LOS 12 GRANDES ROBOS DEL ARTE. CAPíTULO 5.
Los convidados de piedra
Los inminentes Juegos Olímpicos de Atenas sólo reavivan la disputa cultural más larga que se recuerde: Grecia exige la devolución de los frisos Elgin, que tanto conmovieron a Keats y que un escocés vivo se robó a hachazos del Partenón hace doscientos años. Pero el Museo Británico se niega y los museos del mundo apoyan: no vaya a ser que países como Egipto, Nigeria, China, México y Turquía empiecen a reclamar lo que les corresponde.
Por María Gainza
“Si nos dijeran que una madre está abusando de su hijo, no le permitiríamos adoptar otro”, comentó hace unos meses a la BBC de Londres la historiadora Dorothy King. Un argumento arrogante y demoledor para explicar por qué, en su opinión, Grecia no está preparada, ni puede garantizar las condiciones necesarias, para cuidar de los frisos Elgin: el conjunto de esculturas de mármol, retiradas a hachazos del Partenón hace doscientos años por un noble escocés y celosamente guardadas desde entonces en el Museo Británico de Londres. Los dichos de la Dra. King calentaron lo que probablemente sea la pelea sobre patrimonio cultural más larga de la que se tenga memoria. Y reavivaron los chispazos. Justo en vísperas de los Juegos Olímpicos de verano que este agosto se llevarán a cabo en Atenas: la casa natal de los frisos y la ciudad que viene reclamando desde hace años que le devuelvan lo que es suyo. A tal punto que a los atenienses ya no les importa discutir quién es el dueño legal de esos mármoles, solamente piden que se los presten, por un rato, y hasta podrían llegar a negociar, insinúan, horarios de visita: 10 años unos, 10 los otros. Porque lo que más desean ahora es que los invitados de piedra lleguen a tiempo y, como broche de oro, para decorar el proyecto Olímpico, la construcción más importante llevada a cabo –según dicen los griegos– desde los trabajos arquitectónicos de Deinocrates.
Cómo terminaron esos 56 paneles del friso interno, 15 metopas externas y 17 estatuas del tímpano, en Londres, es una de las historias que mejor luz echa sobre la arrogancia de aquel poderío inglés que se pensó universal. Porque dispuestos ahí, en la sala Duveen del Museo Británico, los mármoles hablan menos sobre la cultura griega que sobre una Inglaterra pirata. La novela de Theodore Vrettos, El Affair Elgin, relata la saga delirante y codiciosa de Lord Elgin, un noble escocés enviado como embajador británico a Constantinopla que, aprovechando un permiso de la corte otomana para realizar una investigación exhaustiva en la Acrópolis, terminó desvalijando medio lugar. Si fue la extracción de los mármoles una operación legal o una coima se sigue discutiendo. Lo cierto es que hacia 1801 Elgin se cargó todo a Londres donde, quince años después, acorralado por las deudas, le vendió el botín al gobierno. Defendiéndose de las acusaciones, Elgin dijo más tarde que gracias a él los frisos se habían salvado de terminar como una pila de escombros (lo que de hecho no era una mala explicación porque bajo la ocupación turca el Partenón había sido usado como polvorín y los venecianos lo habían bombardeado). El problema es que Elgin cambiaba de idea como de camisa. Primero anunció que iba a llevarse los frisos a Londres para tomarles medidas, examinarlos y hacerlos dibujar. Después pensó en llevarse sólo los mejores para adornar el parque de su nueva casa en Escocia. Y hasta llegó a proponer la idea de desmantelar por entero el Erecteum y sus cariátides, todo para “hacerles sombra a las obras que Bonaparte se había llevado de Italia”. Los victorianos adoptaron los frisos como parte de la familia. Como los griegos, se creyeron dueños de un imperio unido no por la fuerza sino por la grandeza intelectual. En 1850, Robert Knox, un anatomista inglés, declaró que podía reconocer por las calles de Londres “los grandes y atléticos torsos de los hombres y los cuerpos rellenos y voluptuosos de las mujeres del Partenón”. Cuando Inglaterra y Grecia se unieron para pelear contra Hitler, pautaron, en principio, que los mármoles volverían a su lugar de origen después de la guerra. Pero nada ocurrió. Y Grecia siguió insistiendo.
