LOS 12 ESCáNDALOS DE LA PLáSTICA
Las paredes no hablan
Anciano, con 73 años, tras una enfermedad que lo dejó sordo, recluido y definitivamente alejado del mundo, Francisco de Goya y Lucientes pintó para sí mismo, sobre las paredes de su quinta en las afueras de Madrid, las imágenes más escalofriantes que registra la historia: la Serie Negra. Pero 175 años después de su muerte, una hipótesis pone todo en duda: ¿es posible que se trate de una falsificación pergeñada por sus herederos para revaluar su flamante patrimonio?
Por María Gainza
Hay lugares adonde uno pensaría dos veces (o tres) antes de entrar: la casa de Norman Bates es uno, la Quinta del Sordo, refugio hacia el final de su vida de Francisco de Goya y Lucientes, es otro. Una quinta derruida y apartada en las afueras de Madrid, situada espectralmente sobre la ribera del río. Empapelando su interior: las Pinturas Negras, negrísimas, el ciclo de 14 óleos realizados por Goya entre 1820 y 1823, las imágenes más escalofriantes de las que se tengan memoria, coronadas por un Saturno demoníaco que mastica brutalmente el cuerpo ensangrentado de una mujer. Con semejante puesta en escena la Quinta del Sordo haría del tren fantasma un paseo por el parque.
Y así y todo alguien hace poco metió el dedo en la llaga. A 175 años de la muerte del pintor, Juan José Junquera, un catedrático de Historia del Arte de la Universidad Complutense, cuestionó la autoría de estos murales en su libro Las Pinturas Negras de Goya de editorial Scala: “Una lectura atenta de los documentos existentes sólo pueden llevarnos a la conclusión de que estas pinturas fueron hechas en una época posterior a la muerte de Goya en 1828”. Y con esto y un par de notas en la prensa, estalló la bomba.
Lo que nos deja con un muerto de renombre, una casa demolida y una disputa. Y todo porque las paredes no hablan. Si no a esta altura la discusión ya se hubiese dado por acabada. La historia oficial, la que todos repiten, es que fue su dueño, Francisco de Goya y Lucientes, quien pintó, a los 73 años, los muros del salón y el comedor de su quinta con unas pinturas al óleo –llamadas negras más por su espíritu que por su colorido.
Es sin duda el ciclo más macabro de la historia y sin embargo nadie en vida del pintor dijo ni mu. De eso se agarró Junquera para proponer una idea provocadora: “Ningún amigo ni artista ni familiar contemporáneo a Goya alude a estas pinturas. Nadie escribió sobre ellas. Goya jamás las menciona y a través de comentarios de la gente que solía visitarlo sólo se conoce la existencia de unos murales con escenas frívolas y cotidianas que adornaban las paredes de la quinta”. No se sabe de nadie que al visitar la casa se alarmara –como seguramente se alarmaría alguien en el siglo XIX y aún hoy– ante semejantes pinturas. Y luego Junquera arremete: “La primera vez que se mencionan las Pinturas Negras es en el Inventario Brugada, el catálogo que registra todas las posesiones de Goya, confeccionado supuestamente en 1828, pero en realidad escrito sospechosamente mucho más tarde ya que contiene expresiones que entraron en uso recién en la tercera mitad del siglo”.
Es cierto que un testimonio de 1830 comenta –al pasar– que las habitaciones estaban cubiertas por “una obra hermosa y caprichosa”. Y que eso suena extraño: dada la estética de su tiempo, que alguien calificara de hermosas a las Pinturas Negras resulta –al menos– desatinado. Y es cierto también que es improbable que semejantes pinturas pudieran pasar fácilmente inadvertidas. Pero el argumento más sólido de todos los que esgrime Junquera es el que se refiere al lugar físico donde las pinturas fueron realizadas. El español sostiene que “los documentos que los historiadores tradicionales han manejado hasta ahora hablan de escenas pintadas en la segunda planta, pero la Quinta del Sordo, originalmente, sólo tenía una planta”. La segunda –planeada por Goya pero nunca llevada a cabo por él– fue añadida por sus descendientes una vez muerto el pintor. ¿Entonces quién pintó las imágenes del segundo piso?
