Domingo, 24 de julio de 2016 | Hoy
Por Juan Forn
Hay personas que son capaces de soportar las más altas temperaturas del fuego y a la vez se pueden agrietar o romper por nada. Cuando esas personas hacen cualquier cosa relacionada con el arte, lo que sale merece siempre nuestra atención, porque en eso que hacen ponen todo lo que tienen: no saben retacear, no pueden –aunque ardan–.
Yo conozco una persona así. Es mi prima Sofía. En realidad es sobrina, pero yo la prefiero prima porque la veo en pie de igualdad generacional: sus cosas y mis cosas ocurren a la vez, ella de un lado de la cordillera y yo del otro, con unos cuantos kilómetros de por medio. Ella me pregunta por el mar que tengo ahí nomás de la puerta de mi casa, me pide que le describa las tormentas eléctricas con truenos y relámpagos que son un clásico de la pampa y la costa argentinas (“Sudestada again, beibi”) y a su vez me describe las puestas de sol más alucinantes a las que asiste (el smog santiaguino actúa como filtro y produce una variedad de colores que acá desconocemos) o esas mañanas chilenas cuando a la noche nevó y el aire se purifica y el cielo es de un azul que te parte los ojos.
Venimos los dos de una familia que habla poco, por no decir nada, de sentimientos y emociones; cada uno de los dos ha ido buscando por su lado un camino que le dé expresión a eso que el resto de la familia mantiene embotellado y lacrado con siete sellos. Nosotros, en cambio, hablamos de tormentas.
Sofía llegó a Chile embarazada de su primer hijo. En Buenos Aires pintaba. En la casa abandonada que había al lado de su primer departamento en Santiago, Sofía alquiló un cuartito para pintar. Pero el médico le prohibió todo contacto con el esmalte sintético. Sofía se pasó el embarazo en aquel taller, recortando obsesivamente papelitos de colores de revistas en ejercicios de color, de óptica, de textura, a la manera de Josef Albers. Dejó los pinceles por la tijera y el pegamento. Empezó también a juntar maderas rotas que había en aquella casa abandonada: se las llevaba a su tallercito y las manipulaba como si armara rompecabezas. Se estaba pasando un poco de revoluciones. Necesitaba usar cada vez más las manos, pero necesitaba una materia que fuese más maleable para sus manos.
La respuesta vino en forma de flashback, un fogonazo de la escena más nítida y primitivamente placentera de su infancia: el galpón de su abuela Guegue, donde ésta hacía sus cerámicas, la pasta húmeda de arcilla que Guegue le dejaba amasar y moldear con sus deditos (ningún otro nieto tenía permiso para entrar y tocar y quedarse). Sofía sintió en las manos lo que necesitaba y empezó a ir a un taller de cerámica en Santiago, y luego a otro y otro.
Porque la idea inicial era ir despacio, tomárselo con calma, pero la calma es para Sofía sólo un estado transitorio, volátil. Enseguida quiso forzar los límites: ver hasta dónde podía llegar con la materia, con la forma, con el horneado. Rompía piezas para rearmarlas o integrarlas a otras, empezó a necesitar más espacio. Terminó trabajando en taller propio, con horno propio. Ése fue uno de los dos momentos bisagra en este camino: cuando dejó de confiar a otros la cocción, cuando pudo empezar a lidiar ella misma con el fuego, a infringir a su criterio las leyes de temperatura en los esmaltes y las pastas, a estudiar las propiedades y las reacciones de los elementos: los alcalinos, los metales, los óxidos, las composiciones químicas. El otro momento bisagra fue una encomienda que le llegó desde Buenos Aires: Guegue le mandaba de regalo, de herencia, su propia caja de herramientas, sus estekas.
No sé si vieron las manos de Sofía. A veces me manda por mail fotos de lo que está haciendo; a veces viene alguna imagen que muestra cómo le quedaron las manos después de terminar una pieza. Las tiene llenas de cicactrices, la piel de los dedos es como la de los elefantes, arrugada y áspera. No usa anillos y tiene las uñas cortadas al ras. La pregunta que hace tiempo tratan de contestarse esas manos es: ¿qué pasa cuando la forma ya no responde a su forma?
Siempre hay algo que detona esa clase de preguntas, pero cuando ese algo ya la ha detonado descubrimos que la pregunta existía, sin forma, sin enunciación, desde antes. En el caso de Sofía, ese algo se detonó cuando murió Guegue. Viajó a Buenos Aires al entierro y, mientras el resto de la familia discutía por cada pieza de la herencia, ella encontró dos tacitas rotas del juego de café que había usado su abuela toda la vida, y se las llevó a Chile sin decirle nada a nadie, y en su taller unió con arcilla aquellas dos tazas por donde estaban rotas las asas. Kierkegaard decía que el problema de la vida es que hay que vivirla para adelante pero sólo podemos entenderla para atrás. Nos pasamos la vida haciendo eso.
Dice Sofía que no hay monasterios posibles dentro del mundo loco en que vivimos. Dice que sus piezas son –me encanta esta definición por la indefinición– “abstracciones que son algo”. Se lamenta seguido de no tener “la fuerza de un hombre” para vencer la resistencia del material. Sus mails y las fotos que traen parecen partes de un frente de batalla: hablemos de tormentas. Cada uno que me llega, me hace acordar invariablemente a aquella declaración famosa de Louise Bourgeois: “Desemboqué en la escultura –esto es tremendamente importante– porque me permitió expresar lo que no me animaba a expresar antes”. Eso es hablar de tormentas.
La muestra “Cero Zen” de Sofía Donovan se expone en la sala Gasco Arte Contemporáneo, de Santiago de Chile.
En breve se trasladará a Buenos Aires.
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