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Domingo, 24 de julio de 2016

SERIES > WINONA RYDER

NOSTALGIA DE LA LUZ

SERIES El viernes pasado Netflix estrenó Stranger Things, una serie de ocho episodios que homenajea al cine y al espíritu de los 80, desde ET. El Extraterrestre hasta La cosa de John Carpenter, pasando por las películas de adolescentes, los chicos en bicicletas y aquellos enormes primeros libros de Stephen King. La serie, además, marca el regreso de Winona Ryder, la musa de los 90, la chica etérea y algo loca que enamoró a una generación y que ahora, a los 44, sigue hermosa y llena de talento como una madre de adolescentes, de clase obrera, de pueblo chico, que se niega a creer en la desaparición de su hijo menor y enfrenta al monstruo con miedo y valentía.

 Por Micaela Ortelli

Cada cual tiene su Winona. La que apareció en Stranger Things, la última serie de Netflix, tiene 44 años y ninguna cirugía. No es la Winona de cabello largo de Mujercitas; no es la Winona de corte varonil de Inocencia interrumpida. Joyce, una madre soltera del pueblo de Hawkins, Indiana, tiene el cabello a la altura del mentón con un flequillo, como Meryl Streep en el papel de obrera de planta nuclear del drama de 1983 Silkwood. A la referencia específica la trajo ella, la ídola indie de los ‘90. Dijo: “Esta es Joyce, así se tiene que ver”, cuentan los creadores de la serie que homenajea al cine teen y fantasía de los 80 y protagoniza Winona en el papel de madre desesperada.

Stranger Things empieza igual que E.T., con el cielo estrellado de un bosque. Es el 6 de noviembre de 1983 y en el Laboratorio Nacional Hawkins del Departamento de Energía de Estados Unidos, un sujeto de guardapolvo corre espantado por pasillos de luces temblorosas. Al mismo tiempo, en el sótano de una casa, un grupo de amigos lleva diez horas jugando a Calabozos y Dragones. Otra vez E.T.. Hasta se repite el nombre Mike. En la película de Spielberg, Mike es el hermano mayor de Elliott, el que descubre al extraterrestre. En la serie de los gemelos Matt y Ross Duffer, es un chico de doce años con hermana adolescente. Esa noche, sus amigos Will, Dustin y Lucas se van en bicicleta, y al separarse, Will ve algo, la sombra de una criatura deforme, que lo hace asustar y desviarse del camino. Vuelve a la casa corriendo. Su madre y hermano mayor no están y el teléfono no anda. Por la ventana ve a la criatura que se acerca y corre al cobertizo –allí donde apareció E.T.–. Después vienen los títulos con la tipografía de las novelas de Stephen King.

Will, el niño que desaparece, es el hijo menor y la debilidad de Joyce. Jonathan, el primero, tuvo que madurar rápido porque su padre es un desastre ausente. Para Winona, que no tiene hijos, no es la primera vez en el papel de madre. En El hombre de hielo (2012), historia real que ocurrió en los 60, fue la esposa del asesino a sueldo Richard Kuklinski. Barbara Kuklinski tuvo dos hijas con este hombre y siempre negó saber cuál era el verdadero trabajo de su marido. En El Experimentador (2015), otra historia real de los 60, fue esposa y madre de los hijos de Stanley Milgram, un psicólogo social de Harvard que hacía experimentos manipulatorios para estudiar la obediencia de las personas a la autoridad. En Stranger Things es una madre que descubre que puede comunicarse con su hijo a través de la electricidad y llena la casa de luces de Navidad. Joyce no cree que el cuerpo que encuentra la policía en el río sea Will, pero de todos modos se organiza funeral; entonces el ex, Lonnie, hace acto de presencia en Hawkins (pueblo inventado) y ve las luces de Navidad, un abecedario pintado en la pared, otra pared rota, y se apiada de ella: piensa que está loca. Cuando pelean y Joyce lo echa como a un perro, como si fuera todas las mujeres hartas del mundo, está irreconocible: no se veía tan furiosa a Winona desde que Amy tiró el manuscrito de Jo al fuego. Esos ojos inolvidables que se abren como rosas negras, que eran lo único que apaciguaba la locura de Jerry Lee Lewis en Grandes Bolas de Fuego (1989), acá se encienden cuando suena el teléfono y se escucha respirar a Will entre ruido de grillos mutantes. Acá Winona es una mujer que cruza el jardín con un hacha en la mano mientras suena “Atmosphere” de Joy Division.

