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Domingo, 1 de agosto de 2004

LIBROS

La mirada del adiós

Esta semana llega a las librerías un nuevo libro de ensayos del escritor inglés John Berger. Y como sucedió con los anteriores (Mirar, Cada vez que decimos adiós), El tamaño de una bolsa incluye algunas maravillas en las que Berger despliega en partes iguales su poder de observación, su conocimiento artístico y una extrema sensibilidad para contemplar la naturaleza humana. “Un hombre desgreñado”, el ensayo que Radar reproduce a continuación, indaga en esa chispa de locura que se esconde en la mirada de todos nosotros.

Por John Berger

Durante aquel invierno, paseando por el centro de París, no podía dejar de pensar en un retrato. Era el retrato de un desconocido y había sido pintado hacia los años veinte del siglo XIX. Era la imagen que habían elegido para los carteles que anunciaban una gran exposición antológica de Géricault que por entonces tenía lugar en el Grand Palais.
El cuadro en cuestión había sido encontrado en un desván, en Alemania, junto a otros cuatro lienzos similares, cuarenta años después de la temprana muerte de Géricault. Poco después fue ofrecido al Louvre, que lo rechazó. Imaginado en el contexto de la denuncia y de la tragedia de La balsa de la Medusa, que ya llevaba cuarenta años colgada en el museo, el retrato ofrecido habría de presentar en la época un aspecto indescriptible. Sin embargo, ha sido el cuadro elegido hoy para representar toda la obra del mismo pintor. ¿Qué ha cambiado desde entonces? ¿Por qué se ha hecho hoy tan elocuente o, para ser precisos, tan obsesionante, este frágil retrato?
Tras todo lo que imaginó y pintó Géricault –desde sus caballos salvajes a los mendigos que recopiló en Londres–, uno percibe un mismo voto: me enfrentaré a la aflicción, descubriré un respeto por ella y, si es posible, encontraré su belleza. Naturalmente, la belleza que esperaba encontrar significaba dar la espalda a la mayor parte de la piedad oficial.
Tenía mucho en común con Pasolini: “Me obligo a comprenderlo todo / y nada sé de vidas ajenas / hasta que desespero de nostalgia, / y consigo imaginar la experiencia / de otra vida por completo. Soy todo / compasión, pero quisiera que fuese / diferente el camino de mi amor / por esta realidad, cabría entonces / amar a las personas, de una en una”.

al retrato reproducido en el cartel de la exposición se le dio primero el título de Asesino loco; más tarde se pasó a llamar el Cleptómano. Hoy está catalogado bajo el título de El obseso del robo. Ya nadie sabe el nombre del hombre.
El hombre retratado era un interno del manicomio de La Salpétrière, en el centro de París. Géricault hizo allí diez retratos de diez internos distintos. Cinco de los lienzos han sobrevivido. Entre ellos se encuentra uno inolvidable de una mujer. En el Museo de Lyon le dieron originariamente el título de La hiena de La Salpétrière. Hoy se la conoce con el título de La obsesa de la envidia.
Sólo podemos suponer qué se proponía exactamente Géricault cuando pintó a estos pacientes. Pero la forma en que los pintó deja claro que lo último que le preocupaba era su catalogación clínica. Las mismas pinceladas indican que los conocía y pensaba en ellos por su nombre de pila. Los nombres de sus almas. Esos nombres hoy olvidados.
Una o dos décadas antes, Goya había pintado escenas de locos encerrados, encadenados, desnudos. A Goya, sin embargo, lo que le interesaban eran sus actos, no su interior. Posiblemente nadie antes de Géricault –ni pintor, ni médico, ni los parientes y amigos– había mirado durante tanto tiempo, tan fijamente, a la cara de alguien catalogado de loco y como tal condenado a su locura.
En 1942, Simone Weil escribía: “El amor por nuestro prójimo, cuando es resultado de una atención creativa, es análogo al talento”. Ciertamente no estaba pensando en términos artísticos cuando lo escribió.
“El amor por nuestro prójimo en toda su extensión significa sencillamente ser capaz de decirle: ‘¿Qué te pasa?’. Es un reconocimiento de que el que sufre existe, no sólo como una unidad en una serie o como un espécimen de una categoría social etiquetada bajo el rótulo de “desafortunados”, sino como un hombre, exactamente igual que nosotros, que un día quedó especialmente marcado con el sello de la aflicción. Por eso basta, pero también es indispensable, saber mirarlo de una forma especial.”
Para mí, el retrato del hombre desgreñado, con el cuello de la camisa torcido y unos ojos que no parecen protegidos por ningún ángel guardián,demuestra esa “atención creativa” y contiene ese “talento” al que hace referencia Simone Weil.