La hipótesis de Junquera apunta sus cañones a Javier Goya, “personaje extraño, señorito y pueblerino” y el único de los veinte hijos que tuvo Goya que llegó a adulto. Goya solía alabar la destreza de su hijo con los pinceles pero también solía quejarse de su falta de voluntad y desidia. Por lo que se sabe, Javier jamás se consideró un artista y sólo pintaba por afición. Pero Junquera no se da por vencido. Y hace entrar en escena a un segundo personaje: Mariano Goya, nieto del pintor, un hombre que se dedicaba a especular con terrenos, préstamos y cuadros de su abuelo, gastador compulsivo que insospechadamente recibió en donación la quinta en 1823. Parece que Mariano, corto de plata, intentó sacarle el máximo provecho a la venta del lugar: “Necesitaba una estrategia para enganchar a los compradores despistados: muerto su abuelo y su padre, el nieto declaró que las paredes de la quinta habían sido decoradas por el gran Goya. Fue lisa y llanamente la operación de marketing de un canalla con pretensiones nobiliarias”.
Robert Hughes, crítico estrella de Times Magazine y autor de un libro sobre Goya, exclamó: “Avalar la hipótesis de Junquera es lo mismo que decir Uy, en verdad el Hamlet de Shakespeare lo escribió Bacon. Es decir, una pavada. Junquera es otro crítico de arte wannabe en la laguna siempre en expansión de personajes insignificantes que buscan sus quince minutos de fama. Meteoritos evanescentes que momentáneamente surcan el firmamento del arte antes de desaparecer en el gran vacío de la nada”. El Museo del Prado, tanto más español, manifestó su respeto por Junquera pero añadió que el estudio era “incompleto y para nada concluyente”. Las sospechas sobre la autenticidad de las pinturas de Goya –prolífico artista que además dejó unas 500 obras y que dicen podía terminar un retrato en una mañana– tiene su antecedente más cercano en un artículo aparecido en 2001 en The Art Newspaper, en el que la historiadora inglesa Juliet Wilson Bareau sugirió que la Lechera de Burdeos y El Coloso habían sido pintadas por otro.
Pero lo más endeble de la hipótesis de Junquera es que no han quedado rastros de otras pinturas ejecutadas por Javier Goya con lo cual, en razón de qué y comparado con qué, atribuye el estudioso el ciclo de pinturas al hijo, es un misterio. Y a decir verdad, la falta de comentarios de la época sobre las imágenes no serían prueba suficiente para decretar su inautenticidad: un Goya anciano y con arranques místicos, en una España caótica, no debe de haber sido un anfitrión demasiado entusiasta. Encerrado en sí mismo, probablemente las pinturas fueran su obra más privada, destinadas para un único espectador, herméticamente vedadas al resto de los mortales. Y la razón principal por la que nadie hasta ahora haya podido interpretarlas con claridad.
Todas las obsesiones de un Goya desilusionado con el mundo están ahí, obsesiones que arrastra desde hace años pero que en ese paraje aislado que mira hacia Madrid desde lo alto toman su forma definitiva: procesiones, danzas macabras, ancianos, en manchas marrones, azules, amarillas y pinceladas furiosas como látigos que se acentúan tras una enfermedad que lo deja completamente sordo. De haber seguido oyendo el ruido del mundo quizás sus pinturas hubieran sido otras. Pero no hay duda de que fueron éstas. En el abismo sórdido que se abre ante la visión del perrito enterrado en la arena que estira el cuello hacia un espacio que se levanta impenetrable como pura nada, en el aquelarre de brujas desdentadas construidas a partir de manchas horrendas, Goya se hace acreedor de dos títulos indiscutibles: es el último pintor antiguo y el primero de los modernos. Con él se cierra una escuela barroca y se abre una universal. Y mirar estas imágenes es ver el rostro de la humanidad entera aplastada dolorosamente sobre un vidrio.