A las imágenes de Stranger Things –una familia desconsolada, el pueblo conmovido, movimiento policial– Winona las retenía de 1993, cuando secuestraron a una niña de doce años llamada Polly Klaas, que vivía a dos casas de la suya, en Petaluma, California. Antes Winona vivió en una comunidad sin electricidad, con sus hermanos y padres ambos escritores (Horowitz de apellido), amigos de Allen Ginsberg, Lawrence Ferlinghetti, Philip K. Dick. Se educó en casa y uno de sus profesores fue Timothy Leary, el psicólogo que estudió el uso terapéutico del LSD, también su padrino. Winona no fue más al colegio después de una paliza que le dieron por parecer un chico gay. Tenía doce años, estaba obsesionada con el musical de niños gangsters El nieto de Al Capone, y llevaba el pelo corto. Los padres, con el dinero que ahorraban del colegio, empezaron a pagarle el conservatorio en San Francisco.

En 1993 Winona ya era una actriz famosa, de éxitos medianos, alternativos, pero vistosos. Sobre todo por las películas de Tim Burton. Lydia, la única capaz de ver a los fantasmas de Beetlejuice (1988), que parecía ella misma con su ropa de luto entre un padre desinteresado y una madrastra frívola. Después, Diane Wiest fue su madre buenaza en El joven manos de tijera (1990), donde la rubia y popular Kim logra empatizar con esa criatura incompleta corazón de cachorro que creó Johnny Depp. El noviazgo (real) con Johnny fue corto pero icónico: buscar la foto de él en su mejor momento mostrando el tatuaje “Wino Forever”. En 1993 también había pasado el Dracula de Coppola (1992) y de ese año es La edad de la inocencia, la adaptación de la novela de Edith Wharton por Martin Scorsese, donde fue una lady obediente e impenetrable, contraparte de Michelle Pfeiffer como la excitante condesa Olenska. Por ese papel Winona recibió una nominación al Oscar. En 1993, cuando ocurrió el secuestro de su vecina Polly, Winona era una actriz famosa que ofreció 200 mil dólares de recompensa por su aparición y logró que se mantenga el caso en los medios a cambio de entrevistas. A Polly Klaas la encontraron muerta dos semanas después, cuando ya se estaba rodando Mujercitas. La novela de Louisa May Alcott era el libro preferido de la niña, y la película, estrenada en 1994, está dedicada a su memoria.

Como hija de Susan Sarandon, Winona brilló como un potrillo. Ningún otro de sus personajes mostró las ganas de vivir de Jo, que tuvo una madre progre y amorosa que en pleno siglo XIX y con el esposo lejos fue capaz de decirle: “Aprovechá tu libertad”. Y Jo se fue a Nueva York, donde conoció al maestro alemán y publicó sus primeros relatos, hisorias de locos y vampiros. Tan distinta a la experiencia que tuvo como hija de Cher en Mermaids (1990), donde Charlotte, de quince años, intentaba reprimir sus hormonas y equilibraba con timidez, ropa nerd y crucifijo en el cuello el fuego de Rachel, una mujer que en los años ‘60 tenía dos hijas de distinto padre y además disfrutaba arreglarse y ser soltera. Una mujer que decía que las mujeres de verdad nunca envejecen y se mudaba de ciudad cada vez que la acorralaban sus propias decisiones.

En Inocencia Interrumpida (1999) Winona todavía fue hija, pero ya en la piel de una chica de 18 años que había hecho su calle. La adaptación del libro de Susanna Kaysen –el diario de su internación de un año y medio en un hospital psiquiátrico durante los años 60, después de varios intentos de suicidio– fue una película que quiso hacer ella, Winona. Ahí está con el pelo cortísimo y el look masculino que había exagerado en la hermosa Una noche en la tierra de Jim Jarmusch (1991). El corte que quedó en el recuerdo del mainstream por Otoño en Nueva York (2000), donde fue una chica enferma terminal que vive un amor con Richard Gere, un papel para el que ya tendría que haber existido Keira Knightley. La importante es Inocencia interrumpida, que además tenía a Angelina Jolie, y empieza, como muchas películas de Winona, con su voz narrando (Winona está toda en la voz). “¿Alguna vez confundiste un sueño con la vida real? ¿O robaste algo teniendo el dinero? ¿Alguna vez estuviste deprimido?” Así empieza Inocencia interrumpida y un año después a Winona la arrestaron por robar en una tienda de lujo en Beverly Hills. También le encontraron una cantidad de analgésicos sin recetar –se había roto un brazo poco antes–, pero el robo fue el bochorno que jamás pero jamás se olvidó. En ese momento hasta le negaron la firma en una petición para presionar a George Bush a adherirse al Protocolo de Kioto.