Pero ¿por qué abrumaba tanto ver este retrato por las calles de París? Creo que nos pellizcaba con dos dedos. Voy a explicar cuál era el primer dedo.
Hay muchas formas de locura que empiezan como una especie de teatro (como tan bien sabían Shakespeare, Pirandello y Artaud). La locura se pone a prueba en los ensayos. Cualquiera que haya estado al lado de un amigo que empieza a enloquecer reconocerá esa sensación de verse obligado a convertirse en público. Lo que primero ve uno en el escenario es un hombre o una mujer, solos, y a su lado –como un fantasma– lo inadecuado de todas sus explicaciones para explicar el dolor cotidiano. Entonces él o ella se acercan al fantasma y se enfrentan al terrible espacio existente entre las palabras dichas y lo que se supone que deberían decir. En realidad, este espacio, este vacío, es el dolor propiamente dicho. Y finalmente, la locura, que, como la naturaleza, aborrece el vacío, se abalanza a llenarlo; entonces deja de haber distinción entre el escenario y el mundo, entre la representación y el sufrimiento.
El espacio vacío, el hueco existente, entre la experiencia de vivir una vida normal en este momento en el planeta y los discursos públicos que se ofrecen para dar sentido a esa vida es enorme. Ahí reside la desolación, no en los hechos. Por eso un tercio de la población francesa está dispuesta a escuchar a Le Pen. Las historias que cuenta –siendo como son maléficas– parecen estar más cerca de lo que sucede en la calle. Y en otro orden de cosas, ésta es también la razón por la que la gente sueña con la realidad virtual. Cualquier cosa –desde la demagogia a los sueños onanísticos manufacturados–, cualquier cosa, cualquier cosa, con tal de cerrar el vacío. La gente se pierde y se vuelve loca en esos vacíos.
En los cinco retratos que Géricault pintó en La Salpétrière, los ojos de los retratados miran a otro lado, de soslayo. No porque estén viendo algo distante o imaginado, sino porque ya se han acostumbrado a evitar todo lo cercano. Lo cercano provoca vértigo porque las explicaciones ofrecidas no lo explican.
Con cuánta frecuencia nos encontramos hoy –en los trenes, en los aparcamientos, en las colas del autobús, en los centros comerciales– con una mirada semejante, una mirada que se niega a enfocar lo cercano.
Hay períodos históricos en los que la locura parece ser lo que es: un padecimiento extraño, anormal. Y hay otros –como éste en el que acabamos de entrar– que precisamente parecen caracterizados por ella.
Todo esto describe el primero de los dos dedos con los que nos pellizca la imagen del hombre desgreñado. El segundo dedo lo constituye la compasión de la imagen.

