturas de Sokol y con ese material organizó una retrospectiva en la galería Formosa. Gracias a la publicidad que tuvo la inauguración, Vega pudo al fin entrar en contacto no solo con otras obras de Sokol (en manos de otras personas que se enteraron de la muestra), sino también con su nieta, su bisnieto y su tataranieto, que durante años había tratado de encontrar.
La ingenuidad es también una forma de escepticismo. Fernanda Laguna, en la guisa de Federico Manuel Peralta Ramos, afirma que el ingenuo no es el inocente. Ingenuo es quien descree del arte y sus instituciones, no quien no los conoce. “No es el que no conoce la ciudad, sino quien toma contacto con la ciudad y quiere volver a la naturaleza.” Porque esos son los temas del arte ingenuo: la naturaleza, las personas, las costumbres familiares, los animales domésticos o salvajes, los animales como personas. De todo eso hay en la muestra abarrotada y desigual de Sokol: una naturaleza suplementaria o adicional, hecha de reuniones familiares, brindis y muchas mascotas. Un poquito de Ucrania en los vestidos y los peinados; sonrisas y miradas de frente. Un arca de Noé, un baile, una familia de cuatro hijos, con cuatro cabras y cuatro gatos. Todo en tonos muy llanos, en cuadros descuidados por el tiempo. Paola Vega trabajó con estas imágenes en silencio y sin ninguna información sobre la vida o la familia de Sokol. Su nombre y las pinturas formaban un interrogante que se multiplicaba en cada imagen. El perro, ¿era su mascota? El hombre de barba, ¿un amigo, un cliente? ¿Las nenas rubias, quiénes son? Al hacer la muestra y los cuadros reencontrarse con los parientes, los enigmas comenzaron a responderse. La exposición en sí misma se convirtió entonces en una reunión familiar.
Los investigadores, sin embargo, le encuentran dos características a la pintura ingenua, en desmedro de su raigambre en la amistad y las relaciones personales: estas características son su unidimensionalidad (la violación de las reglas clásicas de la perspectiva) y su carácter no histórico. Ingenuo es aquel arte del que nada puede decirse, porque se encuentra desconectado de la historia del arte y sus peleas. Pero también es un arte que no puede fecharse, que no tiene línea evolutiva: es el arte como pudiera empezar a existir en cualquier momento, de la nada, con candor y aspereza. Y ahí está la utopía del arte ingenuo, su carácter irrealizado, orientado al futuro y a una idea del arte disociada de la industria del arte. Un arte puro pero imposible, o que solo sería posible en un mundo en el que no existiera el trabajo. “Un mundo inusitado brotó de sus pinceles”, escribió Mujica Láinez sobre Sokol. “Viejas lecturas bíblicas y nostalgias infantiles se sumaron a su memoria. Adán y Eva, el Arca de Noé, paisajes con cúpulas bulbosas, fueron apareciendo, multiplicándose, como en un sortilegio.”
El arte argentino de alguna forma es especialmente capaz de mirarse en el espejo perturbador de la ingenuidad. Quizás porque nunca prosperaron mucho las escuelas de arte y afines (la primera, fundada por Manuel Belgrano, fue clausurada apenas abierta, en la época de la colonia) y sobre ese terreno vacante fue que prosperó la idea ingenua. Y tal vez esa es la paradoja del arte argentino: que su tradición más fuerte radica en lo que se autopercibe espontáneo y sin tradición. Por eso el más ingenuo de todos fue un artista neovanguardista muy recordado, que decía cantar sin saber cantar y pintar sin saber pintar. “Toquen así nomás, sin afinar”, les indicaba a sus músicos Peralta Ramos. También decía: “el arte es tener talento para vivir una vida maravillosa”. No era una frase inocente: más bien un manifiesto de la ultraingenuidad.
Aunque la actitud más corriente frente al arte ingenuo sea la de elevar los ojos en un gesto de fastidio: otra vez la idea de que hay un arte opuesto a la maraña de novedades de las galerías y los museos. Otra vez la mala conciencia de la industria sublimada en objetos apocados y artesanales que reposan en silencio. Piensen en Peter Doig, uno de los pintores más caros de Europa, y sus sueños de pintor tropical desatado. Piensen en la impronta de la mala pintura sobre la historia de la pintura, a contar desde Basquiat y Kippenberger. O piensen en Pablo Suárez, junto a Miguel Harte y Marcelo Pombo, sosteniendo entre los tres un huevo frente a la cámara, en la foto que se sacaron para una de las muestras más recordadas del arte de los noventa en Buenos Aires. Y en tantas otras reencarnaciones de la idea ingenua que no quedaron dispersas en bodegones y peluquerías, sino que prosperaron, como esporas bajo un viento adecuado, del boliche y el living al corazón del sistema del arte.
Piensen, sobre todo, en lo que quedaría del arte si se le sustrajeran los principios ingenuos de Peralta Ramos: que el arte es talento y que el talento está en el corazón. Quedaría el sistema del arte sin el arte, una cáscara de formularios, procedimientos institucionales, comprobantes de inscripción al monotributo y proezas retóricas poco convincentes. Tal vez es que con la ingenuidad sola no alcanza, pero sin la ingenuidad no hay nada.
Al respecto Denis Diderot tenía una frase que la curadora de la muestra recuerda: “Todo aquello que es verdadero no siempre es ingenuo pero todo aquello que es ingenuo es verdad, con una ingenuidad picante, rara y original”.
Ana Sokol un proyecto de Paola Vega se puede visitar los lunes y viernes de 17 a 20 en Formosa, Delgado 1235, Colegiales.
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