Domingo, 21 de agosto de 2016 | Hoy
CASOS > PRODUCCIONES KIM JONG-IL PRESENTA
Corea del Norte es uno de los lugares del mundo donde, todavía, la trillada frase de que la realidad supera la ficción se confirma. En su agitada historia desde la división norte-sur y el establecimiento de un régimen comunista brutal y en ocasiones surrealista, hay cantidad de momentos asombrosos. Uno de los más célebres y notables se cuenta en el libro Producciones Kim Jong-Il presenta (Turner) de Paul Fischer, que se distribuye en Argentina: el secuestro del cineasta surcoreano Shin Sang-Ok y de su estrella y ex esposa, Choi Eun-Hee, a manos de Kim Jong-Il, jefe de los estudios de cine norcoreanos, director del ministerio de propaganda e hijo del dictador y líder Kim Il-Sung. Y de cómo, después de un proceso de reeducación, Sang-Ok se convirtió en ocho años en el mayor y más prolífico cineasta de Corea del Norte, director incluso de una extrañísima versión de Godzilla, antes de escapar del país en 1986.
Por Fernando Krapp
Luego de la caída de la Unión Soviética, con una economía devastada no solo por el bloqueo norteamericano sino también por un producto interno en picada debido a la malversación de sus recursos naturales y los rumores de estafa mafiosa alrededor de sus dirigentes políticos, Corea del Norte no tuvo otra alternativa que mostrar sus fisuras sociales al mundo. Poco y nada se sabía de esta tierra disputada por chinos, rusos, japoneses, norteamericanos y coreanos al mismo tiempo, y que cerró sus fronteras a la altura del paralelo 38 tras el armisticio firmado en el año 1953.
Ahora, con las puertas diplomáticas relativamente abiertas se puede hacer turismo. Bajo estricta reglamentación policial, algunos curiosos y visitantes pueden transitar por Pyongyang en fechas claves como Año Nuevo o para la celebración del cumpleaños del amado Líder. Las actividades son simples: sacar fotos, visitar la plaza central, sorprenderse ante las enormes movilizaciones militares, admirar los carteles del nuevo Líder político, y volver a sus hogares con televisores y wi-fi con más preguntas que respuestas. Más allá del ideal turístico occidental y la eterna duda del burgués medio acerca de “cómo será vivir en un país comunista”, algunos visitantes hacen todo el periplo para constatar los mitos que han girado alrededor de ese agujero negro en el hemisferio: ¿Es realmente cierto que son tan estrictos? ¿Quedan campos de concentración? ¿Es posible que todavía ejecuten a los desertores o a cualquier persona que haga algo en contra el gobierno? El pobre Otto Frederick Warmbier, joven estudiante de economía de la Universidad de Virginia, Estados Unidos, tuvo estas inquietudes y las terminó por sufrir en carne propia: lo mandaron a 15 años de trabajos forzados por robar un póster del líder Kim Jong-Un del hotel donde se hospedaba.
Paul Fischer, documentalista y sociólogo árabe con residencia en Estados Unidos, formado en París y California, viajó a Corea del Norte con la idea de desentrañar una vieja historia convertida en mito ocurrido en 1978: el secuestro del director de cine surcoreano Shin Sang-Ok y de su estrella y ex esposa, Choi Eun-Hee, a manos de Kim Jong-Il, jefe de los estudios de cine de norcoreanos, director del ministerio de propaganda, e hijo mimado del dictador y líder Kim Il-Sung. La historia no es nueva. Se dio a conocer después de 1986, cuando Shin y Choi lograron escapar en Viena y pidieron asilo político en la Embajada de Estados Unidos. Afincados en California, Shin escribió un libro sobre su experiencia y Choi dio algunas conferencias, hasta que su historia perdió interés, en parte por cierta especulación mediática y en parte porque los norcoreanos negaron tener cualquier tipo de relación con los presuntos afectados.
Fischer se contactó con quienes trabajaron en Corea del Norte para Shin, o al menos, los que estaban vivos, y con los desertores que llegaron a tener algún tipo de vínculo con el matrimonio. Leyó libros, recorrió estudios de cine en desuso, sacó fotos en la plaza de Pyongyang, miró mucho por Google Maps. Y hasta entrevistó a la mismísima Choi Eun-Hee en Seúl. Volvió a su casa en California y escribió Producciones Kim Jong-Il presenta, uno de esos libros que desde la primera frase se mete en un vértigo imparable, que exalta los chismes a niveles estelares, y que abusa un poco de ciertos resortes narrativos. Como pasa en los libros Easy Riders, Raging Bulls o Down and Dirty Pictures de Peter Biskind (algo así como el Jorge Rial de la crítica de cine, para ciertos críticos, aunque estemos exagerando un poco), el lector pasa las páginas con la duda sobre la veracidad de las fuentes, mantiene una lucha interna por creer o descreer en el relato, hace caso omiso a ciertas aseveraciones políticas y algunos lujos de la efervescente imaginación literaria del autor, y permanece cautivado por la materia misma del texto, que Fischer, con la habilidad y la astucia de un best-sellerista de antaño, va moldeando hasta convertir a su libro en un enorme y perdurable monstruo de goma.