La posmodernidad no se suele aplicar a la compasión. Pero hacerlo no sólo podría ser útil, sino que también nos haría ser un poco más humildes.
La mayoría de las revueltas sociales que han tenido lugar en la historia se llevaron a cabo con el fin de restablecer una justicia que llevaba tiempo olvidada o maltratada. La Revolución Francesa, sin embargo, proclamó el principio de un Futuro Mejor para la humanidad. A partir de entonces, todos los partidos políticos, de izquierda o de derecha, se vieron obligados a prometer de continuo que la cantidad de sufrimiento existente en el mundo estaba en vías de ser reducida o iba a estarlo en breve. De modo que todo padecimiento pasó hasta cierto punto a recordar que había una esperanza. El sufrimiento –presenciado, compartido o padecido– seguía, claro está, siendo sufrimiento, pero podía ser trascendido en parte al sentirlo como un estímulo que ayudaba a esforzarse aún más por un futuro en el que dejaría de existir. Así, el sufrimiento tenía una válvula de escape histórica. Y durante estos dos últimostrágicos siglos, incluso se ha llegado a creer que la tragedia encerraba una promesa.
Hoy las promesas se han quedado estériles. Sería miope relacionar esta esterilidad únicamente con el fracaso del comunismo. Mayor relación guarda con la situación que vivimos hoy, en la cual los artículos de consumo han venido a sustituir al futuro como vehículo de esperanza. Una esperanza que ha demostrado ser inevitablemente estéril para sus clientes, y que, por una lógica económica inexorable, excluye a la mayoría del planeta. Comprar un billete para el rally París-Dakar de este año para dárselo al hombre desgreñado nos vuelve más locos que él.
De modo que hoy nos enfrentamos a él sin esperanza, ni histórica ni moderna. Lo vemos como una consecuencia. Y esto en el orden natural de las cosas significa que lo vemos con indiferencia. No lo conocemos. Está loco. Murió hace ciento cincuenta años. Cada día en Brasil mueren miles de niños de malnutrición o de unas enfermedades que en Europa son curables. Están a miles de kilómetros de distancia. No se puede hacer nada.

La imagen nos pellizcaba a quienes la veíamos al pasar. Hay en ella una compasión que se niega a la indiferencia y es irreconciliable con toda esperanza fácil.
¡A qué momento tan extraordinario en la historia de la representación y de la conciencia humana pertenece esta pintura! Antes de ella ningún desconocido hubiera mirado tan fijamente y con tanta compasión a un loco. Y poco tiempo después ningún pintor habría hecho un retrato semejante sin añadirle un resplandor de esperanza moderna o romántica. Al igual que la de Antígona, la lúcida compasión de este retrato coexiste con su impotencia. Y estas dos cualidades, lejos de ser contradictorias, se afirman mutuamente de tal forma que las víctimas pueden agradecerlo, pero sólo el corazón se da cuenta, lo reconoce.
Esto, sin embargo, no debe impedirnos ser claros. La compasión no tiene lugar en el orden natural del mundo, que opera sobre la base de la necesidad. Las leyes de la necesidad son tan inexorables como las de la gravedad. La facultad humana de la compasión se opone a este orden y, por consiguiente, es mejor considerar que hasta cierto punto es sobrenatural. Olvidarse de uno mismo, por brevemente que sea, identificarse con un desconocido hasta el punto de reconocerlo, supone desafiar la necesidad, y este desafío, aunque sea mínimo y callado, y aunque sólo mida 60 x 50 cm, entraña una fuerza que no se puede calibrar según los límites del orden natural. No es un medio y no tiene fin. Los Antiguos lo sabían.
“Ni tampoco creía yo –decía Antígona– que tuvieran tal fuerza tus pregones como para poder transgredir, siendo mortal, las leyes no escritas y firmes de los dioses. Pues su vigencia no viene de ayer ni de hoy, sino de siempre y nadie sabe desde cuándo aparecieron.”
El cartel de la exposición observaba las calles de París como lo haría un fantasma. No era el fantasma del hombre desgreñado, ni tampoco el de Géricault, sino el fantasma de una forma de atención especial que llevaba dos siglos marginada, pero que hoy cada día es menos obsoleta. Este es el segundo dedo.
¿Y qué hacemos al sentir el pellizco? Despertarnos, tal vez.

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Mujer loca, de Theodore géricault
 
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