FOTOGRAFíA
La ventana indiscreta
Cualquiera de sus fotos, publicadas en el pasquín más amarillo de Londres, causaría una conmoción de proporciones inimaginables: el hijo de Lady Di y Al Fayed; el príncipe William con la corona puesta en una partusa; Bin Laden y Hussein conspirando contra el Big Ben. Pero el hecho de que salgan en revistas de arte convierte a Alison Jackson en una conspicua artista de las celebridades, capaz de crear fotos a medida de las oscuras fantasías que despiertan en el público.
Por María Gainza
Las “cintas Squidgy”, como la prensa británica caratuló en 1992 a las supuestas grabaciones de una charla telefónica entre Lady Di y su amante James Gilbey (quien cariñosamente llamaba a la princesa con el maravilloso y flemático apodo “Squidgy”), obligaron a la monarquía a correr las cortinas de terciopelo sobre la casa Windsor. La encabritada princesa desoyó los alaridos reales y se dirigió a la BBC, donde se despachó en una entrevista que duró dos horas y cuestión volcando revelaciones tan embarazosas que hicieron que su secretaria personal renunciara ahí mismo y que los diarios se preguntaran “¿Se ha vuelto loca?”. Pero surtió efecto y la performance sin filtros le aseguró un triunfo contundente sobre su familia política. Y el público deliró: entre los malos y los buenos, terminó –empatía mediante– del lado de la pobre oprimida maestra jardinera. El hecho es que las cintas demostraron, una vez más –pero esta vez al borde del paroxismo– la fuerza del morbo: la fascinación a cualquier precio por conocer los detalles más íntimos sobre nuestras estrellas más altas.
Las cintas, repletas de diálogos que inflamaron la fantasía de la gente, revelaban cosas de este tipo:
Diana: No quiero quedar embarazada.
Gilbey: Querida, eso no va a ocurrir.
Diana: Ahá.
Gilbey: Te digo, no va a ocurrir.
Diana: Ayer miré un capítulo de EastEnders. Uno de los personajes principales tuvo un bebé, era de su marido pero todos sospechaban que era de otro hombre.
Gilbey: Squidgy, despreocúpate y tírame un beso (se escucha el sonido de un beso). O Dios, es maravilloso, ¿no es cierto? Esta sensación...
Cinco años después Diana Spencer moría en un accidente junto a su nuevo novio, el playboy, millonario y egipcio Dodi Al Fayed. Y las teorías conspirativas e intrigas palaciegas se dispararon. Es precisamente esto, la avidez del público por rellenar los huecos, lo que la artista inglesa Alison Jackson explora en sus fotografías: la posibilidad de crear imágenes sin conexión con nada “real” más que con la fantasía que flota en la imaginación del espectador. Y a esto se dedica desde hace un tiempo: a armar las fotos de nuestros temores más oscuros.
Jackson reconstruye, usando a dobles de personalidades famosas, imágenes que parecen tomadas por un paparazzo. El acento puesto en lo voyeurístico de la escena, distancias focales largas, encuadres incómodos, mala iluminación, grano grande y por sobre todo situaciones comprometidas: Bill Clinton franeleando con Monica y una Hillary que espía, el príncipe Carlos y Camilla Parker-Bowles en la intimidad (y una Diana que espía), David y Victoria Beckham de entrecasa, él probándose la tanga de su mujer, por ejemplo. Imágenes “robadas” que transforman rumor y especulación en realidad. Pero mientras el valor primordial de una foto de paparazzo es su aparente veracidad y la posibilidad de capturar lo que los publicistas llaman slice of life, las fotografías de Jackson dinamitan todo esto. Allá afuera no hay nada como un momento de verdad, parece decir la artista. En cambio, sus imágenes proponen un lugar donde el voyeurismo y nuestra necesidad de creer para después ver se confunden. Y un clásico que no está pero podría haber estado: Richard Gere y su hamster.