Cuando en 1987, a los 16 años, aceptó interpretar a Veronica Sawyer en la comedia negra Heathers –cuando aceptó convertirse en una asesina de compañeros del colegio junto al chico que le gusta–, Winona Ryder asumió que habría un tipo de guiones que ya no recibiría. Diez años después tenía papeles en Las brujas de Salem (1996) o Alien: Resurrección (1997). Sus elecciones la pusieron en el cielo de las estrellas oscuras. Winona, siempre una actriz decisiva, por la voz, los ojos, la forma de mirar con la boca. Una protagonista que no es protagonista porque en la mayoría de sus películas su nombre no es el primero. Winona, que comunica con silencios y muecas, que siempre llora de verdad. Winona magnética. Nadie más que ella podría haber sido la amiga de los fantasmas que dice con tristeza teatral: “Toda mi vida es un inmenso cuarto oscuro”. Winona, una ídola indie de los 90 que en un momento se deprimió. Entonces sucedió Otoño en Nueva York y duró solamente eso: lo del robo la devolvió al cielo de las estrellas oscuras. En 2007 se reencontró con el guionista de Heathers para Sex and Death 101, otra comedia negra y además de ciencia ficción, donde hace de justiciera de hombres que considera abusivos. Le dieron la tapa de Vogue (porque inmediatamente después del robo Marc Jacobs la contrató para la nueva campaña de Louis Vuitton) con el título: “Empezar de vuelta a los 35”. Pero en su filmografía recién vuelve a resonar un nombre en 2009, cuando hizo de Amanda Grayson, la madre de Spock en Star Trek. Su aparición en El cisne negro (2010) fue acertada: allí es una bailarina retirada que tiene que ver cómo Natalie Portman empieza a volar.

De la lista de nombres que trajo la directora de reparto para el papel de Joyce, la madre desesperada de Stranger Things, Winona fue el que más ilusionó a los hermanos Duffer. Por su presencia cinematográfica –para ellos la serie es una película de verano de ocho horas– y conocimiento del oficio. Por fans que quieren verla actuar. Los directores, de 32 años, crecieron en los suburbios de Carolina del Norte alimentados por los libros de King y las películas de Spielberg y Carpenter. Esas historias les hacían sentir que en sus vidas apacibles –la de amigos en bicicleta, porque así se vivía en el pasado en un pueblo– podían pasar cosas extraordinarias. La serie es su homenaje a las obras que los definieron y un permitido de nostalgia por ese mundo sin Internet que paradójicamente sobrevivirá en las pantallas. Para los actores niños es una oportunidad de experimentarlo. La noche siguiente de la desaparición de Will, los amigos se hablan por walkie talkie y salen a buscarlo. Van al bosque donde la policía había encontrado la bicicleta de Will y empieza a llover. Escuchan ruidos, se asustan, los círculos de las linternas caen sobre una niña de pelo rapado, muerta de miedo, vestida con una remera de hombre. Acá empieza la aventura de los chicos, la búsqueda del tesoro de Los Goonies (1985), la del cadáver de Ray Brower en Cuenta Conmigo (1986), basada en El cuerpo de Stephen King. Este casting infantil funciona igual de bien que en la película de River Phoenix. Participaron 906 varones y 307 chicas; los finalistas se reunieron en Los Ángeles, donde se terminó de definir el elenco. Cuando arrancó el rodaje en Atlanta, los chicos ya habían entrado en confianza por grupo de WhattsApp.

Que en Stranger Things haya sufrientes aplaca el tono de serie teen que tiene con la escena del beso y “Africa” de soundtrack. Además de las figuras comunes de género –hay grandulones que se aprovechan de los chicos, un maestro cómplice, un sheriff íntegro, un comic relief (acá el nene Dustin con su displasia que lo hace sesear)–, los Duffer eligieron calcar ciertas inocencias del cine viejo, como el absurdo de que Joyce entre a darle de comer al perro cuando el sheriff está por revisar el cobertizo. La ausencia de un depredador concreto se presume en un título al estilo The Thing, The Stuff , The Blob, otros clásiscos de terror paranormal. La cosa sin forma ni nombre que altera el tedio del pueblo. En Stranger Things viene de una dimensión parela, un mundo helado de musgos y sustancias gelatinosas donde Will se da fuerzas recordando “Should I Stay or Should I Go”, de The Clash, la canción que le enseñó su hermano. Mientras, sus amigos tienen que esconder el hallazgo del bosque –igual que hay que esconder a E.T.–, esa niña de su edad que apenas habla y tiene tatuado su nombre, Eleven. A Eleven (“once”) la persiguen los malos –recordar el laboratorio, el sujeto de guardapolvo–, y con sus poderes telequinéticos ayudará a los chicos a encontrar a Will. Ellos por su lado le enseñarán lo que es la amistad. Mike –Finn Wolfhard, ya está filmando la remake de It– es el que esconde a Eleven en el sótano y entre ellos surgirá un vínculo especial. Ella, la niña que actúa en silencio, es Millie Bobby Brown, de Inglaterra, y es extraordinaria. Tiene doce años y cuenta que al terminar de filmar sus escenas siempre se escabullía en los controles para mirar a Winona. Tienen los mismos ojos expresivos, ese pelo corto, y una especie delicada de bravura.

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