Después de la guerra de los años 50 que terminó por dividir a Corea en dos, Shin Sang-Ok se convirtió en el más grande director de cine del sur. Gracias a la promoción estatal que buscaba mostrar a un país en pleno desarrollo económico y cultural, y debido también a cierta urgencia y demanda social por entretenimiento, la carrera de Shin se disparó. Llegó a filmar más de diez películas por año. Su cine era audaz, culto y cinéfilo. Reconocía una herencia del neorrealismo italiano y del spa-ghetti western. Como el escenario de posguerra era lamentable, y la entrada al cine valía muy poco, la gente se pasaba tardes enteras en continuado. Sus primeras películas, tales como Una flor en el infierno y Mi madre y su invitado , se recuerdan como pioneras del hoy mundialmente celebrado y festivalero cine coreano.
Shin se enamoró de su actriz fetiche. Choi Eun-Hee representaba a la mujer moderna de Corea del Sur. La vida de Choi, previa a su primer matrimonio con Shin, merece un libro aparte: se escapó de su casa cuando era adolescente, se casó muy joven con un alcohólico, abusador y golpeador, se enlistó para la guerra con Corea del Norte, fue abusada por soldados norteamericanos y coreanos, logró divorciarse de su primer marido (algo muy mal visto en la Corea de aquella década), y finalmente llegó a convertirse en la actriz y modelo mejor paga de todo el sur. Llegó a dirigir películas y a tener una escuela de actuación propia. Era la Anna Magnani de Shin. Sus interpretaciones proporcionaban un dramatismo inusual en el cine de la época, que también lloraba por la división política y al mismo tiempo añoraba una reunificación estatal. Choi era la actriz del pueblo.
Del otro lado de la cortina de hierro, Kim Il-Sung creaba su imperio. Bajo el guiño de los soviéticos, se autoproclamó líder y creó una autocracia que hasta el día de hoy perdura como sistema gubernamental en el norte. Las fronteras se elevaron como muros y el Norte trabó relaciones parlamentarias con los rusos, China y Cuba. Estados Unidos era el demonio. Kim Il-Sung no solo ubicó su imagen en todas las casas, inventó canciones de alabanza a su nombre, y coronó todos los manuales escolares con su ejemplo bélico, sino que, detrás de toda esa pantalla, los campos de concentración y las torturas fueron avaladas en nombre del partido. Lo había entendido Stalin, Hitler, e incluso lo entendieron Reagan y Clinton: el cine era una herramienta fundamental para reforzar su imagen y su poderío. Ahí estuvo su primer hijo para aportar ideas.
Kim Jong-Il era el encargado de la oficina de propaganda y un fanático de cine sin ningún talento para la dirección. Las películas norcoreanas era malas, llenas de mensajes de propaganda, o eran documentales sobre la exaltación de los valores del trabajo por el partido. Kim Jong-Il había gastado mucha plata en crear estudios de cine. Filmaba en planos generales sin ningún conocimiento o talento para la gramática cinematográfica. Era un entusiasta capaz de ejecutar a personas que no tuvieran su mismo gusto cinematográfico. Había filmado una enorme saga cinematográfica llamada La estrella de Corea donde sometió a cirugías estéticas al actor principal, que terminó con la cara deformada y nunca más pudo ponerse frente a una cámara. Era un salvaje.
Estaba al tanto, gracias a informantes y espías norcoreanos que frecuentaban el sur, de que la carrera cinematográfica de Shin Sang-Ok no atravesaba su mejor momento. A fines de los sesenta, Shin tuvo un hijo con otra actriz de su enorme conglomerado industrial, y al dejar a Choi después de un escándalo mediático, su carrera comenzó a decaer. Soberbio y testarudo, Shin también trabajaba para el estado surcoreano y tras un malentendido político el presidente de Corea del Sur le cerró las puertas para que sus producciones representaran al país en el extranjero. Viajó por todo el mundo buscando financiación, pero no pudo hacerse una carrera en Hollywood, China o Japón. Desesperado, intentó recomenzar en Centroamérica. Hasta que una noche del año 1978, de paso en Shangai, fue capturado y llevado por la fuerza del otro lado de la cortina de hierro.
