PERSONAJES
Resistiré
Por primera vez uno de los sobrevivientes del accidente en Los Andes, que hasta ahora el mundo conoció por el libro y la película ¡Viven!, publica su versión de los hechos. Y no se guarda nada: Carlos Páez, el hijo de Páez Vilaró, cuenta por qué ellos le dieron nombre a la antropofagia, por qué nada de lo que hicieron allá le da culpa, por qué no tolera el modo en que su padre le robó hasta el protagonismo en la tragedia y cómo eso le permite dar charlas motivacionales a pobres vendedores que se quiebran a la primera contrariedad.
Por Mariana Enriquez
Todos los periodistas nuevos le hacen una nota, cuenta Carlitos Páez. No falla nunca. “Se reciben y quieren la entrevista con el sobreviviente de Los Andes. Es una fija.” Recibe miles de e-mails en su sitio (www.carlitospaez.com) y hasta hace de jurado en programas de juegos de la TV uruguaya, donde los participantes contestan sobre la historia de Los Andes. “Toda la gente quiere preguntarte algo, aunque ya lo sepa. De la antropofagia está toda la información, yo no voy a decir nada nuevo, y sin embargo...”. Cuenta su historia desde hace treinta y dos años: el 13 de octubre de 1972, el avión uruguayo en el que viajaba hacia Chile se estrelló en la cordillera; doce pasajeros murieron en la caída, otros fallecieron en el transcurso de los setenta y dos días que duró la pesadilla, hasta que finalmente quedaron dieciséis sobrevivientes. Carlitos Páez, de dieciocho años, fue uno de ellos. La historia de Los Andes mereció catorce libros, tres películas, incontables documentales. Y ahora Páez acaba de editar Después del día diez, su mirada personal sobre la historia, que fue un éxito en Uruguay y en Argentina se consigue sólo –por ahora– en la librería Capítulo 2 de Alto Palermo Shopping. “Mi primera intención fue escribir un libro que complementara las charlas que doy”, explica. “Dicto conferencias motivacionales para empresas, ése es mi trabajo además de mi empresa de relaciones públicas en Uruguay. Quería llevar algo escrito. No lo escribí yo, lo hizo Miguel Angel Campodónico, que interpretó perfecto lo que le conté. Quedó tan bien que me ofrecieron publicarlo. Es una aclaración, mi punto de vista sobre algunas cosas importantes que pasaron en Los Andes, y también mi mirada sobre el después, los treinta y dos años de reflexión sobre los hechos.” El libro, de una honestidad brutal, es abrumador: Carlitos Páez relata desde frivolidades como cuánto le molestó que rompieran su ropa de marca para usar como abrigo en Los Andes hasta descripciones minuciosas de la antropofagia que les salvó la vida, y también se detiene en sus posteriores problemas con las drogas –que lo llevaron a la cárcel durante la dictadura militar uruguaya–. “No es una novela rosa”, resume. Y dice la verdad.
En el libro decís que naciste en Los Andes. ¿Por qué?
–Porque encontré recursos que yo desconocía que tenía. Por ejemplo, en el décimo día, cuando se terminó la búsqueda del avión, aunque fue la peor noticia que podíamos tener, fue lo mejor que podría haber pasado. Fue un sacudón, fue “Viejo, avivate, porque tenés que salir de acá con lo que tenés, porque de afuera no viene nada”. Nosotros sobrevivimos hasta el día diez, y después la historia cambió. Dejamos de sobrevivir para empezar a vivir.
No te gusta la palabra “sobrevivientes”.
–No. Sobreviviente es el que se mantiene con vida esperando una ayuda. Nosotros salimos a pelearla.
Eras hipocondríaco. ¿En Los Andes nunca pensaste que eso te podía jugar en contra?
–Sigo siendo hipocondríaco. No tanto, pero les tengo terror a las enfermedades, vivo con remedios. Sin embargo, nunca tuve un ataque de hipocondria en Los Andes. Allá arriba jamás me dolió la cabeza. Estaba tan pendiente de la lucha contra la muerte que no tenía lugar para otros pensamientos.