Una carta de lectores en el Independent reconocía hace unos días que al mirar hacia la Acrópolis en un día soleado uno debía bajar la cabeza y admitir que sí, que seguramente los frisos lucirían mejor dispuestos en ese paisaje de cielos abiertos que en la vieja y encerrada galería Duveen. Lo que el meditabundo lector no tomaba en cuenta es que los mármoles –de ser devueltos– no serán emplazados en su lugar original sino que serán guardados en el pronto a estrenar Museo de la Acrópolis. Un edificio que se ha vuelto una pieza clave en la campaña griega para la restitución de los frisos: a cargo del arquitecto franco-suizo Bernard Tschumi, el museo (rodeado de controversias y quejas de los vecinos que sostienen que las excavaciones dañarán restos arqueológicos) ha construido una sala gigantesca en el segundo piso, especialmente destinada para recibir los frisos Elgin. Y por ahora la sala junta polvo.
Una encuesta llevada a cabo por el comité británico demostró que el 80 por ciento del público inglés está de acuerdo con que los frisos sean devueltos. Pero las discusiones a favor y en contra llevan dos siglos. Krystyn Lach-Szyrma escribió: “En Atenas todo tiene su razón de ser y su significado, allí los frisos forman un todo, acá son puro fragmento, ruinas sin orden”. Éste es el argumento que más se escucha a favor de la repatriación: que los mármoles sólo cobran sentido cuando son vistos en su contexto, como parte de la decoración del gran monumento griego para el que fueron creados. En contra: dicen que el Museo Británico es un museo universal donde las obras conforman una narrativa de la historia de la civilización que revela conexiones desde Mesopotamia y Egipto en adelante, que en Grecia serían reducidos a una mera exhibición nacional, y que los griegos han sido incapaces de cuidar de sus tesoros. Pero en este punto ninguna de las puntas sale bien parada: en 1999 Grecia reveló un estudio que ponía en evidencia el daño irreparable que los mármoles había sufrido en el Museo Británico. Revelaba que en los años 30, en un afán por dejar las estatuas blancas y relucientes, se utilizaron elementos de cobre y cinceles que lastimaron los rasgos morfológicos de las figuras, para siempre. Revelaba también que durante años el museo orquestó una maniobra para cubrir estos deslices (el libro de William St. Clair Lord Elgin and the Marbles relata estas tramoyas con lujo de detalle). Por otro lado, en Grecia, una restauración a mediados de siglo dañó de tal modo las restantes esculturas del lugar que hubo de poner en marcha un programa para “arreglar lo restaurado” que ya lleva más de treinta años.
Lo que más preocupa es el efecto bola de nieve: si se dejan en libertad los frisos Elgin, los museos temen ser acorralados por una catarata de pedidos. Entonces, los turcos reclamarán el altar de Pérgamo que está en Berlín, los venecianos querrán los tesoros de Napoleón guardados en el Louvre, los egipcios sacarán una lista larga hasta el cielo: pedirán (de hecho, ya lo piden) la piedra Rosetta del Museo Británico, el busto de Nefertiti del Museo de Berlín, las estatuas de Hatshepsut del Museo Metropolitano de Nueva York, la estatua de Ramses II del Louvre y el obelisco de la Plaza de la Concordia en París, los chinos reclamarán unas 23.000 esculturas y reliquias saqueadas por los ejércitos anglo-franceses en 1860 del Palacio de Verano en Beijing, los descendientes de los aztecas solicitarán al Museo Etnológico de Viena el tocado de plumas de quetzal de Moctezuma que un distraído Hernán Cortés se llevó a Europa. Y Nigeria pedirá por quincuagésima vez los bronces de Benin que los ingleses se hicieron en 1897. Pero, discuten los griegos, los mármoles del Partenón son un caso diferente porque no son objetos aislados sino parte de un monumento que aún está en pie. De todas formas, abrir el caso sería sentar precedente y entornar una puerta que podría terminar desmantelando las colecciones del mundo.
“Algo se ha desgastado en la experiencia de mirar estas piezas de mármol. Entre todos los argumentos y escándalos hemos perdido el rastro de por qué eran importantes”, escribió The Guardian en un artículo el año pasado. Es verdad –o más bien, parece cierto– que algo de esa experiencia única que John Keats, extasiado ante los frisos, registró en su Oda a una urna griega, se ha esfumado: como si al final, al quedar envueltos en el polvo de tantas peleas, los mármoles de Elgin se hubieran vuelto invisibles.