Kim Jong-Il siempre se jactó, hasta su lecho de muerte, de tener la colección personal de cine en fílmico más grande de la historia. Amaba las grandes películas. Doctor Zhivago y Papillon estaban en su top ten. Pero su director favorito no era otro que Shin Sang-Ok. Kim tenía un plan para sacar a Corea del Norte del estancamiento estético. Tomaba el ejemplo de Japón: Rashomon de Akira Kurosawa marcó un antes y un después en el mercado cinematográfico asiático de posguerra. El cine era una gran ventana al mundo, y Japón comenzaba su largo mea culpa a través de películas inolvidables que cosecharon premios por todos los festivales, especialmente Cannes. Kim añoraba hacer lo mismo con su país. Ese era el objeto de la captura de Shin y de su ex esposa Choi. Quería que la pareja más famosa y taquillera de su hermana sureña cambiara de ideología y se pusiera al servicio del amado líder, su padre, Kim Il-Sung.
Los secuestros eran moneda corriente en Corea del Norte. No solo capturaban presos políticos del sur, sino también diplomáticos, periodistas, hasta eminencias culturales de otros países, ya sean músicos, pintores o escritores. Era el modo que los norcoreanos tenían de “actualizarse” en términos políticos y artísticos. Pero para ponerse al servicio del Partido, el secuestrado entraba en una lenta “reeducación”: debía tomar clases de Historia norcoreana, repetir lo cánticos al amado líder y participar como toda la comunidad de las fechas celebratorias.
Choi fue más dócil, o perspicaz tal vez, en la etapa de su reeducación (o lavado de cerebro, podríamos decir). Quizás por haber sido secuestrada primero, o por tener menos ambiciones. A Shin le costó un poco más. No sabía que Choi estaba viva en en la capital, e intentó escapar un par de veces. Actos que fueron tomados como traición y penalizados con excarcelación y trabajos forzados. Después de tres años de reeducación, Shin y Choi se volvieron a encontrar y bajo dirección de Kim Jong-Il retomaron su viejo matrimonio (un aspecto positivo del secuestro, según le aseguró Choi a Fischer) y su sociedad artística se puso nuevamente en marcha al servicio del amado líder Kim Il-Sung.
La producción de Shin y Choi en Corea del Norte fue maratónica. Llegaron a realizar hasta seis películas por año en un período relativamente corto. Kim les abrió oficinas en Hungría y usaron los sets de Checoslovaquia, Moscú y Alemania Oriental. Filmaron películas bélicas, un drama amoroso, una comedia y hasta una de karate. Sus películas tuvieron un impacto social muy grande, inesperado. Los técnicos no entendían por qué Shin filmaba en planos cortos, por qué hacía movimientos de cámara, o por qué tardaba tanto con una toma. Kim confiaba plenamente en su talento y hasta obtuvo un premio a mejor director en el festival de Moscú por su primera película Emisario sin Retorno.
Con su pareja idolatrada en acción y en terreno propio, Kim Jong-Il finalmente iba a poder filmar su mayor ambición: una película a lo Godzilla. Fischer no aclara bien el modo en que fue escrita Pulgasari, pero la trama es bella y absurda, producto de una mente febril y descontrolada, como solo un adicto a las fiestas nocturnas y los bailes pro régimen de Kim Jong-Il podía tener. Más o menos es así: gracias al llanto de una niña campesina que llora por los ataques de un rey déspota a su pueblo, una gota cae sobre la figura impresa de un monstruo que mágicamente se convierte en un bicho desproporcionado, interpretado a gran escala por un actor tapado de trajes de goma. El monstruo se alimenta a base de hierro y finalmente salva a los campesinos de los ataques reales devorándose sus cañones, armas letales y ¡misiles! en un relato medieval. Pero ahí no termina la cosa. Una vez liberados, los campesinos tienen que reorganizarse. También tienen otra preocupación: ¿Qué hacer con el monstruo ese que no para de manyarse los hierros? La chica que le dio vida, entonces, se camufla en un cañón y el monstruo se la devora, pero su régimen gástrico no soporta carne humana y muere al vomitarla. Fin.
La película se puede ver en YouTube. Dura más de dos horas. Es larga, intensa y lenta al mismo tiempo. Soporífera para algunos, una obra maestra del cine clase B para otros. En Corea del Norte el estreno fue un éxito rotundo. Hubo dos casos de muerte por entrar en las salas desaforadamente. Sirvió también como salvoconducto para que Shin y Choi ganaran la confianza de su productor, jefe y secuestrador. Con la promesa de abrir una oficina de producciones en Viena, lograron escapar de sus captores en 1986, luego de ocho años de vivir en cautiverio hiperactivo. Se establecieron en Estados Unidos donde, sin embargo, más allá de algunas pobres excepciones, no volvieron a filmar con la misma cantidad de recursos. Hasta el momento de su muerte, Shin intentó sin éxito vender la película invisible que subyace a Pulgasari. Hay directores que viven para filmar películas y directores cuya vida se termina convirtiendo en una película en sí misma. Cómo hubiera sido esa otra Pulgasari que se lee en el libro de Paul Fischer, sólo Shin lo sabe.
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