¿Por qué afirmás que ustedes le pusieron nombre a la antropofagia?
–Porque nosotros no teníamos ningún referente anterior cuando tuvimos el accidente. La gente de hoy sabe que hay tipos que circulan por el mundo, con nombre y apellido, que comieron carne humana para sobrevivir. Yo no tenía ese antecedente. Para mí fue mucho más tabú. No sé si ahora tendría tanta trascendencia una historia de antropofagia para sobrevivir. Pero comprendo el amarillismo y la curiosidad. El morbo existe. Yo también lo tengo.
Cuando volvieron a Uruguay, tu compañero Alfredo Delgado habló de la antropofagia en un sentido religioso: mencionó una comunión entre los vivos y los muertos y comparó el hecho con la Ultima Cena. ¿Estuviste de acuerdo con ese planteo?
–No. No estaba ni estoy. No fue así. Comer carne humana era parte de nuestra irrenunciable obligación de salir con vida. Yo fui antropófago por obligación. En aquel momento se dio una explicación para la prensa. Había cientos de periodistas, estaba el mundo entero en la conferencia de prensa, y los padres de los que murieron. Creo que se buscó una respuesta que fuera amigable, digamos. Éramos muy chicos y teníamos miedo. Además, era todo muy paradójico: por un lado la felicidad de volver, por otro encontrarse con los padres de los que murieron cuya carne habíamos comido. Era muy duro, pensábamos que la sociedad nos iba a rechazar. Fue una decisión que funcionó política y diplomáticamente. Yo no lo hubiera hecho, pero yo no soy muy diplomático.
¿Los familiares de los muertos nunca te reprocharon nada?
–Nunca. Cuando decís la verdad no recibís reproches.
¿Por qué acordaron no decir nunca las identidades de los muertos?
–Porque no tiene sentido. No agrega nada. Nos pareció que era prudente hacerlo, por respeto a los familiares. Al principio no lo sabíamos, nos enteramos más tarde. Puedo asegurar que el cuerpo del piloto no fue tocado. Y eso es todo. Decir más me parece demasiado. Todos pudimos guardar el secreto desde entonces, absolutamente.
¿Tus hijos saben todo lo que pasó en Los Andes?
–Todo. Han visto la película, además. El más chico se quedó dormido en la mitad, pero bueno. Cuando me preguntan, les contesto. Y no me cuesta hablar de nada. Nunca me costó. Si hay algo que no tengo es arrepentimiento de ninguna especie por lo que he hecho. Nunca lo tuve. Creo que no fui a terapia por esa historia. Por el divorcio de mis viejos hice terapia, por Los Andes no.
¿Colaboraste con ¡Viven!?
–Sí, tanto con el libro de Piers Paul Reid como con la película de Frank Marshall. El libro se editó en 1974, y nos dejó mucho dinero, 80.000 dólares a cada uno. Pasa que éramos dieciséis para repartir, si hubiera sido uno... La gente de Spielberg que produjo la película me contrató como asesor, y se me ocurrió escribir algo desde mi punto de vista, más allá de que me dieran o no pelota. Curiosamente me dieron mucha pelota, tanto que el principio y el final, los textos que lee John Malcovich, son míos.
¿Te gustó la película?
–No sé qué decir. La realidad fueron 70 días, la película una hora y media. Es muy difícil poner a la gente en la situación de vivir los diez días de hambre. O la avalancha, que en ¡Viven! es mucho menos terrible que la verdadera.
En el libro decís que sentiste tristeza cuando los rescataron...
–Sí. Porque cuando peleás mucho por una cosa, la empezás a querer. En Los Andes hicimos nuestra civilización, con reglas de comportamiento, nuestro hábitat. Por un lado estaba la felicidad de irnos, pero también estaba la tristeza de dejar nuestro mundo.