Jackson tocó un nervio delicado de la monarquía cuando, a un año del accidente de Lady Di, presentó una foto trucada de la blanca princesa junto al tostado Dodi Al Fayed alrededor de un bebé de piel color oliva:fue una bomba política, una imagen que revuelve problemas raciales, sociales, religiosos, culturales y constitucionales, en un solo click. Una representación que alude, en su composición, a las pinturas religiosas y que además da escalofríos por la forma en que la luz pega sobre el Rolex de papá y los aros de perlas de mamá. Y uno piensa en el pacto faustiano que Diana hizo con la cámara: fue la fotografía la que la convirtió en icono, la fotografía la que la persiguió hasta la muerte y ahora la fotografía la que la homenajea en un cuadro a lo Sagrada Familia de Rafael.
Hay dos líneas de trabajo en la obra de Jackson: las puestas más teatrales que se inspiran en composiciones de Rembrandt y Caravaggio y en retratistas oficiales como Lord Snowdon y las otras, las documentales. Después hay una serie de fotos que celebra el exceso y la perdición de dos borrachos empedernidos, mujeriegos, jugadores y fumones: Saddam Hussein y Osama bin Laden. Entre ellas, hay una que los muestra encerrados en una carpa, volcados sobre un plano de Inglaterra e intentando decidirse entre el Big Ben o el Palacio de Buckingham. Quizás sean éstos sus trabajos más ligados a la caricatura política (tradición que Inglaterra ostenta con bríos). Hogarth, Gillray, Rowlandson y Cruikshank revolvieron en los feroces enfrentamientos ideológicos entre monarquía, Parlamento y Constitución. Y si bien Jackson sostiene que su trabajo no es político, comparte con ellos la necesidad de desestabilizar el statu quo. Aunque después se distancie de la caricaturista en el sentido de que sus imágenes se preguntan menos por las celebridades en sí que por la percepción que el público tiene sobre ellas.
Fotografías que pegan la vuelta: surgen de las fantasías que disparan los medios y regresan a ellos para ser publicadas. Quizás sea Andy Warhol a quien las fotos de Jackson mejor remitan, a sus serigrafías de Marilyn Monroe y Jackie Kennedy, a la idea la construcción de la fama a través de los medios y del imaginario colectivo. “Mi trabajo reflexiona sobre el poder de la fotografía en la sociedad”, no se cansa de repetir Jackson. Sobre cómo vivimos rodeados de imágenes sobre las que sabemos bastante poco.
Y aunque se quiera, e incluso esquive, es imposible pasar por alto a Baudrillard, nuestro pope en cuestiones de simulacro (después de todo, Jackson admite su fuerte impronta): porque la simulación en las fotografías de la artista cuestiona la diferencia entre lo “verdadero” y lo “falso”, entre lo “real” y lo “imaginario”. ¿Hasta qué punto las fotos de Jackson son falsas? ¿O no era justamente esto lo que atemorizaba a los iconoclastas?: la “todopoderosidad” de los simulacros. No confíes en todo lo que ves. Su trabajo es menos un ensayo político que una forma de recordarnos cuán traicioneras pueden ser las fotografías. Un tema trillado a esta altura, pero, en su obra, la artista logra dar un bucle más a la cadena.
Así, Jackson alerta sobre cómo la imagen se ha vuelto más huidiza que nunca, bamboleándose constantemente entre una percepción física y una representación mental. A lo que se le suma un atractivo más: su fuerza como disparadora de paranoias. Porque si nos dejamos arrastrar, estas fotografías, después de todo, tal vez existan, escondidas de nuestra mirada en las cajas fuertes de editores omnipotentes o en discos duros de alta seguridad. Nada se ha comprobado, pero todo puede ser. Y entonces vuelven las palabras de Diana en esas cintas y su terror a un embarazo y volvemos a mirar la foto de Jackson y terminamos en Internet explorando la infinidad de sitios que sostienen la teoría de que la princesa estabaembarazada y que, de hecho, la pareja fue asesinada por el Palacio/Mossad/CIA/MI6 justamente por esta razón. Y recordamos que hace un tiempo, cuando alguien preguntó si los británicos debían conservar su monarquía, el New York Times, en un editorial inusualmente inequívoco, respondió: “La respuesta es simple. Claro que deben hacerlo –para nuestra diversión”.