Te llevaste los cinturones del avión. ¿Todavía los tenés?
–No. Un día me peleé con papá, él los tenía colgados en Casapueblo y se los regalé a un pintor de paredes que estaba ahí. Por darle rabia a mi viejo. No estoy arrepentido, no me apegan las cosas materiales del avión. Mi objetivo era tan menor: quería poner los cinturones en el auto de mi vieja. Canessa sigue buscando la bolsa de dormir que yo hice y él usó cuando hicieron la expedición final. Pero no va a aparecer nunca.
¿Volviste al lugar del accidente?
–Dos veces. La primera hace ocho años: fuimos once sobrevivientes con una expedición. Las cosas se van superando, pero fue muy duro. Mi etapa más complicada fue hace diez o doce años, con la película ¡Viven!: habían hecho un set exactamente igual, y me movilizó mucho. En esa primera vuelta, yo escapé por el lado del humor. No los dejé dormir haciendo chistes, pero fue muy difícil igual. La segunda vez volví con DiscoveryChannel. Pasé una noche en condiciones óptimas, con buen clima, un grado sobre cero, el mejor momento para ir. Y me morí de frío. No entiendo cómo pudimos soportar 30 bajo cero sin ropa.
Hablás muy francamente de la relación con tu padre. Incluso afirmás que él se apropió de la historia de Los Andes.
–Cuando tenés como padre a una figura que es un personaje, cuando sos “el hijo de” toda la vida, hay competencia. Todos los hijos compiten con su padre... lo que pasa es que con el mío es imposible competir. En un momento dado me sucede La Historia –estoy hablando en plano inconsciente, porque tengo años de terapia–; encontré La Historia para competir con mi papá. Pero cuando la encontré, mi padre, que fue un gran protagonista de la historia, no lo niego, se apodera de ella. Todo lo que hace mi padre tiene marketing: no fue Juan Pérez el que salió a buscar a los perdidos. Y nuestra relación se complicó mucho por eso.
Das conferencias permanentemente sobre tu historia. ¿Nunca te aburre?
–Nunca. La cuento con pasión. Ahora me voy a México, es mi viaje nº 17 en un año. Me llaman permanentemente de las empresas, sobre todo la parte de ventas, porque los vendedores tienen que vencer todo el tiempo la frustración del no.
Qué raro.
–¿Por qué? Una vez que estás metido en el tema, parece de lo más normal. Un vendedor es el tipo que más “no” recibe. ¿En qué se pueden apoyar? Sólo en historias de luchas contra el no. Y ésta es una historia de lucha contra el no. Los vendedores de seguros mueren con esta historia, por ejemplo. Los visitadores médicos también. Son tipos tenaces, que tienen que insistir. Di una conferencia para ochocientos en México.
¿Recibiste críticas de tus compañeros por hacer conferencias?
–Algunos no lo hacen porque no se animan. Es la manía de nivelar para abajo. No me han dicho que les molesta, pero se les nota en la actitud que no les gusta.
¿Relacionás tus adicciones recientes con la experiencia de Los Andes?
–No, va por carriles diferentes. No fue culpa de Los Andes mi adicción. Lo que pasó en la cordillera sí me dio el pasaporte para hacer cualquier cosa. Manejar la fama no es fácil, menos este tipo de fama. Me da vergüenza cuando me aplauden. ¿Cómo me van a aplaudir por vivir? Está bien, yo peleé, pero es lo que tenía que hacer. A Sandro es legítimo que lo aplaudan, pero a mí... Es como insensato. Es una celebridad rara.
Salvando las distancias, pienso en lo que le pasa a Maradona. La fama le permite hacer lo que se le da la gana, tener alcahuetes alrededor y demás. Yo veo con horror ese manejo porque lo viví así. Esta historia me permitió todo. Si yo mataba a una monja, la gente me iba a decir, “Y sí, Carlitos, tenés razón. ¡Con lo que viviste!...”